PUNTO SEGUNDO
De los tormentos del pecador
moribundo
No una sola, sino muchas, serán las
angustias del pobre pecador moribundo. Atormentado será por los demonios,
porque estos horrendos enemigos despliegan en este trance toda su fuerza para
perder el alma que está a punto de salir de esta vida. Conocen que les queda
poco tiempo para arrebatarla, y que si entonces la pierden, jamás será suya.
No habrá allí uno solo, sino innumerables
demonios, que rodearán al moribundo para perderle. (Is., 13, 21). Dirá uno:
«Nada temas, que sanarás.» Otro exclamará: «Tú, que en tantos años no has
querido oír la voz de Dios, ¿esperas que ahora tenga piedad de ti?» «¿Cómo
—preguntará otro—podrás resarcir los daños que hiciste, devolver la fama que robaste?»
Otro, por último, te dirá: «¿No ves que tus confesiones fueron todas nulas, sin
dolor, sin propósitos? ¿Cómo es posible que ahora las renueves?» Por otra
parte, se verá el moribundo rodeado de sus culpas. Estos pecados, como otros
tantos verdugos —dice San Bernardo—, le tendrán asido, y le dirán: «Obra tuya
somos, y no te dejaremos. Te acompañaremos a la otra vida, y contigo nos
presentaremos al Eterno Juez.»
Quisiera entonces el que va a morir librarse
de tales enemigos y convertirse a Dios de todo corazón. Pero el espíritu estará
lleno dé tinieblas y el corazón endurecido. El corazón duro mal se hallará a lo
último; y quien ama el peligro, en él perece (Ecl., 3, 27). Afirma San Bernardo
que el corazón obstinado en el mal durante la vida se esforzará en salir del
estado de condenación, pero no llegará a librarse de él; y oprimido por su
propia maldad, en el mismo estado acabará la vida. Habiendo amado el pecado,
amaba también el peligro de la condenación. Por eso permitirá justamente el
Señor que perezca en ese peligro, con el cual quiso vivir hasta la muerte. San
Agustín dice que quien no abandona el pecado antes que el pecado le abandone a
él, difícilmente podrá en la hora de la muerte detestarle como es debido, pues
todo lo que hiciere entonces, a la fuerza lo hará.
¡Cuan infeliz el pecador obstinado que
resiste a la voz divina! El ingrato, en vez de rendirse y enternecerse por el
llamamiento de Dios, se endurece más, como el yunque por los golpes del
martilló (Jb.,41, 15). Y en justo castigo de ello, así seguirá en la hora de
morir, a las puertas de la eternidad. El corazón duro mal se hallará al fin,
Por amor a las criaturas —dice el Señor—, los pecadores me volvieron la
espalda. En la muerte recurrirán a Dios y Dios les dirá: «¿Ahora recurrís a Mí?
Pedid auxilio a las criaturas, ya que ellas han sido vuestros dioses» (Jer., 2,
28). Esto dirá el Señor, pues aunque acudan a Él, no será con afecto de
verdadera conversión. Decía San Jerónimo que él tenía por cierto, según la
experiencia se lo manifestaba, que no alcanzaría buen fin el que hasta el fin
hubiera tenido mala vida.
AFECTOS Y PETICIONES
Ayudadme y no me abandonéis, amado Salvador
mío! Veo mi alma llena de pecados: las pasiones me violentan, las malas
costumbres me oprimen. A vuestros pies me postro. Tened piedad de mí, y
libradme de tanto mal. En Ti, Señor, esperé; no sea confundido eternamente
(Sal. 30, 2). No permitáis que se pierda un alma que en Vos confía (Sal. 73,
19). Me pesa de haberos ofendido, ¡oh infinita Bondad! Confieso que he cometido
muchas faltas, y a toda costa quiero enmendarme. Mas, si no me socorréis con
vuestra gracia, perdido me veré.
Acoged, señor, a este rebelde que tanto os
ha ultrajado. Pensad que os he costado la Sangre y la vida. Pues por los
merecimientos de vuestra Pasión y muerte, recibidme en vuestros brazos y
concededme la santa perseverancia. Ya estaba perdido y me llamasteis. No he de
resistir más, y me consagro a Vos. Unidme a vuestro amor, y no permitáis que me
pierda otra vez al perder vuestra gracia. ¡Jesús mío, no lo permitáis!
¡No lo permitáis, oh María, reina de mi
alma; enviadme la muerte, y aun mil muertes, antes que vuelva a perder la
gracia de vuestro Hijo!
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