viernes, 10 de abril de 2020

6.2. CERTIDUMBRE DE LA MUERTE (Cont)


PUNTO SEGUNDO
De los tormentos del pecador moribundo

   No una sola, sino muchas, serán las angustias del pobre pecador moribundo. Atormentado será por los demonios, porque estos horrendos enemigos despliegan en este trance toda su fuerza para perder el alma que está a punto de salir de esta vida. Conocen que les queda poco tiempo para arrebatarla, y que si entonces la pierden, jamás será suya.

   No habrá allí uno solo, sino innumerables demonios, que rodearán al moribundo para perderle. (Is., 13, 21). Dirá uno: «Nada temas, que sanarás.» Otro exclamará: «Tú, que en tantos años no has querido oír la voz de Dios, ¿esperas que ahora tenga piedad de ti?» «¿Cómo —preguntará otro—podrás resarcir los daños que hiciste, devolver la fama que robaste?» Otro, por último, te dirá: «¿No ves que tus confesiones fueron todas nulas, sin dolor, sin propósitos? ¿Cómo es posible que ahora las renueves?» Por otra parte, se verá el moribundo rodeado de sus culpas. Estos pecados, como otros tantos verdugos —dice San Bernardo—, le tendrán asido, y le dirán: «Obra tuya somos, y no te dejaremos. Te acompañaremos a la otra vida, y contigo nos presentaremos al Eterno Juez.»

   Quisiera entonces el que va a morir librarse de tales enemigos y convertirse a Dios de todo corazón. Pero el espíritu estará lleno dé tinieblas y el corazón endurecido. El corazón duro mal se hallará a lo último; y quien ama el peligro, en él perece (Ecl., 3, 27). Afirma San Bernardo que el corazón obstinado en el mal durante la vida se esforzará en salir del estado de condenación, pero no llegará a librarse de él; y oprimido por su propia maldad, en el mismo estado acabará la vida. Habiendo amado el pecado, amaba también el peligro de la condenación. Por eso permitirá justamente el Señor que perezca en ese peligro, con el cual quiso vivir hasta la muerte. San Agustín dice que quien no abandona el pecado antes que el pecado le abandone a él, difícilmente podrá en la hora de la muerte detestarle como es debido, pues todo lo que hiciere entonces, a la fuerza lo hará.

   ¡Cuan infeliz el pecador obstinado que resiste a la voz divina! El ingrato, en vez de rendirse y enternecerse por el llamamiento de Dios, se endurece más, como el yunque por los golpes del martilló (Jb.,41, 15). Y en justo castigo de ello, así seguirá en la hora de morir, a las puertas de la eternidad. El corazón duro mal se hallará al fin, Por amor a las criaturas —dice el Señor—, los pecadores me volvieron la espalda. En la muerte recurrirán a Dios y Dios les dirá: «¿Ahora recurrís a Mí? Pedid auxilio a las criaturas, ya que ellas han sido vuestros dioses» (Jer., 2, 28). Esto dirá el Señor, pues aunque acudan a Él, no será con afecto de verdadera conversión. Decía San Jerónimo que él tenía por cierto, según la experiencia se lo manifestaba, que no alcanzaría buen fin el que hasta el fin hubiera tenido mala vida.

AFECTOS Y PETICIONES

   Ayudadme y no me abandonéis, amado Salvador mío! Veo mi alma llena de pecados: las pasiones me violentan, las malas costumbres me oprimen. A vuestros pies me postro. Tened piedad de mí, y libradme de tanto mal. En Ti, Señor, esperé; no sea confundido eternamente (Sal. 30, 2). No permitáis que se pierda un alma que en Vos confía (Sal. 73, 19). Me pesa de haberos ofendido, ¡oh infinita Bondad! Confieso que he cometido muchas faltas, y a toda costa quiero enmendarme. Mas, si no me socorréis con vuestra gracia, perdido me veré.

   Acoged, señor, a este rebelde que tanto os ha ultrajado. Pensad que os he costado la Sangre y la vida. Pues por los merecimientos de vuestra Pasión y muerte, recibidme en vuestros brazos y concededme la santa perseverancia. Ya estaba perdido y me llamasteis. No he de resistir más, y me consagro a Vos. Unidme a vuestro amor, y no permitáis que me pierda otra vez al perder vuestra gracia. ¡Jesús mío, no lo permitáis!

   ¡No lo permitáis, oh María, reina de mi alma; enviadme la muerte, y aun mil muertes, antes que vuelva a perder la gracia de vuestro Hijo!

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