PUNTO SEGUNDO
Los malos hábitos endurecen el
corazón.
Otro efecto de los malos hábitos es que endurecen
el corazón, permitiéndolo Dios justamente como castigo de la resistencia que se
opone a sus llamamientos. Dice el Apóstol (Ro., 9, 18) que el Señor «tiene
misericordia de quien quiere, y al que quiere, endurece». San Agustín explica
este texto, diciendo que Dios no endurece de un modo inmediato el corazón del
que peca habitualmente, sino que le priva de la gracia como pena de la
ingratitud y obstinación con que rechazó la que antes le había concedido; y en
tal estado el corazón del pecador se endurece como si fuera de piedra.
«Su corazón se endurecerá como piedra, y se
apretará como yunque de martillador» (Jb., 41, 15). De este modo sucede que
mientras unos se enternecen y lloran al oír predicar el rigor del juicio divino,
las penas de los condenados o la Pasión de Cristo, los pecadores de ese linaje
ni siquiera se conmueven. Hablan y oyen hablar de ello 14 con indiferencia,
como si se tratara de cosas que no les importasen; y con este golpear de la
mala costumbre, la conciencia se endurece cada vez más (Jb., 41, 15). De suerte que ni las muertes repentinas, ni
los terremotos, truenos y rayos, lograrán atemorizarlos y hacerles volver en
sí; antes les conciliarán el sueño de la muerte, en que, perdidos, reposan. El
mal hábito destruye poco a poco los remordimientos de conciencia, de tal modo,
que, a los que habitualmente pecan, los más enormes pecados les parecen nada.
Pierden, pecando, como dice San Jerónimo, hasta ese cierto rubor que el pecado
lleva naturalmente consigo.
San Pedro los compara al cerdo que se
revuelca en el fango (2 P., 2, 22), pues así como este inmundo animal no
percibe el hedor del cieno en que se revuelve, así aquellos pecadores son los
únicos que no conocen la hediondez de sus culpas, que todos los demás hombres
perciben y aborrecen. Y puesto que el fango les quitó hasta la facultad de ver,
¿qué maravilla es, dice San Bernardino, que no vuelvan en sí, ni aun cuando los
azota la mano de Dios? De eso procede que, en vez de entristecerse por sus pecados,
se regocijan, se ríen y alardean de ellos (Pr., 2, 14).
¿Qué significan estas señales de tan
diabólica dureza?, pregunta Santo Tomás de Villanueva. Señales son todas de
eterna condenación. Teme, pues, hermano mío, que no te acaezca lo propio. Si
tienes alguna mala costumbre, procura librarte de ella ahora que Dios te llama.
Y mientras te remuerda la conciencia, regocíjate, porque es indicio de que Dios
no te ha abandonado todavía. Pero enmiéndate y sal presto de ese estado, porque
si no lo haces, la llaga se gangrenará y te verás perdido.
AFECTOS Y PETICIONES
¿Cómo podré, Señor,
agradeceros debidamente todas las gracias que me habéis concedido? ¡Cuántas
veces me habéis llamado, y yo he resistido! Y en lugar de serviros y amaros por
haberme librado del infierno y haberme buscado tan amorosamente, seguí
provocando vuestra indignación y respondiendo con ofensas. No, Dios mío, no;
harto os he ofendido, no quiero ultrajar más vuestra paciencia. Sólo Vos, que sois Bondad infinita, habéis
podido sufrirme hasta ahora. Pero conozco que, con justa razón, no podréis
sufrirme más.
Perdonadme, pues, Señor y Sumo
Bien mío, todas las ofensas que os hice, de las cuales me arrepiento de todo
corazón, proponiendo no volver a injuriaros... ¿He de seguir ofendiéndoos
siempre?... Aplacaos, pues, Dios de mi alma, no por mis méritos, que sólo valen
para eterno castigo, sino por los de vuestro Hijo y Redentor mío, en los cuales
cifro mi esperanza.
Por amor de Jesucristo,
recibidme en vuestra gracia y dadme la perseverancia en vuestro amor. Desasidme
de los afectos impuros y atraedme por completo a Vos. Os amo, Soberano Señor,
excelso amante de las almas, digno de infinito amor... ¡Oh, si os hubiese amado
siempre!...
María, Madre nuestra, haced
que no emplee la vida que me resta en ofender a vuestro divino Hijo, sino en
amarle y en llorar los pecados que he cometido.
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