PUNTO SEGUNDO
El pecado, fuente de todos los
males.
Los bienes del mundo son, no solamente
vanidades, como dice Salomón (Ecl., 1, 14), que no satisfacen el alma, sino
penas que la afligen. Los desdichados pecadores pretenden ser felices con sus
culpas, pero no consiguen más que amarguras y remordimientos (Sal. 13, 3). Nada
de paz ni reposo. Dios nos dice (Is., 48, 22): «No hay paz para los impíos.»
Primeramente, el pecado lleva consigo el
temor profundo de la divina venganza; pues así como el que tiene un poderoso
enemigo no descansa ni vive con quietud, ¿cómo podrá el enemigo de Dios reposar
en paz? «Espanto para los que obran mal es el camino del Señor» (Pr., 10, 29).
Cuando
la tierra tiembla o el trueno retumba, ¡ cómo teme el que se halla en pecado!
Hasta el suave movimiento de las umbrías frondas, a veces, le llena de pavor:
«El sonido del terror amedrenta siempre sus
oídos» (Jb., 15, 21). Huye sin ver quien le persigue (Pr., 28, 1). Porque su propio pecado corre en pos dé él.
Mató Caín a su hermano Abel, y exclamaba luego: «Cualquiera que me hallare me
matará» (Gn., 4, 14). Y aunque el Señor le aseguró que nadie le dañaría (Gn.,
4, 15), Caín —dice la Escritura (Gn., 4, 16)— anduvo siempre fugitivo y
errante. ¿Quién perseguía a Caín, sino
su pecado? Va, además, siempre la culpa
unida al remordimiento, ese gusano roedor que jamás reposa. Acude el pobre pecador a banquetes, saraos o
comedias, mas la voz de la conciencia sigue diciéndole: Estás en desgracia de
Dios; si murieses, ¿a dónde irás? Es pena tan angustiosa el remordimiento, aun
en esta vida, que algunos desventurados, para librarse de él, se dan a sí
mismos la muerte.
Tal fue Judas, que, como es sabido, se
ahorcó, desesperado. Y se cuenta de otro
criminal que, habiendo asesinado a un niño, tuvo tan horribles remordimientos,
que para acallarlos se hizo religioso; pero ni aun en el 3 claustro halló la
paz, y corrió ante el juez a confesar su delito, por el cual fue condenado a
muerte. ¿Qué es un alma privada de
Dios?... Un mar tempestuoso, dice el Espíritu Santo (Is., 57, 20). Si alguno
fuese llevado a un festín, baile o concierto, y le tuviesen allí atado de pies
y manos con opresoras ligaduras, ¿podría disfrutar de aquella diversión? Pues
tal es el hombre que vive entre los bienes del mundo sin poseer a Dios. Podrá beber, comer, danzar, ostentar ricas
vestiduras, recibir honores, obtener altos cargos y dignidades, pero no tendrá
paz. Porque la paz sólo de Dios se obtiene, y Dios la da a los que le aman, no
a sus enemigos. Los bienes de este mundo
—dice San Vicente Ferrer— están por de fuera, no entran en el corazón. Llevará,
tal vez, aquel pecador bordados vestidos y anillos de diamantes, tendrá
espléndida mesa; pero su pobre corazón se mantendrá colmado de hiel y de
espinas. Y así, veréis que entre tantas riquezas, placeres y recreos vive
siempre inquieto, y que por el menor obstáculo se impacienta y enfurece coma
perro hidrófobo. El que ama a Dios se
resigna y conforma en las cosas adversas con la divina voluntad, y halla paz y
consuelo. Mas esto no lo puede hacer el que es enemigo de la voluntad de Dios;
y por eso no halla camino de aquietarse.
Sirve el desventurado al demonio, tirano
cruel, que le paga con afanes y amarguras. Así se cumplen siempre las palabras
del Señor, que dijo (Dt., 28, 47-48): «Por cuanto no serviste con gozo al Señor
tu Dios, servirás a tu enemigo con hambre y con sed, y con desnudez, y con todo
género de penuria.» ¡Cuánto no padece aquel vengativo después de haberse
vengado! ¡ Cuánto aquel 4 deshonesto apenas logra sus designios! ¡ Cuánto los
ambiciosos y los avaros!... ¡Oh si padecieran por Dios lo que por condenarse
padecen, cuántos serian santos!
AFECTOS Y PETICIONES
¡Oh tiempo que perdí!... Si hubiera, Señor,
padecido por serviros los afanes y trabajos que padecí ofendiéndoos, ¡cuántos
méritos para la gloria tendría ahora reunidos!
¡Ah Dios mío! ¿Por qué os abandoné y perdí vuestra gracia?...
Por breves y envenenados placeres, que,
apenas disfrutados, desaparecieron y me dejaron el corazón lleno de heridas y
de angustias... ¡Ah pecados míos!, os maldigo y detesto mil veces; así como
bendigo vuestra misericordia, Señor, que con tanta paciencia me ha
sufrido. Os amo, Creador y Redentor mío,
que disteis por mí la vida. Y porque os amo, me arrepiento de todo corazón de
haberos ofendido... Dios mío, Dios mío, ¿por qué os perdí? ¿Por qué cosas os
dejé? Ahora conozco cuán mal he obrado, y propongo antes perderlo todo, hasta
la misma vida, que perder vuestro amor.
Iluminadme,
Padre Eterno, por amor a Jesucristo. Dadme a conocer el bien infinito, que sois Vos, y la vileza de los
bienes que me ofrece el demonio para lograr que yo pierda vuestra gracia. Os
amo, y anhelo amaros más. Haced que Vos
seáis mi único pensamiento, mi único deseo, mi único amor. Todo lo espero de
vuestra bondad, por los méritos de vuestro Hijo...
María, Madre nuestra, por el amor que a
Jesucristo profesáis, os ruego me alcancéis luz y fuerza para servirle y amarle
hasta la muerte.
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