viernes, 10 de abril de 2020

13.1. VANIDAD DEL MUNDO



   Quid prodest homini si mundum
                      universum lucretur, animae vero
                                              suaedetrimentum patiatur?.
                            ¿De qué le sirve al hombre ganar todo
                                               el mundo si pierde su alma?
                                  Matth., XVI, 26.

PUNTO PRIMERO
Los bienes del mundo acaban con la muerte

   Un antiguo filósofo, llamado Aristipo, viajando una vez por el mar, naufragó con la nave en que iba y perdió todos sus caudales. Aribó, por fin al puerto, y merced a la reputación de sabio que gozaba entre los habitantes de aquel país, le dieron con creces lo que había perdido. Escribiendo después su malaventura a los amigos que había dejado en su patria, les exhortaba con su ejemplo a procurar solamente aquellos bienes que ni en los naufragios se pueden perder. Esto cabalmente nos están diciendo desde la eternidad nuestros parientes y amigos: que procuremos adquirir en este mundo solamente aquellos bienes que ni la muerte puede destruir. Día de perdición es llamado el día de la muerte. Próximo está —dice el Señor— el día de perdición. Y, a la verdad, en aquel día todos los bienes de la tierra, honores, riquezas, placeres, todo ha de desaparecer. Por esto decía San Ambrosio «que no podemos llamar bienes nuestros a los que no podemos llevar a la otra vida; sólo las virtudes nos acompañan más allá de la tumba». «¿De qué nos sirve —dice Jesucristo — ganar todo el mundo si a la hora de la muerte, perdiendo el alma, se pierde todo?» ¡A cuántos jóvenes llevó esta sola máxima a encerrarse en el claustro! ¡A cuántos anacoretas sepultó en el desierto!

   ¡A cuántos mártires excitó a dar la vida por Jesucristo! Con esta sola máxima hizo San Ignacio de Loyola muchas conquistas para Dios, entre las cuales la más señalada fue la de San Francisco Javier. Hallábase en París soñando en mundanas grandezas, cuando cierto día le dijo el Santo que el mundo es un traidor, que prometer sabe, cumplir no sabe. Y aun suponiendo que cumpliese el mundo lo que promete, jamás podrá satisfacer tu corazón. Y dado caso que le diese pleno contento, ¿cuánto durará esta tu felicidad? ¡Podrá durar más que tu vida? Y al fin de ella, ¿qué podrás llevar a la eternidad? Has visto a algún potentado que se haya llevado al otro mundo algún dinero o algún fiel servidor para su regalo? ¿Conociste a algún rey que se llevase un mal pedazo de púrpura para que en la otra vida le honrasen ?... Herido Francisco con el golpe de esta voz, abandonó el mundo, siguió a San Ignacio y se hizo santo.

   Vanidad de vanidades, así llamó Salomón a los bienes de este mundo después de haber gozado de todos los placeres de la tierra, como él mismo confesó por estas palabras: Nunca negué a'mis ojos nada de cuanto desearon. Decía Sor Margarita de Santa Ana, carmelita descalza e hija del emperador Rodolfo II: «¿De qué sirven los reinos en la hora de la muerte?». ¡Cosa digna de toda admiración! Tiemblan los santos al pensar en el negocio de su eterna salvación. Temblaba el P. Pablo Séñeri, el cual, lleno de sobresalto, preguntaba a su confesor: «¿Qué me dice, Padre; me salvaré?». Temblaba San Andrés Avelino y, anegado en lágrimas, decía: «¡Quién sabe si me salvaré!» San Luis Bertrán también temblaba atormentado de este mismo pensamiento, y muchas noches, sobresaltado, se levantaba de la cama, diciendo: «¿Quién sabe si me condenaré?» Y entre tanto, los pecadores, que viven en estado de condenación, duermen, ríen, se divierten.

AFECTOS Y PETICIONES

   ¡Oh Jesús, Redentor mío!, gracias os doy porque me habéis dado a conocer mi locura y el mal que he hecho abandonándoos a Vos, que por mí habéis dado vuestra sangre y vuestra vida. No merecíais, en verdad, ser tratado por mí como lo habéis sido. ¡Ay! Si ahora me asaltase la muerte, ¿qué hallaría en mi alma sino pecados y remordimientos de conciencia que me harían morir lleno de angustia? Confieso, Salvador mío, que he obrado mal; me equivoqué abandonándoos a Vos, Sumo Bien mío, para ir en pos de los míseros placeres de este mundo, Arrepiéntome con todo mi corazón y os suplico, por los dolores que por mí sufristeis en la cruz, que me deis tan gran dolor de mis pecados, que me hagan llorar toda mi vida las culpas que contra Vos cometí. Jesús mío, perdonadme; os prometo amaros siempre y no disgustaros jamás. Indigno soy de vuestro amor, por haberos tantas veces menospreciado en mi vida pasada; pero Vos habéis dicho que amáis a los que os aman. Yo os amo; amadme también Vos, que no quiero verme más privado de vuestra gracia. Renuncio a todas las grandezas y placeres de este mundo con tal que Vos me améis. Oídme, Dios mío, por amor de Jesucristo, pues El os ruega que no me arrojéis de vuestro Corazón. A Vos me consagro todo entero; os consagro mi vida, mis gustos, mis sentidos, mi alma, mi cuerpo, mi voluntad y mi libertad. Aceptad esta mi ofrenda y no la rechacéis, como lo tengo merecido por haber rehusado tantas veces vuestra amistad. No me arrojes de tu presencia.

   ¡Oh Virgen Santísima y Madre mía, María!, rogad a Jesús por mí; en vuestra intercesión pongo toda mi confianza.

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