Quid
prodest homini si mundum
universum lucretur, animae vero
suaedetrimentum patiatur?.
¿De qué le sirve al hombre ganar todo
el mundo si pierde su alma?
Matth., XVI,
26.
PUNTO PRIMERO
Los bienes del mundo acaban con
la muerte
Un antiguo filósofo, llamado Aristipo,
viajando una vez por el mar, naufragó con la nave en que iba y perdió todos sus
caudales. Aribó, por fin al puerto, y merced a la reputación de sabio que
gozaba entre los habitantes de aquel país, le dieron con creces lo que había
perdido. Escribiendo después su malaventura a los amigos que había dejado en su
patria, les exhortaba con su ejemplo a procurar solamente aquellos bienes que
ni en los naufragios se pueden perder.
Esto cabalmente nos están diciendo desde la eternidad nuestros parientes y
amigos: que procuremos adquirir en este mundo solamente aquellos bienes que ni
la muerte puede destruir. Día de perdición es llamado el día de la muerte. Próximo
está —dice el Señor— el día de perdición. Y, a la verdad, en aquel
día todos los bienes de la tierra, honores, riquezas, placeres, todo ha de
desaparecer. Por esto decía San Ambrosio «que no podemos llamar bienes nuestros
a los que no podemos llevar a la otra vida; sólo las virtudes nos acompañan más
allá de la tumba». «¿De qué nos sirve —dice Jesucristo — ganar todo el mundo si
a la hora de la muerte, perdiendo el alma, se pierde todo?» ¡A cuántos jóvenes
llevó esta sola máxima a encerrarse en el claustro! ¡A cuántos anacoretas
sepultó en el desierto!
¡A
cuántos mártires excitó a dar la vida por Jesucristo! Con esta sola máxima hizo
San Ignacio de Loyola muchas conquistas para Dios, entre las cuales la más
señalada fue la de San Francisco Javier. Hallábase en París soñando en mundanas
grandezas, cuando cierto día le dijo el Santo que el mundo es un traidor, que
prometer sabe, cumplir no sabe. Y aun suponiendo que cumpliese el mundo lo que
promete, jamás podrá satisfacer tu corazón. Y dado caso que le diese pleno
contento, ¿cuánto durará esta tu felicidad? ¡Podrá durar más que tu vida? Y al
fin de ella, ¿qué podrás llevar a la eternidad? Has visto a algún potentado que
se haya llevado al otro mundo algún dinero o algún fiel servidor para su
regalo? ¿Conociste a algún rey que se llevase un mal pedazo de púrpura para que
en la otra vida le honrasen ?... Herido Francisco con el golpe de esta voz,
abandonó el mundo, siguió a San Ignacio y se hizo santo.
Vanidad de vanidades, así llamó
Salomón a los bienes de este mundo después de haber gozado de todos los
placeres de la tierra, como él mismo confesó por estas palabras: Nunca negué
a'mis ojos nada de cuanto desearon. Decía Sor Margarita de Santa Ana, carmelita
descalza e hija del emperador Rodolfo II: «¿De qué sirven los reinos en la hora
de la muerte?». ¡Cosa digna de toda admiración! Tiemblan los santos al pensar
en el negocio de su eterna salvación. Temblaba el P. Pablo Séñeri, el cual,
lleno de sobresalto, preguntaba a su confesor: «¿Qué me dice, Padre; me
salvaré?». Temblaba San Andrés Avelino y, anegado en lágrimas, decía: «¡Quién
sabe si me salvaré!» San Luis Bertrán también temblaba atormentado de este
mismo pensamiento, y muchas noches, sobresaltado, se levantaba de la cama,
diciendo: «¿Quién sabe si me condenaré?» Y entre tanto, los pecadores, que
viven en estado de condenación, duermen, ríen, se divierten.
AFECTOS Y PETICIONES
¡Oh Jesús, Redentor mío!, gracias os doy
porque me habéis dado a conocer mi locura y el mal que he hecho abandonándoos a
Vos, que por mí habéis dado vuestra sangre y vuestra vida. No merecíais, en
verdad, ser tratado por mí como lo habéis sido. ¡Ay! Si ahora me asaltase la
muerte, ¿qué hallaría en mi alma sino pecados y remordimientos de conciencia
que me harían morir lleno de angustia? Confieso, Salvador mío, que he obrado
mal; me equivoqué abandonándoos a Vos, Sumo Bien mío, para ir en pos de los
míseros placeres de este mundo, Arrepiéntome con todo mi corazón y os suplico,
por los dolores que por mí sufristeis en la cruz, que me deis tan gran dolor de
mis pecados, que me hagan llorar toda mi vida las culpas que contra Vos cometí.
Jesús mío, perdonadme; os prometo amaros siempre y no disgustaros jamás.
Indigno soy de vuestro amor, por haberos tantas veces menospreciado en mi vida
pasada; pero Vos habéis dicho que amáis a los que os aman. Yo os amo;
amadme también Vos, que no quiero verme más privado de vuestra gracia. Renuncio
a todas las grandezas y placeres de este mundo con tal que Vos me améis. Oídme,
Dios mío, por amor de Jesucristo, pues El os ruega que no me arrojéis de
vuestro Corazón. A Vos me consagro todo entero; os consagro mi vida, mis
gustos, mis sentidos, mi alma, mi cuerpo, mi voluntad y mi libertad. Aceptad
esta mi ofrenda y no la rechacéis, como lo tengo merecido por haber rehusado
tantas veces vuestra amistad. No me arrojes de tu presencia.
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