PUNTO TERCERO
En el cielo se ama a Dios por
toda la eternidad.
La mayor tribulación que
aflige en este mundo a las almas que aman a Dios y están desoladas y sin
consuelo es el temor de no amarle y de no ser amadas de Él (Ecl., 9, 1). Más en
el Cielo el alma está segura de que se halla venturosamente abismada en el amor
divino, y de que el Señor la abraza estrechamente, como a hija predilecta, sin
que ese amor pueda acabarse nunca. Antes bien, se acrecentará en ella con el
conocimiento altísimo que tendrá entonces del amor que movió a Dios a morir por
nosotros y a instituir aquel Santísimo Sacramento en que el mismo Dios se hace
alimento del hombre. Verá el alma distintamente todas las gracias que Dios le
dio, librándola de tantas tentaciones y peligros de perderse, y reconocerá que
aquellas tribulaciones, enfermedades, persecuciones y desengaños que ella
llamaba desgracias y tenía por castigos, eran señales de amor de Dios, y medios
que la divina Providencia usaba para llevarla al Cielo. Conocerá singularmente
la paciencia con que Dios la esperó después de haberle ella ofendido tanto, y
la excelsa misericordia con que la perdonó y colmó de ilustraciones y
llamamientos amorosísimos. Desde aquellas 83 venturosas alturas verá que hay en
el infierno muchas almas condenadas por culpas menores que las de ella, y se
aumentará su gratitud por hallarse santificada, en posesión de Dios y segura de
no perder jamás el soberano e infinito Bien. Eternamente gozará el
bienaventurado de esa incomparable felicidad, que en cada instante le parecerá
nueva, como si entonces comenzase a disfrutarla. Siempre querrá esa dicha y la
poseerá sin cesar; siempre deseosa y siempre satisfecha, ávida siempre y
siempre saciada. Porque el deseo, en la
gloria, no va acompañado de temor, ni la posesión engendra tedio.
En suma: así como los réprobos
son vasos de ira, los elegidos son vasos de júbilo y de ventura, de tal manera,
que nada les queda por desear. Decía Santa Teresa que aun acá en la tierra,
cuando Dios admite a las almas en aquella regalada cámara del vino, es decir,
de su divino amor, tan felizmente las embriaga, que pierden el afecto y afición
a todas las cosas terrenas. Más al entrar en el Cielo, mucho más perfecta y
plenamente serán los elegidos de Dios, como dice David (Sal. 35, 9): ¡Embriagados
de la abundancia de su casa! Entonces el
alma, viendo cara a cara y uniéndose al Sumo Bien, presa de amoroso deliquio,
se abismará en Dios, y olvidada de sí misma, sólo pensará luego en amar, alabar
y bendecir aquel infinito Bien que posee.
Cuando nos aflijan las cruces de esta vida, esforcémonos en sufrirlas
pacientemente con la esperanza en el Cielo. A Santa María Egipcíaca, en la hora
de la muerte, preguntó el abad Zósimo cómo había podido vivir tantos años en
aquel desierto, y la Santa respondió: Con la esperanza de la gloria... San
Felipe Neri, cuando le ofrecieron la dignidad de cardenal, arrojando el capelo
lejos de sí, exclamó: El Cielo, el Cielo es lo que yo deseo. Fray Gil, religioso franciscano, elevábase
extático 84 siempre que oía el nombre de la gloria. Así, nosotros, cuando nos
atormenten y angustien las penas de este mundo, alcemos al Cielo los ojos, y
consolémonos suspirando por la felicidad eterna. Consideremos que si somos
fieles a Dios, en breve acabarán esos trabajos, miserias y temores, y seremos
admitidos en la patria celestial, donde viviremos plenamente venturosos
mientras Dios sea Dios. Allí nos esperan los Santos, allí la Virgen Santísima,
allí Jesucristo nos prepara la inmarcesible corona de aquel perdurable reino de
la gloria.
AFECTOS Y PETICIONES
Vos mismo me enseñasteis,
amadísimo Redentor mío, a que orase, diciendo: Advéniat regnum tuum. Así, pues,
yo te suplico, Señor, que venga el tu reino a mi alma, y la poseas toda, y ella
te posea a Ti, Bien Sumo e infinito.
Vos, Jesús mío, nada omitisteis para salvarme y conquistar mi amor.
Salvadme, pues, y sea mi salvación amarte siempre en esta y en la eterna
vida. Aunque tantas veces me aparté de
Vos, sé que no os desdeñaréis de abrazarme en el Cielo eternamente, con tanto
amor como si nunca os hubiese ofendido. ¿Y creyéndolo así podré no amaros sobre
todas las cosas a Vos, que deseáis darme la gloria, a pesar de que tan a menudo
merecí el infierno?... ¡Ojalá, Señor, no os hubiera nunca ofendido! ¡Ah, si
volviese a nacer, querría amaros siempre!... Mas lo hecho, hecho está sin
remedio. Sólo puedo consagraros el resto de mi vida. Toda os la doy; me entrego
por completo a vuestro servicio... ¡Salid de mi corazón, afectos de la tierra;
dejad lugar en él a mi Dios y Señor, que quiere poseerle sin rivales!... Todo
él es vuestro, ¡oh Redentor mío!, mi amor y mi Dios. Desde ahora, únicamente
pensaré en complaceros. Ayudadme con vuestra gracia, como espero por vuestros
merecimientos, y acrecentad en mí el deseo eficaz de serviros... ¡Oh gloria, oh
Cielo!... ¿Cuándo, Señor, podré contemplaros y abrazaros y unirme a Vos, sin
temor de perderos?... ¡Ah Dios mío! ¡Guiadme y defendedme para que nunca os
ofenda!...
¡Oh María Santísima! ¿Cuándo
estaré postrado a tus pies en la gloria? Socórreme, Madre mía; no permitas que
me condene y que me vea lejos de ti y de tu Hijo divino.
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