viernes, 10 de abril de 2020

29.3. DEL PARAÍSO (Cont)


PUNTO TERCERO
En el cielo se ama a Dios por toda la eternidad.

   La mayor tribulación que aflige en este mundo a las almas que aman a Dios y están desoladas y sin consuelo es el temor de no amarle y de no ser amadas de Él (Ecl., 9, 1). Más en el Cielo el alma está segura de que se halla venturosamente abismada en el amor divino, y de que el Señor la abraza estrechamente, como a hija predilecta, sin que ese amor pueda acabarse nunca. Antes bien, se acrecentará en ella con el conocimiento altísimo que tendrá entonces del amor que movió a Dios a morir por nosotros y a instituir aquel Santísimo Sacramento en que el mismo Dios se hace alimento del hombre. Verá el alma distintamente todas las gracias que Dios le dio, librándola de tantas tentaciones y peligros de perderse, y reconocerá que aquellas tribulaciones, enfermedades, persecuciones y desengaños que ella llamaba desgracias y tenía por castigos, eran señales de amor de Dios, y medios que la divina Providencia usaba para llevarla al Cielo. Conocerá singularmente la paciencia con que Dios la esperó después de haberle ella ofendido tanto, y la excelsa misericordia con que la perdonó y colmó de ilustraciones y llamamientos amorosísimos. Desde aquellas 83 venturosas alturas verá que hay en el infierno muchas almas condenadas por culpas menores que las de ella, y se aumentará su gratitud por hallarse santificada, en posesión de Dios y segura de no perder jamás el soberano e infinito Bien. Eternamente gozará el bienaventurado de esa incomparable felicidad, que en cada instante le parecerá nueva, como si entonces comenzase a disfrutarla. Siempre querrá esa dicha y la poseerá sin cesar; siempre deseosa y siempre satisfecha, ávida siempre y siempre saciada.  Porque el deseo, en la gloria, no va acompañado de temor, ni la posesión engendra tedio.

   En suma: así como los réprobos son vasos de ira, los elegidos son vasos de júbilo y de ventura, de tal manera, que nada les queda por desear. Decía Santa Teresa que aun acá en la tierra, cuando Dios admite a las almas en aquella regalada cámara del vino, es decir, de su divino amor, tan felizmente las embriaga, que pierden el afecto y afición a todas las cosas terrenas. Más al entrar en el Cielo, mucho más perfecta y plenamente serán los elegidos de Dios, como dice David (Sal. 35, 9): ¡Embriagados de la abundancia de su casa!  Entonces el alma, viendo cara a cara y uniéndose al Sumo Bien, presa de amoroso deliquio, se abismará en Dios, y olvidada de sí misma, sólo pensará luego en amar, alabar y bendecir aquel infinito Bien que posee.  Cuando nos aflijan las cruces de esta vida, esforcémonos en sufrirlas pacientemente con la esperanza en el Cielo. A Santa María Egipcíaca, en la hora de la muerte, preguntó el abad Zósimo cómo había podido vivir tantos años en aquel desierto, y la Santa respondió: Con la esperanza de la gloria... San Felipe Neri, cuando le ofrecieron la dignidad de cardenal, arrojando el capelo lejos de sí, exclamó: El Cielo, el Cielo es lo que yo deseo.  Fray Gil, religioso franciscano, elevábase extático 84 siempre que oía el nombre de la gloria. Así, nosotros, cuando nos atormenten y angustien las penas de este mundo, alcemos al Cielo los ojos, y consolémonos suspirando por la felicidad eterna. Consideremos que si somos fieles a Dios, en breve acabarán esos trabajos, miserias y temores, y seremos admitidos en la patria celestial, donde viviremos plenamente venturosos mientras Dios sea Dios. Allí nos esperan los Santos, allí la Virgen Santísima, allí Jesucristo nos prepara la inmarcesible corona de aquel perdurable reino de la gloria.

AFECTOS Y PETICIONES

   Vos mismo me enseñasteis, amadísimo Redentor mío, a que orase, diciendo: Advéniat regnum tuum. Así, pues, yo te suplico, Señor, que venga el tu reino a mi alma, y la poseas toda, y ella te posea a Ti, Bien Sumo e infinito.  Vos, Jesús mío, nada omitisteis para salvarme y conquistar mi amor. Salvadme, pues, y sea mi salvación amarte siempre en esta y en la eterna vida.  Aunque tantas veces me aparté de Vos, sé que no os desdeñaréis de abrazarme en el Cielo eternamente, con tanto amor como si nunca os hubiese ofendido. ¿Y creyéndolo así podré no amaros sobre todas las cosas a Vos, que deseáis darme la gloria, a pesar de que tan a menudo merecí el infierno?... ¡Ojalá, Señor, no os hubiera nunca ofendido! ¡Ah, si volviese a nacer, querría amaros siempre!... Mas lo hecho, hecho está sin remedio. Sólo puedo consagraros el resto de mi vida. Toda os la doy; me entrego por completo a vuestro servicio... ¡Salid de mi corazón, afectos de la tierra; dejad lugar en él a mi Dios y Señor, que quiere poseerle sin rivales!... Todo él es vuestro, ¡oh Redentor mío!, mi amor y mi Dios. Desde ahora, únicamente pensaré en complaceros. Ayudadme con vuestra gracia, como espero por vuestros merecimientos, y acrecentad en mí el deseo eficaz de serviros... ¡Oh gloria, oh Cielo!... ¿Cuándo, Señor, podré contemplaros y abrazaros y unirme a Vos, sin temor de perderos?... ¡Ah Dios mío! ¡Guiadme y defendedme para que nunca os ofenda!...

   ¡Oh María Santísima! ¿Cuándo estaré postrado a tus pies en la gloria? Socórreme, Madre mía; no permitas que me condene y que me vea lejos de ti y de tu Hijo divino.

No hay comentarios:

Publicar un comentario