PUNTO TERCERO
Servir y amar a Dios es toda
nuestra felicidad.
Puesto que todos los bienes y deleites del
mundo no pueden satisfacer el corazón del hombre, ¿quién podrá contentarle?..
Sólo Dios (Sal. 36, 4). El corazón humano va siempre buscando bienes que le
satisfagan. Alcanza riquezas, honras o placeres, y no se satisface, porque
tales bienes son finitos, y él ha sido creado para el infinito bien. Mas si
halla y se une a Dios, se aquieta y consuela y no desea ninguna otra cosa.
San Agustín, mientras se atuvo a la vida
sensual, jamás halló paz; pero cuando se entregó a Dios, confesaba y decía al
Señor: «Ahora conozco, ¡oh Dios!, que todo es dolor y vanidad, y que en Vos
sólo está la verdadera paz del alma.» Y así, maestro por experiencia propia,
escribía: «¿Qué buscas, hombrezuelo, buscando bienes?... Busca el único Bien,
en el cual se encierran todos los demás» (Sal. 41, 3).
El rey David, después de haber pecado, iba a
cazar a sus jardines y banquetes, y a todos los placeres de un monarca. Pero
los festines y florestas y las demás criaturas de que disfrutaba decíanle a su
modo: «David, ¿quieres hallar en nosotros paz y contento? Nosotros no podemos
satisfacerte... Busca a tu Dios (Sal. 41, 3), que únicamente Él te puede
satisfacer.» Y por eso David gemía en medio de sus placeres, y exclamaba: «Mis
lágrimas me han servido de pan día y noche, mientras se me dice cada día: ¿en
dónde está tu Dios?» Y, al contrario, ¡ cómo sabe Dios contentar a las almas
fieles que le aman! San Francisco de Asís, que todo lo había dejado por Dios,
hallándose descalzo, medio muerto de frío y de hambre, cubierto de andrajos,
mas con sólo decir : «Mi Dios y mi todo», sentía gozo inefable y celestial.
San Francisco de Borja, en sus viajes de
religioso, tuvo que acostarse muchas veces en un montón de paja, y
experimentaba consolación tan grande, que le privaba del sueño. De igual
manera, San Felipe Neri, desasido y libre de todas las cosas, no lograba
reposar por los consuelos que Dios le daba en tanto grado, que decía el Santo: «Jesús mío, dejadme descansar.» El Padre jesuita Carlos de Lorena, de la casa de los príncipes de
Lorena, a veces danzaba de alegría al verse en su pobre celda. San Francisco
Javier, en sus apostólicos trabajos de la India, descubríase el pecho,
exclamando: «Basta, Señor, no más consuelo, que mi corazón no puede soportarle.»
Santa Teresa decía que da mayor contento una gota de celestial consolación que
todos los placeres y esparcimientos del mundo.
Y en verdad, no pueden faltar las promesas del Señor, que ofreció dar,
aun en esta vida, a los que dejen por su amor los bienes de la tierra, el
céntuplo de paz y de alegría (Mt., 19, 29).
¿Qué vamos, pues, buscando? Busquemos a
Jesucristo, que nos llama y dice (Mt., 11, 28): «Venid a Mí todos los que
estáis trabajados y abrumados, y Yo os aliviaré.» El alma que ama a Dios
encuentra esa paz que excede a todos los placeres y satisfacciones que el mundo
y los sentidos pueden darnos (Fil., 4, 7).
Verdad es que en esta vida aun los Santos
padecen; porque la tierra es lugar de merecer, y no se puede merecer sin
sufrir; pero, como dice San Buenaventura, el amor divino es semejante a la
miel, que hace dulces y amables las cosas más amargas. Quien ama a Dios, ama la
divina voluntad, y por eso goza espiritualmente en las tribulaciones, porque
abrazándolas sabe que agrada y complace al Señor...
¡Oh Dios mío! Los pecadores menosprecian la
vida espiritual sin haberla probado. Consideran únicamente, dice San Bernardo,
las mortificaciones que sufren los amantes de Dios y los deleites de que se
privan; mas no ven las inefables delicias espirituales con que el Señor los
regala y acaricia. ¡Oh, si los pecadores gustasen la paz de que disfruta el
alma que sólo ama a Dios! Gustad y ved —dice David (Sal. 33, 9)— cuán suave es
el Señor. Comienza, pues, hermano mío, a
hacer la diaria meditación, a comulgar con frecuencia, a visitar devotamente el
Santísimo Sacramento; comienza a dejar el mundo y a entregarte a Dios, y verás
cómo el Señor te da, en el poco tiempo que le consagres, consuelos mayores que
los que el mundo te dio con todos sus placeres. Probad y veréis. El que no lo prueba no puede comprender cómo
Dios contenta a un alma que le ama.
AFECTOS Y PETICIONES
¡Oh amadísimo Redentor mío, cuan ciego fui
al apartarme de Vos, Sumo Bien y fuente de todo consuelo, y entregarme a los
pobres y deleznables placeres del mundo! Mi ceguedad me asombra; pero aún más
vuestra misericordia, que con tanta bondad me ha sufrido. Con todo mi corazón os agradezco que me
hayáis hecho conocer mi demencia y el deber que tengo de amaros todavía más.
Aumentad en mí el deseo y el amor. Haced, ¡oh Señor infinitamente amable !,
que, enamorado yo de Vos, contemple cómo no habéis omitido nada para que yo os
amase, y para mostrar cuánto anheláis mi amor. Si quieres, puedes purificarme
(Mt., 8, 2). Purificad, pues, mi corazón, carísimo Redentor mío; purificadle de
tanto desordenado afecto que impide os ame como quisiera amaros. No alcanzan
mis fuerzas a conseguir que mi corazón se una solamente a Vos, y a Vos sólo
ame. Don ha de ser este de vuestra gracia, que logra cuanto quiere. Desasidme
de todo; arrancad de mi alma todo lo que a Vos no se encamine, y hacedla 8
vuestra enteramente.
Me arrepiento de cuantas ofensas os hice, y
propongo consagrar a vuestro santo amor la vida que me reste. Mas Vos lo habéis
de realizar. Hacedlo por la Sangre que derramasteis para mi bien con tanto amor
y dolor. Sea gloria de vuestra omnipotencia hacer que mi corazón, antes cautivo
de terrenales afectos, arda desde ahora en amor a Vos, ¡oh Bien infinito!...
¡Madre del Amor hermoso!, alcanzadme con
vuestras súplicas que mi alma se abrase, como la vuestra, en caridad para con
Dios.
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