PUNTO TERCERO
El justo, no teme la muerte,
porque espera ir al paraíso
¿Cómo ha de temer la muerte quien espera que
después de ella será coronado en el Cielo? —dice San Cipriano—. ¿Cómo puede
temerla quien sabe que muriendo en gracia alcanzará su cuerpo la inmortalidad?
(1 Co., 15, 53). Para el que ama a Dios y desea verle —nos dice San Agustín—,
pena es la vida y alegría es la muerte. Y Santo Tomás de Villanueva dice
también: «Si la muerte halla al hombre dormido, llega como el ladrón, le
despoja, le mata y le sepulta en el abismo del infierno; mas si le halla
vigilante, le saluda como enviada de Dios, diciéndole: El Señor te aguarda a
las bodas; ven, que yo te guiaré al dichoso reino que deseas».
¡Oh, con cuánto regocijo espera la muerte el
que está en gracia de Dios para ver pronto a Jesús y oírle decir: «Muy bien,
siervo bueno y leal; porque fuiste fiel en lo poco, te pondré sobre lo mucho»
(Mt., 25, 21). ¡Ah, cómo apreciarán entonces las penitencias, oraciones, el
desasimiento de los bienes terrenos y todo lo que hicieron por Dios! El que amó
a Dios gustará el fruto de sus buenas obras (Is., 3, 10). Por esto, el Padre
Hipólito Durazzo, de la Compañía de Jesús, jamás se entristecía, sino que se
alegraba cuando moría algún religioso dando señales de salvación. «¿No sería
absurdo —dice San Crisóstomo— creer en la gloria eterna y tener lástima del que
a ella va?»
Singular consuelo darán entonces los
recuerdos de la devoción a la Madre de Dios, de los rosarios y visitas, de los
ayunos en el sábado para honra de la Virgen, de haber pertenecido a las
Congregaciones Marianas. Virgo fidelis llamamos a María. Y, en verdad,
fidelísima se muestra para consolar a sus devotos en su última hora.
Un moribundo que había sido devotísimo de la
Virgen decía al Padre Binetti: «No puede imaginarse, Padre mío, cuánto consuelo
trae en la hora de la muerte el pensamiento de haber sido devoto de la
Santísima Virgen. ¡Oh Padre, si supiese qué regocijo siento por haber servido a
esta Madre mía! ¡Ni explicarlo sé!» ¡Qué gozo sentirá quien haya amado y ame a
Jesucristo, y a menudo le haya recibido en la Sagrada Comunión, al ver llegar a
su Señor en el Santo Viático para acompañarle en el tránsito a la otra vida!
Dichoso quien pueda decirle con San Felipe: «¡Aquí está mi amor; he aquí al
amor mío; dadme mi amor!»
Y si alguno dijere: «¿Quién sabe la muerte
que me está reservada? ¿Quién sabe si, al fin, tendré muerte infeliz?» Le
preguntaré a mi vez: «¿Cuál es la causa de la muerte? Sólo el pecado.» A éste,
pues, debemos sólo temer, y no al morir. «Claro está —dice San Ambrosio— que la
amargura viene de la culpa, de la muerte.» El temor no ha de ponerse en la
muerte, sino en la vida. ¿Queréis, pues, no temer a la muerte? Vivid bien. El
que teme al Señor, bien le irá en las postrimerías (Ecl, 1, 13).
El Padre La Colombiére juzgaba por
moralmente imposible que tuviese mala muerte quien hubiere sido fiel a Dios
durante la vida. Y antes lo dijo San Agustín: «No puede morir mal quien haya
vivido bien.» El que está preparado para morir no teme ningún género de muerte,
ni aun la repentina (Sb., 4, 7). Y puesto que no podemos ir a gozar de Dios más
que por medio de la muerte, ofrezcámosle lo que por necesidad hemos de
devolverle, como nos dice San Juan Crisóstomo, y consideremos que quien ofrece
a Dios su vida practica el más perfecto acto de amor que puede ofrecerle,
porque abrazando con buena voluntad la muerte que a Dios plazca enviarle, como
quiera y cuando quiera, se hace semejante a los santos mártires. El que ama a
Dios desea la muerte, y por ella suspira, pues al morir se unirá eternamente a
Dios y se verá libre del peligro de perderle. Es, por tanto, señal de tibio
amor a Dios el no desear ir pronto a contemplarle, asegurándose así la dicha de
no perderle jamás. Entre tanto, amémosle cuanto podamos en esta vida, que para
esto sólo debe servimos: para creer en el amor divino. La medida del amor que
tuviéramos en la hora de la muerte será la que evalúe el que ha de unirnos a
Dios en la eterna bienaventuranza
AFECTOS Y PETICIONES
Unidme
a Vos, Jesús mío, de modo que no me sea posible apartarme de Vos. Hacedme
vuestro del todo antes de mi muerte, para que no estéis enojado conmigo la
primera vez que os vea. Ya que me buscasteis cuando huía de Vos, no me
desechéis ahora que os busco. Perdonadme cuantas ofensas os he hecho, que en lo
sucesivo sólo me propondré serviros y amaros. Harto hicisteis por mí dando
vuestra Sangre y vida por mi amor. Querría yo por ello, ¡oh Jesús mío!,
consumirme en vuestro amor santísimo. ¡Oh Dios de mi alma! Quiero, amaros mucho
en esta vida, para seguir amándoos en la eternidad. Atraed, Eterno Padre, mi
pobre corazón; desasidle de los afectos terrenos, heridle, inflamadle todo en
amor a Vos. Oídme por los merecimientos de Jesucristo. Otorgadme la santa
perseverancia y la gracia de pedíroslo siempre.
¡María, Madre mía, amparadme y alcanzadme
que pida siempre a vuestro divino Hijo la santa perseverancia!
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