viernes, 10 de abril de 2020

9.3. PAZ DEL JUSTO EN LA HORA DE LA MUERTE (Cont)


PUNTO TERCERO
El justo, no teme la muerte,
porque espera ir al paraíso

   ¿Cómo ha de temer la muerte quien espera que después de ella será coronado en el Cielo? —dice San Cipriano—. ¿Cómo puede temerla quien sabe que muriendo en gracia alcanzará su cuerpo la inmortalidad? (1 Co., 15, 53). Para el que ama a Dios y desea verle —nos dice San Agustín—, pena es la vida y alegría es la muerte. Y Santo Tomás de Villanueva dice también: «Si la muerte halla al hombre dormido, llega como el ladrón, le despoja, le mata y le sepulta en el abismo del infierno; mas si le halla vigilante, le saluda como enviada de Dios, diciéndole: El Señor te aguarda a las bodas; ven, que yo te guiaré al dichoso reino que deseas».

   ¡Oh, con cuánto regocijo espera la muerte el que está en gracia de Dios para ver pronto a Jesús y oírle decir: «Muy bien, siervo bueno y leal; porque fuiste fiel en lo poco, te pondré sobre lo mucho» (Mt., 25, 21). ¡Ah, cómo apreciarán entonces las penitencias, oraciones, el desasimiento de los bienes terrenos y todo lo que hicieron por Dios! El que amó a Dios gustará el fruto de sus buenas obras (Is., 3, 10). Por esto, el Padre Hipólito Durazzo, de la Compañía de Jesús, jamás se entristecía, sino que se alegraba cuando moría algún religioso dando señales de salvación. «¿No sería absurdo —dice San Crisóstomo— creer en la gloria eterna y tener lástima del que a ella va?»

   Singular consuelo darán entonces los recuerdos de la devoción a la Madre de Dios, de los rosarios y visitas, de los ayunos en el sábado para honra de la Virgen, de haber pertenecido a las Congregaciones Marianas. Virgo fidelis llamamos a María. Y, en verdad, fidelísima se muestra para consolar a sus devotos en su última hora.

   Un moribundo que había sido devotísimo de la Virgen decía al Padre Binetti: «No puede imaginarse, Padre mío, cuánto consuelo trae en la hora de la muerte el pensamiento de haber sido devoto de la Santísima Virgen. ¡Oh Padre, si supiese qué regocijo siento por haber servido a esta Madre mía! ¡Ni explicarlo sé!» ¡Qué gozo sentirá quien haya amado y ame a Jesucristo, y a menudo le haya recibido en la Sagrada Comunión, al ver llegar a su Señor en el Santo Viático para acompañarle en el tránsito a la otra vida! Dichoso quien pueda decirle con San Felipe: «¡Aquí está mi amor; he aquí al amor mío; dadme mi amor!»

   Y si alguno dijere: «¿Quién sabe la muerte que me está reservada? ¿Quién sabe si, al fin, tendré muerte infeliz?» Le preguntaré a mi vez: «¿Cuál es la causa de la muerte? Sólo el pecado.» A éste, pues, debemos sólo temer, y no al morir. «Claro está —dice San Ambrosio— que la amargura viene de la culpa, de la muerte.» El temor no ha de ponerse en la muerte, sino en la vida. ¿Queréis, pues, no temer a la muerte? Vivid bien. El que teme al Señor, bien le irá en las postrimerías (Ecl, 1, 13).

   El Padre La Colombiére juzgaba por moralmente imposible que tuviese mala muerte quien hubiere sido fiel a Dios durante la vida. Y antes lo dijo San Agustín: «No puede morir mal quien haya vivido bien.» El que está preparado para morir no teme ningún género de muerte, ni aun la repentina (Sb., 4, 7). Y puesto que no podemos ir a gozar de Dios más que por medio de la muerte, ofrezcámosle lo que por necesidad hemos de devolverle, como nos dice San Juan Crisóstomo, y consideremos que quien ofrece a Dios su vida practica el más perfecto acto de amor que puede ofrecerle, porque abrazando con buena voluntad la muerte que a Dios plazca enviarle, como quiera y cuando quiera, se hace semejante a los santos mártires. El que ama a Dios desea la muerte, y por ella suspira, pues al morir se unirá eternamente a Dios y se verá libre del peligro de perderle. Es, por tanto, señal de tibio amor a Dios el no desear ir pronto a contemplarle, asegurándose así la dicha de no perderle jamás. Entre tanto, amémosle cuanto podamos en esta vida, que para esto sólo debe servimos: para creer en el amor divino. La medida del amor que tuviéramos en la hora de la muerte será la que evalúe el que ha de unirnos a Dios en la eterna bienaventuranza

AFECTOS Y PETICIONES

    Unidme a Vos, Jesús mío, de modo que no me sea posible apartarme de Vos. Hacedme vuestro del todo antes de mi muerte, para que no estéis enojado conmigo la primera vez que os vea. Ya que me buscasteis cuando huía de Vos, no me desechéis ahora que os busco. Perdonadme cuantas ofensas os he hecho, que en lo sucesivo sólo me propondré serviros y amaros. Harto hicisteis por mí dando vuestra Sangre y vida por mi amor. Querría yo por ello, ¡oh Jesús mío!, consumirme en vuestro amor santísimo. ¡Oh Dios de mi alma! Quiero, amaros mucho en esta vida, para seguir amándoos en la eternidad. Atraed, Eterno Padre, mi pobre corazón; desasidle de los afectos terrenos, heridle, inflamadle todo en amor a Vos. Oídme por los merecimientos de Jesucristo. Otorgadme la santa perseverancia y la gracia de pedíroslo siempre.

   ¡María, Madre mía, amparadme y alcanzadme que pida siempre a vuestro divino Hijo la santa perseverancia!

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