Memorare nivissima tua et in
Aeternum non peccabis.
Acuérdate de tus postrimerías
y nunca jamás pecarás.
Eccli., VII, 40.
PUNTO PRIMERO
Hay que prepararse para la
muerte antes de que llegue
Todos confesamos que hemos de morir, que sólo
una vez hemos de morir, y que no hay cosa más importante que ésta, porque del
trance de la muerte dependen la eterna bienaventuranza o la eterna desdicha.
Todos sabemos también que de vivir bien o mal procede el tener buena o mala
muerte. ¿Por qué acaece, pues, que la mayor parte de los cristianos viven como
si nunca hubiesen de morir, o como si el morir bien o mal importase poco? Se
vive mal porque no se piensa en la muerte: «Acuérdate de tus postrimerías y no
pecarás jamás.»
Preciso es convencernos de que la hora de la
muerte no es propia para arreglar cuentas y asegurar con ellas el gran negocio
de la salvación. Los prudentes del mundo toman oportunamente en los asuntos
temporales todas las precauciones necesarias para obtener la ganancia, el
cargo, el enlace convenientes, y con el fin de conservar o restablecer la salud
del cuerpo, no desdeñan usar de los remedios adecuados. ¿Qué se diría del que,
teniendo que presentarse en público concurso para ganar una cátedra, no
quisiese adquirir la indispensable instrucción hasta el momento de acudir a los
ejercicios? ¿No seria un loco el jefe de una plaza que aguardase a verla
sitiada para hacer los abastecimientos de vituallas, armas y municiones? ¿No
sería insensato el navegante que esperase la tempestad para proveerse de
áncoras y cables? Pues tal es el cristiano que difiere hasta la hora de la
muerte el arreglo de su conciencia.
«Cuando se echare encima la destrucción como
una tempestad, entonces me llamarán, y no iré; comerán los frutos de su camino»
(Pr., 1, 27, 28 y 31). La hora de la muerte es tiempo de confusión y de
tormenta. Entonces los pecadores pedirán el auxilio de Dios, pero sin
conversión verdadera, sino sólo por el temor del infierno, que ya verán
cercano, y por eso justamente no podrán gustar otros frutos que los de su mala
vida. «Aquello que sembrare el hombre, eso también segará» (Ga., 6, 8). No
bastará recibir los sacramentos, sino que será preciso morir aborreciendo el
pecado- y amando a Dios sobre todas las cosas. Mas, ¿cómo aborrecerá los
placeres ilícitos quien hasta entonces los haya amado? ¿Cómo habrá de amar a
Dios sobre todas las cosas el que hasta aquel instante hubiere amado a las
criaturas mas que a Dios?
Necias llamó el Señor —y en verdad lo eran— a
las vírgenes que iban a preparar las lámparas cuando ya llegaba el Esposo.
Todos temen la muerte repentina, que impide ordenar las cuentas del alma. Todos
confiesan que los Santos fueron verdaderos sabios, porque supieron prepararse a
morir antes que llegase la muerte. Y nosotros, ¿qué hacemos? ¿Queremos correr
el peligro de no disponernos a bien morir hasta que la muerte se avecine?
Hagamos ahora lo que en ese trance quisiéramos haber hecho. ¡Oh, qué tormento
traerá la memoria del tiempo perdido, y, sobré todo, del malamente empleado!
Tiempo de merecer que Dios nos concedió y que pasó para nunca volver. ¡Qué
angustias nos dará el pensamiento de que ya no es posible hacer penitencia, ni
frecuentar los sacramentos, ni oír la palabra de Dios, ni visitar en el templo
a Jesús Sacramentado, ni hacer oración! Lo hecho, hecho está. Menester sería
juicio sanísimo, quietud y serenidad para confesar bien, disipar graves
escrúpulos y tranquilizar la conciencia, ¡ pero ya no es tiempo! (Ap., 10, 6).
AFECTOS Y PETICIONES
¡Oh Dios mío! Si yo hubiera muerto en
aquella ocasión que sabéis, ¿dónde estaría ahora? Os doy gracias por haberme
esperado y por todo ese tiempo en que debiera haberme hallado en el infierno,
desde aquel instante en que os ofendí. Dadme luz y conocimiento del gran mal
que hice al perder voluntariamente vuestra gracia, que merecisteis para mí con
vuestro sacrificio en la cruz. Perdonadme, pues, Jesús mío, que yo me
arrepiento de todo corazón y sobre todos los males de haber menospreciado
vuestra bondad infinita. Espero que me habréis perdonado. Ayudadme, Salvador
mío, para que no vuelva a perderos jamás. ¡Ah Señor! Si volviese a ofenderos
después de haber recibido de Vos tantas luces y gracias, ¿no sería digno de un
infierno sólo creado para mí? ¡No lo permitáis, por los merecimientos de la
Sangre que por mí derramasteis! Dadme la santa perseverancia; dadme vuestro
amor. Os amo, Sumo Bien mío; no quiero dejar de amaros jamás. Tened, Dios mío,
misericordia de mí, por el amor de Jesucristo.
Encomendadme a Dios, ¡oh Virgen María!, que
vuestros ruegos nunca son desechados por aquel Señor que tanto os ama.
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