Qui perseverarerit usque in
finem,
hic salvus erlt.
El que
persevere hasta el fin,
éste será salvo.
Mt., 24, 13.
PUNTO PRIMERO
Necesidad de la perseverancia:
el primer enemigo, el demonio
Dice San Jerónimo que muchos
empiezan bien, pero pocos son los que perseveran. Bien comenzaron un Saúl, un
Judas, un Tertuliano; pero acabaron mal, porque no perseveraron como debían. En
los cristianos no se busca el principio, sino el fin. El Señor —prosigue
diciendo el Santo— no exige solamente el comienzo de la buena vida, sino su
término; el fin es el que alcanzará la recompensa. De aquí que San Lorenzo
Justiniano llame a la perseverancia puerta del Cielo. Quien no hallare esa
puerta no podrá entrar en la gloria.
Tú, hermano mío, que dejaste
el pecado y esperas con razón que habrán sido perdonadas tus culpas, disfrutas
de la amistad de Dios; pero todavía no estás en salvo ni lo estarás mientras no
hayas perseverado hasta el fin (Mt., 10, 22). Empezaste la vida buena y santa.
Da por ello mil veces gracias a Dios; mas advierte que, como dice San Bernardo,
al que comienza se le ofrece no más el premio, y únicamente se le da al que
persevera. No basta correr en el
estadio, sino proseguir hasta alcanzar la corona, dice el Apóstol (1 C., 9,
24). Has puesto mano en el arado; has principiado a bien vivir; pues ahora más
que nunca debes temer y temblar...( Fíl., 2, 12). ¿Por qué?... Porque si, lo
que Dios no quiera, volvieses la vista atrás y tomases a la mala vida, te
excluiría Dios del premio de la gloria (Lc., 9, 62). Ahora, por la gracia de Dios, huyes de las
ocasiones malas y peligrosas, frecuentas los sacramentos, haces cada día
meditación espiritual... Dichoso tú si así continúas, y si nuestro Señor
Jesucristo así te halla cuando venga a juzgarte (Mt., 24, 46). Más no creas que
por haberte resuelto a servir a Dios se te hayan acabado las tentaciones y no
vuelvan a combatirte más. Oye lo que dice el Espíritu Santo (Ecl., 2, 1):
«Hijo, cuando llegues al servicio de Dios, prepara tu alma a la tentación.»
Sabe, pues, que ahora más que nunca debes prepararte para el combate; porque
nuestros enemigos, el mundo, el demonio y la carne, ahora más que nunca se
aprestarán a moverte guerra con el fin de que pierdas cuanto hubieres
conquistado. San Dionisio Cartusiano afirma que cuanto más se entrega uno a
Dios, con tanto mayor empeñó procura el infierno vencerle. Y esta verdad se
declara bastantemente en el Evangelio de San Lucas (11, 24-26), donde dice:
«Cuando un espíritu inmundo ha salido de un hombre, anda por lugares áridos
buscando reposo, y no hallándole, dice: Me volveré a mi casa, de donde salí...
Entonces va y toma consigo otros siete espíritus peores que él, y entran dentro
y moran allí. Y lo postrero de aquel hombre es peor que lo primero»; o sea:
cuando el demonio se ve arrojado de un alma no halla descanso ni reposo, y
emplea todas sus fuerzas en procurar dominarla de nuevo. Pide auxilio a otros
espíritus del mal, y si consigue entrar otra vez en aquella alma, le producirá
segunda ruina, más grave que la primera.
Considerad, pues, qué armas
vais a emplear para defenderos de esos enemigos y conservar la gracia de
Dios. Para no ser vencidos del demonio
no hay mejor arma que la oración. Dice San Pablo (Ef., 6, 12) que no tenemos
que pelear contra hombres de carne y hueso como nosotros, sino contra los
príncipes y potestades del infierno, con lo cual quiere advertirnos que
carecemos de fuerzas para resistir a tanto poder, y que, por consiguiente,
necesitamos que Dios nos ayude. Con ese auxilio lo podemos todo, decía el
Apóstol (Fil., 4, 13), y todos debemos repetir lo mismo. Pero ese auxilio no se
alcanza más que pidiéndole en la oración. Pedid y recibiréis. No nos fiemos de
nuestros propósitos, que si en ellos confiamos estaremos perdidos. Toda nuestra
confianza, cuando el demonio nos tentare, la hemos de poner en la ayuda de
Dios, encomendándonos a Jesús y a María Santísima. Y muy especialmente debemos
hacer esto en las tentaciones contra la castidad, porque son las más temibles y
las que ofrecen al demonio más frecuentes victorias. Por nosotros mismos no
disponemos de fuerzas para conservar la castidad. Dios ha de dárnoslas. «Y como
llegué a entender —exclama Salomón (Sb., 8, 21)— que de otra manera no podía
alcanzar continencia si Dios no me la daba..., acudí al Señor y le rogué.»
Preciso es, pues, en tales tentaciones, acudir en seguida a Jesucristo y a su
Santa Madre, e invocar a menudo los santísimos nombres de Jesús y María. Quien
así lo hiciere, vencerá. El que no lo haga será vencido.
AFECTOS Y PETICIONES
«No me arrojes de tu presencia.» ¡Ah Dios
mío!, no me arrojéis lejos de Vos. Bien sé que jamás me abandonaréis si yo no
soy el primero en abandonaros; pero lo
que mayor temor me inspira es mi propia debilidad. Vos, Señor, me habéis de dar
las fuerzas necesarias para luchar contra el infierno, que pretende otra vez
hacerme esclavo suyo.
Os lo pido por amor a Jesucristo. Hagamos, Salvador
mío, entre los dos una paz perpetua, que nunca jamás pueda romperse, y para
esto dadme vuestro santo amor ; porque, como dice vuestro Apóstol: El que no
ama, muerto está. De esta suerte infeliz Vos me habéis de salvar, ¡ oh Dios
del alma mía! Bien sabéis que estaba perdido, y a vuestra bondad debo el
hallarme en el estado en que ahora me veo, con la esperanza de haber recobrado
vuestra divina gracia. Por la amarguísima muerte que por mí padecisteis, no
permitáis, ¡ oh Jesús mío!, que vuelva voluntariamente a perderos. Os amo sobre
todas las cosas. Espero vivir ligado siempre con las cadenas de vuestro amor, y
con ellas morir y con ellas vivir eternamente.
¡Oh María, llamada la Madre de la
perseverancia! Pues sois la dispensadora de este gran don, a Vos lo pido y de
Vos lo espero.
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