viernes, 10 de abril de 2020

31.1. DE LA PERSEVERANCIA

  Qui perseverarerit usque in
                                        finem, hic salvus erlt.
El que persevere hasta el fin,
                                                 éste será salvo.
Mt., 24, 13.

PUNTO PRIMERO
Necesidad de la perseverancia:
el primer enemigo, el demonio

   Dice San Jerónimo que muchos empiezan bien, pero pocos son los que perseveran. Bien comenzaron un Saúl, un Judas, un Tertuliano; pero acabaron mal, porque no perseveraron como debían. En los cristianos no se busca el principio, sino el fin. El Señor —prosigue diciendo el Santo— no exige solamente el comienzo de la buena vida, sino su término; el fin es el que alcanzará la recompensa. De aquí que San Lorenzo Justiniano llame a la perseverancia puerta del Cielo. Quien no hallare esa puerta no podrá entrar en la gloria.

   Tú, hermano mío, que dejaste el pecado y esperas con razón que habrán sido perdonadas tus culpas, disfrutas de la amistad de Dios; pero todavía no estás en salvo ni lo estarás mientras no hayas perseverado hasta el fin (Mt., 10, 22). Empezaste la vida buena y santa. Da por ello mil veces gracias a Dios; mas advierte que, como dice San Bernardo, al que comienza se le ofrece no más el premio, y únicamente se le da al que persevera.  No basta correr en el estadio, sino proseguir hasta alcanzar la corona, dice el Apóstol (1 C., 9, 24). Has puesto mano en el arado; has principiado a bien vivir; pues ahora más que nunca debes temer y temblar...( Fíl., 2, 12). ¿Por qué?... Porque si, lo que Dios no quiera, volvieses la vista atrás y tomases a la mala vida, te excluiría Dios del premio de la gloria (Lc., 9, 62).  Ahora, por la gracia de Dios, huyes de las ocasiones malas y peligrosas, frecuentas los sacramentos, haces cada día meditación espiritual... Dichoso tú si así continúas, y si nuestro Señor Jesucristo así te halla cuando venga a juzgarte (Mt., 24, 46). Más no creas que por haberte resuelto a servir a Dios se te hayan acabado las tentaciones y no vuelvan a combatirte más. Oye lo que dice el Espíritu Santo (Ecl., 2, 1): «Hijo, cuando llegues al servicio de Dios, prepara tu alma a la tentación.» Sabe, pues, que ahora más que nunca debes prepararte para el combate; porque nuestros enemigos, el mundo, el demonio y la carne, ahora más que nunca se aprestarán a moverte guerra con el fin de que pierdas cuanto hubieres conquistado. San Dionisio Cartusiano afirma que cuanto más se entrega uno a Dios, con tanto mayor empeñó procura el infierno vencerle. Y esta verdad se declara bastantemente en el Evangelio de San Lucas (11, 24-26), donde dice: «Cuando un espíritu inmundo ha salido de un hombre, anda por lugares áridos buscando reposo, y no hallándole, dice: Me volveré a mi casa, de donde salí... Entonces va y toma consigo otros siete espíritus peores que él, y entran dentro y moran allí. Y lo postrero de aquel hombre es peor que lo primero»; o sea: cuando el demonio se ve arrojado de un alma no halla descanso ni reposo, y emplea todas sus fuerzas en procurar dominarla de nuevo. Pide auxilio a otros espíritus del mal, y si consigue entrar otra vez en aquella alma, le producirá segunda ruina, más grave que la primera.

   Considerad, pues, qué armas vais a emplear para defenderos de esos enemigos y conservar la gracia de Dios.  Para no ser vencidos del demonio no hay mejor arma que la oración. Dice San Pablo (Ef., 6, 12) que no tenemos que pelear contra hombres de carne y hueso como nosotros, sino contra los príncipes y potestades del infierno, con lo cual quiere advertirnos que carecemos de fuerzas para resistir a tanto poder, y que, por consiguiente, necesitamos que Dios nos ayude. Con ese auxilio lo podemos todo, decía el Apóstol (Fil., 4, 13), y todos debemos repetir lo mismo. Pero ese auxilio no se alcanza más que pidiéndole en la oración. Pedid y recibiréis. No nos fiemos de nuestros propósitos, que si en ellos confiamos estaremos perdidos. Toda nuestra confianza, cuando el demonio nos tentare, la hemos de poner en la ayuda de Dios, encomendándonos a Jesús y a María Santísima. Y muy especialmente debemos hacer esto en las tentaciones contra la castidad, porque son las más temibles y las que ofrecen al demonio más frecuentes victorias. Por nosotros mismos no disponemos de fuerzas para conservar la castidad. Dios ha de dárnoslas. «Y como llegué a entender —exclama Salomón (Sb., 8, 21)— que de otra manera no podía alcanzar continencia si Dios no me la daba..., acudí al Señor y le rogué.» Preciso es, pues, en tales tentaciones, acudir en seguida a Jesucristo y a su Santa Madre, e invocar a menudo los santísimos nombres de Jesús y María. Quien así lo hiciere, vencerá. El que no lo haga será vencido.

AFECTOS Y PETICIONES
   «No me arrojes de tu presencia.» ¡Ah Dios mío!, no me arrojéis lejos de Vos. Bien sé que jamás me abandonaréis si yo no soy el primero en abandonaros; pero lo que mayor temor me inspira es mi propia debilidad. Vos, Señor, me habéis de dar las fuerzas necesarias para luchar contra el infierno, que pretende otra vez hacerme esclavo suyo.

   Os lo pido por amor a Jesucristo. Hagamos, Salvador mío, entre los dos una paz perpetua, que nunca jamás pueda romperse, y para esto dadme vuestro santo amor ; porque, como dice vuestro Apóstol: El que no ama, muerto está. De esta suerte infeliz Vos me habéis de salvar, ¡ oh Dios del alma mía! Bien sabéis que estaba perdido, y a vuestra bondad debo el hallarme en el estado en que ahora me veo, con la esperanza de haber recobrado vuestra divina gracia. Por la amarguísima muerte que por mí padecisteis, no permitáis, ¡ oh Jesús mío!, que vuelva voluntariamente a perderos. Os amo sobre todas las cosas. Espero vivir ligado siempre con las cadenas de vuestro amor, y con ellas morir y con ellas vivir eternamente.

   ¡Oh María, llamada la Madre de la perseverancia! Pues sois la dispensadora de este gran don, a Vos lo pido y de Vos lo espero.

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