PUNTO TERCERO
Dios misericordioso acoge al
pecador arrepentido.
A veces los príncipes de la tierra desdeñan
mirar a los vasallos que acuden a implorar perdón. mas no procede así Dios con
nosotros. «No os volverá el rostro si contritos acudiereis a Él» (2 c., 30, 9).
No; Dios no oculta su rostro a los que se convierten. Antes bien, Él mismo los
invita y les promete recibirlos apenas lleguen... (Jer., 3, 1; zac., 1, 3). ¡Oh,
con cuánto amor y ternura abraza Dios al pecador que vuelve a Él! claramente
nos lo enseñó Jesucristo con la
parábola del buen pastor (Lc.,
15, 5), que, hallando la ovejuela perdida, la pone amorosamente sobre sus
hombros, y convida a sus amigos para que con él se regocijen (Lc., 15, 6). Y San
Lucas añade (Lc., 15, 7): «Habrá gozo en el cielo por un pecador que hiciere
penitencia.» Lo mismo significó el Redentor con la parábola del hijo pródigo,
cuando declaró que Él es aquel padre que, al ver que regresa el hijo perdido,
sale a su encuentro, y antes que le hable, le abraza y le besa, y ni aun con
esas tiernas caricias puede expresar el consuelo que siente.
Llega el Señor hasta asegurar que, si el
pecador se arrepiente, Él se olvidará de los pecados, como si jamás aquél le
hubiera ofendido. No repara en decir «Venid y acusadme —dice el Señor (Is., 1,
18; Ez, 18, 21-22)—; si fueren vuestros pecados como la grana, como nieve serán
emblanquecidos; o sea: «venid, pecadores, y si no os perdono, reprendedme y
tratadme de infiel...» Mas no, que Dios no sabe despreciar un corazón que se
humilla y se arrepiente (Sal. 50, 19). Gloríase el Señor en usar de
misericordia, perdonando a los pecadores (Is., 30, 18). ¿Y cuándo perdona?...
al instante (Is., 30, 19). Pecador, dice el profeta, no tendrás que llorar mucho.
en cuanto derrames la primera lágrima, el Señor tendrá piedad de ti (Is., 30,
19). No procede Dios con nosotros como nosotros con él. Dios nos llama, y
nosotros no queremos oír. Dios, no. Apenas
nos arrepintamos, y le pedimos perdón, el Señor nos responde y perdona.
AFECTOS Y SÚPLICAS
¡Oh Dios mío! ¿Contra quién me he atrevido a
resistir?... Contra Vos, Señor, que sois la bondad misma, y me habéis creado y
habéis muerto por mí, y me habéis conservado, a pesar de mis repetidas
traiciones... La sola consideración de la paciencia con que me habéis tratado
debiera bastar para que mi corazón viviese siempre ardiendo en vuestro amor. ¿Quién
hubiera podido sufrir las ofensas que os hice, como las sufristeis vos? ¡Desdichado
de mí si volviese a ofenderos y me condenase. ¡Esa misericordia con que me
favorecisteis sería para mí, ¡oh Dios!, un infierno más intolerable que el
infierno mismo. No, Redentor mío; no permitáis que vuelva a separarme de Vos. Antes
morir... veo que vuestra misericordia no puede ya sufrir mi maldad. Pero me
arrepiento, ¡oh Sumo Bien!, de haberos ofendido; os amo con todo mi corazón y
propongo entregaros por completo la vida que me resta... Oídme, Eterno Padre, y por los merecimientos
de Jesucristo concededme la santa perseverancia y vuestro santo amor. Oídme, Jesús
mío, por la sangre que derramasteis por mí: te ergo quaesumus tuis famulis
subveni, quos praetioso sanguine redemisti.
¡Oh
María!, Madre mía, vuelve a mí tus ojos misericordiosos: illos tuos misencordes
óculos ad me converte; y úneme enteramente a Dios.
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