PUNTO SEGUNDO
Dios misericordioso llama al
pecador penitencia.
Consideramos,
además, la misericordia de Dios cuando llama al pecador a penitencia... Rebelóse
Adán contra Dios, y ocultóse después. Mas el Señor, que veía perdido a Adán,
iba buscándole, y casi sollozando le llamaba: «Adán, ¿dónde estás?...» (Gn., 3,
9). «Palabras de un padre —dice el P. Pereira— que busca al hijo que ha
perdido.»
Lo mismo ha hecho dios contigo muchas veces, hermano mío. Huías de Dios,
y Dios te buscaba, ora con inspiraciones, ora con remordimientos de conciencia,
ya por medio de pláticas santas, ya con tribulaciones o con la muerte de tus
deudos y amigos. No parece sino que, hablando de ti, exclamara Jesucristo: «casi
perdí la voz, hijo mío, a fuerza de llamarte» (Sal. 68, 4). «Considerad,
pecadores —dice Santa Teresa— que, os llama aquel Señor que un día os ha de
juzgar.»
¿Cuántas veces, cristiano, te mostraste
sordo con el Dios que te llamaba? Harto merecías que no te llamase más. Pero tu
Dios no deja de buscarte, porque quiere, para que te salves, que estés en paz
con Él... ¿Quién es el que te llama? un Dios
de infinita majestad. ¿Y qué eres tú sino un gusano miserable y vil?... ¿Y para
qué te llama? No más que para restituirte la vida de la gracia, que tú habías
perdido. Convertíos y vivid (Ez., 18, 32). Con el fin de recuperar la divina
gracia, poco haría cualquiera aunque viviese por toda su vida en el desierto. Pero
Dios te ofrecía darte de nuevo su gracia en un momento, y tú la rechazaste. Y
con todo, Dios no te ha abandonado, sino que se acerca a ti y te busca
solícito, y lamentándose te dice: «¿Por qué, hijo mío, quieres condenarte» (Ez.,
18, 31).
Siempre que el hombre comete un pecado
mortal, arroja de su alma a Dios. Pero el Señor ¿qué hace?... Llégase a la puerta de aquel ingrato, y clama
(Ap., 3, 20); pide al alma que le deje entrar (Cant., 5, 2), y ruega hasta
cansarse (Serm., 15, 6). sí, dice San Dionisio Areopagita; Dios, como amante
despreciado, busca al pecador y le suplica que no se pierda. Y eso mismo
manifestó San Pablo (2 Co., 5, 20) cuando escribía a sus discípulos: «Os
rogamos por Cristo que os reconciliéis con Dios.» Bellísima es la consideración
que sobre este texto hace San Juan Crisóstomo: «El mismo Cristo —dice— os
ruega... ¿Y qué os ruega? Que os reconciliéis con Dios. De suerte que Él no es
enemigo vuestro, sino vosotros de Él.» Con lo cual manifiesta el santo que no
es el pecador quien ha de esforzarse en conseguir que Dios se mueva a
reconciliarse con él, sino que basta con que se resuelva a aceptar la amistad
divina, puesto que él y no Dios es quien se niega a hacer la paz.
Ah! Este bondadosísimo Señor acércase sin
cesar a los innumerables pecadores y les va diciendo: «¡Ingratos! No huyáis de Mí...
¿Por qué huís? decídmelo. Yo deseo vuestro bien, y sólo procuro haceros
dichosos... ¿Por qué queréis perderos?» ¿Y Vos, Señor, qué es lo que hacéis? ¿Por
qué tanta paciencia y tanto amor para con estos rebeldes? ¿Qué bienes esperáis
de ellos? ¿Qué honra buscáis mostrándoos tan apasionado de estos viles gusanos
de la tierra que huyen de vos? «¿Qué cosa es el hombre para que le engrandezcas?...
O ¿Por qué pones sobre él tu corazón?» (Jb., 7, 17).
AFECTOS Y PETICIONES
Aquí tenéis, Señor, a vuestras plantas un
ingrato que os pide misericordia: Padre mío, perdonadme. Os llamo Padre, porque
Vos queréis que os llame así. No merezco compasión, porque cuanto más bondadoso
fuisteis para conmigo, tanto más ingrato fui yo con Vos. Por esa misma bondad
que os movió, Dios mío, a no desampararme cuando yo huía de vos, recibidme
ahora que a Vos vuelvo. Dadme, Jesús mío, gran dolor de las ofensas que os
hice, y con él vuestro beso de paz. Me arrepiento, sobre todo, de las ofensas
que os hice, y las detesto y abomino, uniendo este aborrecimiento al que
sentisteis Vos, ¡oh
Redentor mío!, en el huerto
de Getsemaní. Perdonadme, pues, por los merecimientos de la preciosa sangre que
por mí en aquel huerto derramasteis, y yo os ofrezco resueltamente nunca más
apartarme de vos y arrojar de mi corazón todo afecto que para vos no sea. Jesús,
amor mío, os amo sobre todas las cosas, quiero amaros siempre y no amar más que
a Vos. pero dadme, Señor, fuerza para lograrlo. hacedme enteramente vuestro.
¡Oh María, mi esperanza, Madre de
misericordia, compadeceos de mí y rogad por mí a Dios!
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