PUNTO TERCERO
Cuánto arriesga la salvación
eterna el
que demora prepararse para la
muerte
Estote
parati. No dice el Señor que nos preparemos cuando llegue la muerte, sino
que estemos preparados. En el trance de morir, en medio de aquella tempestad y
confusión es casi imposible ordenar una conciencia enredada. Así nos lo muestra
la razón. Y así nos lo advirtió Dios, diciendo que no vendrá entonces a
perdonar, sino a vengar el desprecio que hubiéremos hecho de su gracia (Ro.,
12. 19). Justo castigo —dice San Agustín—será el que no pueda salvarse cuando
quisiere quien cuando pudo no quiso. Quizá diga alguno: ¿Quién sabe? Tal vez
podrá ser que entonces me convierta y me salve... Pero ¿os arrojaríais a un
pozo diciendo: ¿Quién sabe?, ¿podrá ser que me arroje aquí, y que, sin embargo,
quede vivo y no muera? ¡Oh Dos mío!, ¿qué es esto? ¡Cómo nos ciega el pecado y
nos hace perder hasta la razón! Los hombres, cuando se trata del cuerpo, hablan
como sabios y como locos si del alma se trata.
¡Oh hermano mío! ¿Quién sabe si este último
punto que lees será el postrer aviso que Dios te envía? Preparémonos sin demora
para la muerte, a fin de que no nos halle inadvertidos. San Agustín (Hom., 13)
dice que el Señor nos oculta la última hora de la vida con objeto de que todos
los días estemos dispuestos a morir.
San Pablo nos avisa (Fil. 2, 12) que debemos
procurar la salvación no sólo temiendo, sino temblando. Refiere San Antonino
que cierto rey de Sicilia, para manifestar a un privado el gran temor con que
se sentaba en el trono, le hizo sentar a la mesa bajo una espada qué pendía de
un hilo sutilísimo sobre la cabeza, de suerte que el convidado, viéndose de tal
modo, apenas pudo tomar un poco de alimento. Pues todos estamos en igual
peligro, ya que en cualquier instante puede caer en nosotros la espada de la
muerte, resolviendo el negocio 48 de la eterna salvación.
Se trata de la eternidad. Si el árbol cayera
hacia el Septentrión o hada el Mediodía, en cualquier lugar en que cayere, allí
quedará (Ecl., 11, 3). Si al llegar la muerte, nos halla en gracia, ¿qué
alegría no sentirá el alma, viendo que todo lo tiene seguro, que no puede ya
perder a Dios, y que por siempre será feliz? Mas si la muerte sorprende el
ánima en pecado, ¡ qué desesperación tendrá el pecador, al decir: En error caí
(Sb., 5, 6), y mi engaño eternamente quedará sin remedio! Por ese temor decía
el Santo P. M. Avila, apóstol de España, cuando se le anunció que iba a morir:
¡Oh, si tuviera un poco más de tiempo para prepararme a la muerte! Por eso
mismo, el abad Agatón, aunque murió después de haber hecho penitencia muchos
años, decía: ¿Qué será de mí? ¿Quién sabe los juicios de Dios? También San
Arsenio tiembla en la hora de su muerte; y como sus discípulos le preguntaran
por qué temía tanto: Hijos míos—les respondió—«o es en mí nuevo ese temor; lo
tuve siempre en toda mi vida. Y aún más temblaba el santo Job, diciendo: ¿Qué
haré cuando Dios se levante para juzgarme, y qué le responderé cuando me
interrogue? Lib. 3, De Lib. Arb.
AFECTOS Y SÚPLICAS
¡Oh Dios mío! ¿Quién me ha amado más que
Vos? ¿Y quién os ha despreciado y ofendido más que yo? ¡ Oh Sangre, oh llagas
de Cristo, mi esperanza sois! Eterno Padre, no miréis mis pecados. Mirad las
llagas de Cristo Jesús; mirad a vuestro Hijo muy amado, que muere por mí de
dolor y os pide que me perdonéis. 49 Pésame más que de todo mal, Creador mío,
de haberos injuriado. Me creasteis para que os amase, y he vivido como si
hubiese sido creado para ofenderos. Por amor a Jesucristo, perdonadme y
otorgadme la gracia de amaros. Si antes resistí a vuestra santa voluntad, ahora
no quiero más resistir, sino hacer cuanto me ordenéis. Y pues mandáis que me
resuelva a no ofenderos, hago el firme propósito de perder mil veces la vida
antes que vuestra gracia. Me mandáis que os ame con todo mi corazón; pues de
todo corazón os amo, y a nadie quiero amar, sino a Vos. Desde hoy seréis el
único amado de mi alma, mi único amor. Os pido el don de la perseverancia y de
Vos lo espero. Por el amor a Jesús, haced que yo sea siempre fiel, y pueda
decir con San Buenaventura: Uno solo es mí Amado; uno sólo es mí amor. No, no
quiero que me sirva la vida para ofenderos, sino para llorar las ofensas que os
hice y para amaros mucho.
¡Oh María. Madre mía, que rogáis por cuantos
a Vos se encomiendan, rogad también a Jesús por mí!
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