Petite et dabitur vobis ..., omnís
enim qui petit, accipit.
Pedid y se os dará..., porque
todo aquel que pide, recibe.
Lc., 11, 9-10.
PUNTO PRIMERO
De la eficacia de la oración.
No sólo en éstos, sino en
otros muchos lugares del Antiguo y Nuevo Testamento promete Dios oír a los que
se encomiendan a Él: Clama a Mi, y te oiré (Jer., 33, 3). Invócame..., y te libraré (Sal. 49, 15). «Si
algo pidiereis en mi nombre, Yo lo haré» (Jn., 14, 14). «Pediréis lo que
quisiereis, y se os otorgará» (Jn., 15, 7). Y otros varios textos semejantes.
La oración es una, dice
Teodoreto; y, sin embargo, puede alcanzarnos todas las cosas; pues, como afirma
San Bernardo, el Señor nos da, o lo que pedimos en la oración, u otra gracia
para nosotros más conveniente. Por esa
razón, el Profeta (Sal. 85, 5) nos mueve a que oremos, asegurándonos que el
Señor es todo misericordia para cuantos le invocan y acuden a Él. Y todavía con
más eficacia nos exhorta el Apóstol Santiago, diciéndonos que cuando rogamos a
Dios nos concede más de lo que pedimos, sin reprocharnos las ofensas que le
hemos hecho. No parece sino que, al oír
nuestra oración, olvida nuestras culpas.
San Juan Clímaco dice que la
oración hace, en cierto modo, violencia a Dios, y le fuerza a que nos conceda
lo que le pidamos. Fuerza —escribe Tertuliano— que es muy grata al Señor y que
la desea de nosotros, pues, como dice San Agustín, mayores deseos tiene Dios de
darnos bienes que nosotros de recibirlos, porque Dios, por su naturaleza, es la
Bondad infinita, según observa San León, 87 y’ se complace siempre en
comunicarnos sus bienes. Dice Santa
María Magdalena de Pazzi que Dios queda, en cierto modo, obligado con el alma
que le ruega, porque ella misma ofrece así ocasión de que el Señor satisfaga su
deseo de dispensarnos gracias y favores. Y David decía (Sal. 55, 10) que esta
bondad del Señor, al oírnos y complacernos cuando le dirigimos nuestras
súplicas, le demostraba que Él era el verdadero Dios. Sin razón se quejan algunos de que no hallan
propicio a Dios —advierte San Bernardo—; pero con mayor motivo se lamenta el
Señor de que muchos le ofenden dejando de acudir a El para pedirle gracias.
Por eso nuestro Redentor dijo
a sus discípulos (Jn., 16, 24): Hasta ahora no habéis pedido nada en mi
nombre. Pedid y recibiréis, para que
vuestro gozo sea completo; o sea: «No os quejéis de Mí si no sois plenamente
felices; quejaos de vosotros mismos que no me habéis pedido las gracias que os
tengo preparadas. Pedid, pues, y quedaréis contentos.» Los antiguos monjes
afirmaban que no hay ejercicio más provechoso para alcanzar la salvación que la
oración continua, diciendo: auxiliadme, Señor. Deus in adjutorium meum intende.
Y el venerable P. Séñeri refiere de sí mismo que solía en sus meditaciones
conceder largo espacio a los piadosos afectos; pero que después, persuadido de
la gran eficacia de la oración, procuraba emplear en las súplicas la mayor
parte del tiempo...
Hagamos siempre lo mismo,
porque nuestro Señor nos ama en extremo, desea mucho nuestra salvación y se
muestra solícito en oír lo que le pedimos. Los príncipes del mundo a pocos dan
audiencia, dice San Juan Crisóstomo (3); pero Dios la concede a todo el que la
pide.
AFECTOS Y PETICIONES
Os adoro, Eterno Dios, y os
doy gracias por todos los beneficios que me habéis concedido, creándome,
redimiéndome por medio de mi Señor Jesucristo, haciéndome hijo de su santa Iglesia,
esperándome cuando me hallaba en pecado y perdonándome muchas veces: ¡Ah Dios
mío!, no os hubiera ofendido si en las tentaciones hubiese acudido a Vos....
Gracias también os doy porque me habéis enseñado qué toda mi felicidad se funda
en la oración, en pediros los dones que necesito. Yo os pido, pues, en nombre de Jesucristo,
que me deis gran dolor de mis culpas, la perseverancia en vuestra gracia, buena
y piadosa muerte y la gloria eterna, y, sobre todo, el sumo don de vuestro amor
y la perfecta conformidad con vuestra voluntad santísima. Harto sé que no lo
merezco, pero lo ofrecisteis a quien lo pidiere en nombre de Cristo, y yo, por
los merecimientos de Jesucristo, lo pido y espero...
¡Oh María!, vuestras súplicas
alcanzan cuanto piden.
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