viernes, 10 de abril de 2020

35.2. DE LA AMOROSA PRESENCIA DE JESUCRISTO EN EL SANTÍSIMO SACRAMENTO (Cont)


PUNTO SEGUNDO
Jesús, en el Santísimo Sacramento, da a todos audiencia.

   En segundo lugar, Jesucristo en el Santísimo Sacramento da a todos audiencia. Decía Santa Teresa(10) que en este mundo no es dado a todos los subditos hablar con su príncipe; los pobres apenas podrán hablarle o darle a conocer sus necesidades por medio de tercera persona. Mas para hablar con el Rey del cielo no es necesario mediador, pues todos, nobles y plebeyos, pueden hablarle cara a cara y con entera libertad en el Santísimo Sacramento. Por esto Jesucristo es llamado flor de los campos. «Yo soy flor del campo y lirio de los valles». Porque si las flores de los jardines están encerradas y resguardadas, las del campo, por el contrario, son del dominio público. «Yo soy flor del campo —le hace decir el cardenal Hugo— y me ofrezco a todos los que vengan a buscarme».

   Todos, pues, y a cualquier hora del día, pueden hablar con Jesucristo en el Santísimo Sacramento. Hablando San Pedro Crisólogo del nacimiento del Redentor en el establo de Belén, dice que no siempre dan los reyes audiencia; sucede a las veces que, si uno quiere hablar a su príncipe, se lo estorban las guardias de palacio, diciéndole que venga otro día, porque en aquél se acabó el tiempo de audiencia. Mas el Redentor quiere nacer en una gruta, accesible a todos, sin puertas y sin guardias, para dar audiencia a todos y a todas horas. «No hay allí guardia —añade el Santo— que os diga: Pasó la hora». Lo mismo acaece con Jesucristo en el Santísimo Sacramento: las puertas de las iglesias están siempre abiertas, y cada vez que queramos podemos entrar en ellas para hablar al Rey de la gloria. Y para que le hablemos con toda nuestra confianza ha ocultado su Majestad bajo las apariencias de pan. Si Jesucristo compareciera en nuestros altares rodeado de resplandor y de gloria, cómo aparecerá en el día del juicio final, ¿quién tendría valor para acercarse a El? «Mas porque el Señor —dice Santa Teresa— desea que le hablemos con confianza y le pidamos gracias sin temor, por esto ha encubierto su Majestad bajo las especies de pan»(11). «"El desea — dice Tomás de Kempis — que le tratemos como un amigo trata a otro amigo».

   Cuando el alma se entretiene al pie de los altares en amorosos coloquios con Jesús, parece que el Señor le dirige estas palabras de los Cantares : «Levántate, apresúrate, amiga mía..., hermosa mía, y veri». «Levántate, alma querida, y pierde todo temor. Apresúrate, llégate cerca de Mí. Amiga mía, ya no eres mi enemiga, porque me amas y te arrepientes de haberme ofendido. Hermosa mía, ya no apareces deforme a mis ojos; mi gracia te hermosea. Ven, pues, y descúbreme los deseos de tu corazón, que para satisfacerlos estoy en este altar.» ¿Qué gozo no experimentarías, hermano mío, si el Rey te llamase a su palacio y te dijese: «Dime qué quieres, qué necesitas, pues te amo y deseo hacerte bien?» De esta suerte habla el Rey del cielo, Jesucristo, a todos los que le visitan. «Venid a Mí todos los que estáis trabajados y andáis cargados, que Yo os aliviaré». «Vengan a Mí los pobres, los enfermos, los afligidos, que Yo puedo y quiero enriquecerlos, sanarlos y consolarlos. A este fin me he quedado en los altares.» Yo, el mismo que hablaba —dice el Señor—, heme aquí.

AFECTOS Y PETICIONES

   ¡Amantísimo Jesús mío! Ya que Vos estáis en nuestros altares para atender las súplicas de los miserables que a Vos acuden, escuchad ahora la súplica que os hago yo, miserable pecador. ¡Oh Cordero de Dios, sacrificado y muerto en la cruz por mí!, yo soy una de las almas rescatadas con vuestra sangre; perdonadme todas las injurias que os he hecho y asistidme con vuestra gracia para que no vuelva a perderos. Hacedme partícipe, ¡oh Jesús mío!, de los dolores que por mis pecados sufristeis en el Huerto de Getsemaní. ¡Oh Dios mío!, ojalá nunca os hubiera ofendido. ¡Carísimo Señor mío!, si yo hubiera muerto en pecado, no podría amaros; pero Vos me habéis esperado, a fin de que os ame. Gracias os doy por este tiempo que me habéis concedido, y ya que ahora puedo amaros, quiero hacerlo. Dadme vuestro santo amor, pero un amor tan grande que me haga olvidar todas las cosas del mundo, para no pensar más que en complacer vuestro amantísimo Corazón.

   ¡Oh Jesús mío!, ya que habéis empleado toda vuestra vida en amarme, haced que a lo menos lo que me resta de la mía lo emplee en amaros. Cautivadme con las cadenas de vuestro amor, y antes que muera haced que todo sea vuestro. De Vos lo espero por los méritos de vuestra Pasión.

   También en vuestra intercesión, ¡oh María!, tengo puesta toda mi esperanza; bien sabéis que os amo, tened compasión de mí.

No hay comentarios:

Publicar un comentario