viernes, 10 de abril de 2020

35.1. DE LA AMOROSA PRESENCIA DE JESUCRISTO EN EL SANTÍSIMO SACRAMENTO

Venite ad me omnes qui laboratis et
                                        onerati estis et ego reficiam vos..
                             Venid a Mí todos los que estáis trabajados
                                     y cargados y Yo os aliviaré.
Mt., 11, 28.

PUNTO PRIMERO
Jesucristo, en el Sagrario, está
a disposición de los hombres.

   Debiendo nuestro amantísimo Salvador dejar este inundo después de haber consumado con su muerte la obra de nuestra Redención, no quiso dejarnos solos en este valle de lágrimas. «Ninguna lengua creada —exclama San Pedro de Alcántara— puede declarar la grandeza del amor que Cristo tiene a su Esposa, la Iglesia, y, por consiguiente, a cada una de las almas que están en gracia... Pues queriendo este Esposo dulcísimo partirse de esta vida y ausentarse de su Esposa, la Iglesia (porque esta ausencia no le fuere causa de olvido), dejóla por memorial este Santísimo Sacramento, en que se quedaba El mismo, no queriendo que entre El y ella hubiese otra prenda que despertaste su memoria sino El»(5).

   ¡Con qué demostraciones de amor, pues, no debemos corresponder al amor que Jesucristo con esta ocasión nos manifestó! Si en estos últimos tiempos ha querido que se instituyera una fiesta en honor de su Sacratísimo Corazón, como le fue revelado a la B. Margarita María Alacoque(6), fue para que con nuestros obsequios y homenajes le pudiéramos pagar de alguna manera el amor que nos manifiesta al permanecer de continuo en nuestros altares y para que compensemos al mismo tiempo los ultrajes que ha recibido y recibe todavía en este Sacramento de amor de parte de los herejes y de los malos cristianos.

   Jesucristo se ha quedado en el Santísimo Sacramento: 1.°, para hacerse accesible a todos; 2.°, para dar audiencia a todos, y 3.°, para dispensar a todos sus gracias.

   En primer lugar, Jesucristo mora en tantos altares diversos para hacerse hallar de todos los que le buscan. En aquella noche en que nuestro amoroso Redentor se despidió de sus discípulos para ir a la muerte, éstos, al pensar que tenían que separarse de su adorado Maestro, lloraban sin consuelo; mas Jesucristo, para consolarlos a ellos y consolarnos también a nosotros, dijo: «Hijos míos, voy a morir por vosotros para manifestaros el amor que os tengo; pero aunque voy a la muerte, no quiero dejaros solos; mientras permanezcáis en la tierra, con vosotros me quedaré en el Santísimo Sacramento del altar. En él os dejo mi cuerpo, mi alma, mi divinidad y todo cuanto soy. No, no me separaré de vosotros mientras viváis en la tierra.» «Mirad —nos dice por San Mateo— que Yo estoy con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos». «Quería el Esposo —dice Pedro de Alcántara—, en esta ausencia tan larga, dejar a su Esposa compañía porque no se quedase sola, y dejóla la de este Sacramento, donde se queda El mismo, que es la mejor compañía que le podía dejar»(7). Los gentiles, que han inventado tantos dioses, no han sabido forjarse uno tan amoroso como el nuestro, que se ha hecho vecino nuestro y nos asiste con tanto amor. «No hay otra nación tan grande que tenga tan cerca de sí a los dioses como está cerca de nosotros nuestro Dios». Así habla Moisés en el Deuteronomio, v la Santa Iglesia aplica este texto a la fiesta del Santísimo Sacramento.

   Ved aquí, pues, a Jesucristo, que permanece en nuestros altares como cautivo en tantas prisiones de amor. Sácanle los sacerdotes para exponerlo en la custodia o para dar la Comunión a los fieles, y tornan después a encerrarlo, y Jesucristo no se desdeña de permanecer allí encerrado día y noche. Pero, de qué os sirve, Redentor mío, permanecer en tantas iglesias también durante la noche, cuando los hombres cierran las puertas y os dejan solo? ¿No os bastaba permanecer con ellos durante el día? No; Jesucristo quiso quedarse también de noche, aunque solo, a fin de que le halle luego por la mañana el que le busque. Andaba la Esposa de los Cantares en busca de su Amado, y a cuantos encontraba a su paso les preguntaba: «¿Por ventura habéis visto al Amado de mi alma?». Y no encontrando a quien diera razón de El. alzaba la voz y decía: «Respóndeme, Esposo mío, ¿dónde tienes los pastos, dónde el sesteadero al llegar al mediodía?». Y la Esposa no le hallaba, porque todavía no estaba en el Santísimo Sacramento; pero al presente, si un alma quiere hallar a Jesucristo, basta que vaya a la parroquia, o a la iglesia de un convento, y allí hallará a su Amado, que le está esperando. No hay pueblecillo, por mísero que sea; no hay monasterio de religiosos que no tengan el Santísimo Sacramento; y en todos estos lugares el Rey del cielo se contenta con estar en cerrado en un tabernáculo de madera o de piedra, donde con harta frecuencia vive solo y sin más compañía que una lamparilla que arde en su presencia. «Pero, Señor —le dice San Bernardo—, que esto no conviene a vuestra Majestad.» «No importa —responde Jesucristo—; si no conviene a mi Majestad, basta que convenga a mi amor».

   Grandes sentimientos de ternura y afecto experimentan los peregrinos al visitar la Santa Casa de Loreto, o los Lugares de la Tierra Santa: como la gruta de Belén, el Calvario, el Santo Sepulcro, donde Jesucristo nació, y vivió, y murió, y fue sepultado. Pero ¡cuánto mayor debe ser nuestra devoción y ternura al visitar una iglesia, donde está Jesucristo en persona en el Santísimo Sacramento! Decía el Beato Padre Juan de Avila(8) que, entre todos los santuarios, el que más devoción y consuelo le daba era una iglesia, donde vive y mora Jesús Sacramentado. Y, por el contrario, lloraba el Padre Baltasar Alvarez(9) al ver los palacios de los reyes llenos de gente, y las iglesias, donde está Jesucristo, solas y abandonadas.

   ¡Oh Dios mío! Si el Señor se hubiera quedado en una sola iglesia del mundo, por ejemplo, en San Pedro de Roma, y allí se le hallase una sola vez al año, ¡oh, cuántos peregrinos, cuántos nobles, cuántos monarcas se buscarían la dicha de estar en Roma aquel día y cortejar al Rey del cielo bajado de nuevo a la tierra! ¡Qué tabernáculo no se le preparara, todo cuajado de oro y sembrado de piedras preciosas! ¡Con qué aparato de- luces e iluminaciones se solemnizaría aquella su breve aparición en medio de nosotros! «Pero —dice nuestro Redentor— no quiero morar en una sola iglesia ni por un solo día, ni busco tantas riquezas, ni quiero tantas luces; viviré en compañía de mis hijos todos los días y en todos los lugares, a fin de que me hallen con toda facilidad siempre y cuando quieran.»

   ¡Ah! Si Jesucristo no hubiera pensado en esta fineza de amor, ¿quién jamás hubiera podido imaginarla? Si cuando el Señor subió a los cielos le hubiera dicho alguno: «Si queréis, Señor, manifestarnos vuestro afecto, quedaos con nosotros en los altares, bajo las especies de pan, a fin de que podamos hallaros cada vez que queramos.» Quien esto le hubiera pedido, ¿no pasaría por loco o temerario? Pues lo que los hombres ni siquiera supieron imaginar lo ha pensado y lo ha hecho nuestro Salvador. Pero, ¡ay!, ¿dónde está nuestra gratitud a tan gran favor? Si un príncipe viniese de lejanas tierras con el exclusivo propósito de recibir la visita de un rústico aldeano, ¿qué ingratitud no fuera la suya si no quisiera visitarlo ni verlo siquiera de paso?

AFECTOS Y PETICIONES

   ¡Oh Jesús, Redentor mío! ¡Oh amor leí alma mía! ¡Cuánto os ha costado el permanecer con nosotros en este Sacramento! Y primero debisteis morir, para poder quedaros en nuestros altares, y después habéis tenido que aguantar toda suerte de ultrajes en este Sacramento, para asistirnos con vuestra presencia. Y nosotros ¿cómo somos tan negligentes y descuidados en venir a visitaros, sabiendo, como sabemos, que esperáis con ansia nuestras visitas para colmarnos de favores y gracias cuando estamos en vuestra presencia?

   Perdonadme, Señor, porque yo también me cuento en el número de estos ingratos. De hoy en adelante quiero, Jesús mío, visitaros con frecuencia y permanecer cuanto me sea posible postrado a vuestros pies, amándoos, dándoos gracias y pidiéndoos mercedes, ya que con este intento os habéis quedado en la tierra, oculto en el tabernáculo, hecho nuestro prisionero de amor. Os amo, Bondad infinita; os amo, ¡oh Dios de amor! Os amo, ¡oh sumo Bien!, amable sobre todos los bienes. Haced que me olvide de mí mismo y de todas las cosas, para acordarme solamente de vuestro amor y para emplear lo que me resta de vida en agradaros y complaceros. Haced que en adelante toda mi rucha y todo mi contento lo halle en estar postrado delante de vuestra presencia. Inflamadme en vuestro santo amor.

   ¡Oh María, Madre mía! Alcanzadme la gracia de amar con intenso amor al Santísimo Sacramento, y si advertís que ando tibio y negligente, recordadme la promesa que ahora os hago de visitarle todos los días.




(9) Véase: Luis de la puente, Vida del P. Baltasar Alvarez, c. VI
(10) Puedo tratar como con amigo, aunque es Señor; porque entiendo no es como los que acá tenemos por señores, que todo el señorío ponen en autoridades postizas. Ha de hablar horas de hablar y señaladas personas que les hablen; si es algún pobrecito que tiene algún negocio, más rodeos y favores ha de costarle tratarlo; u que si es con el Rey, aquí no hay tocar gente pobre y no caballerosa , sino preguntar quién son los rnás privados... ¡Oh Rey de gloria y Señor de todos los reis, cómo no es vuestro reino armado de palillos, pues no tiene fin! ¡Cómo no son menester terceros para Vos! (S. Teresa de Jesús, Libro de la Vida, cap. 37. Obras, I, Burgos. 1915, p. 323).
(11) Viendo tan gran Majestad, ¿cómo osaría una pecadorcilla como yo. que tanto le ha ofendido, estar tan cerca de El? Debajo de aquel pan. está tratable; porque si el rey se disfraza, no parece se nos daría nada de conversar sin tantos miramientos y respetos con El; parece está obligado a sufrirlo, pues se disfrazó (S. Teresa de Jesús, Camino de perfección, cap. 34. Obras, III, Burgos.
(12) Luis de la puente, Vida del P. Baltasar Alvarez, cap. VII, 2.
(13) Martín de Roa, Vida, lib. III, e. I; IV. c. 5; IX, o. 13.
(14) S. Margarita de Alacoque, Vie et Oeuvres, II, Paray-le-Monial, 1876, p. 414.
(15) S. Tersa de Jesús, Moradas segundas. Obras, IV, Burgos, 1917,p. 27.
(16) Haga cada día cincuenta ofrecimientos a Dios de sí, y esto haga con grande fervor y deseo de Dios (S. Teresa de Jesús, Avisos, 30).




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