viernes, 10 de abril de 2020

34.3. DE LA SANTA COMUNIÓN (Cont)


PUNTO TERCERO
Del gran deseo que tiene Jesucristo
de que le recibamos en la Comunión.

   Consideremos en tercer lugar el gran deseo que tiene Jesucristo de que le recibamos en la santa Comunión. Sabiendo Jesucristo que había llegado su hora; mas ¿cómo podía llamar Jesucristo su hora aquella en que debía dar comienzo a su amarguísima Pasión? La llamó suya, porque en aquella noche había determinado dejarnos este divinísimo Sacramento, por medio del cual quería unirse todo entero a sus almas queridas. Por lo cual les dijo a sus discípulos: «Con gran deseo he deseado comer con vosotros esta Pascua». Con estas palabras nos quería dar a entender el deseo y ansia vivísima que tenía de unirse con nosotros en este Sacramento. Aquellas palabras: con gran deseo he deseado, «fueron voces —dice San Lorenzo Justiniano— del amor inmenso que nos tenía». Y para que con mayor facilidad pudiéramos recibirle, quiso ocultarse bajo las apariencias, de pan; si se hubiera dado bajo la especie de algún alimento de mucho precio, los pobres quedaran privados de él, así como tampoco hubieran podido recibirle de haber escogido otro alimento no precioso, pero que no hubiera podido hallarse en todos los lugares de la tierra. Pero no; Jesucristo quiso quedarse bajo las apariencias de pan, porque en todas partes y a poca costa se halla, y de esta suerte todos y en todas partes pudieran encontrarlo y recibirlo.

   Ardiendo nuestro Redentor en esta grande ansia que tiene de que le recibamos, no sólo nos exhorta a ello con invitaciones amorosas, diciéndonos: «Venid y comed mi pan y bebed mi vino, que os tengo preparados». «Comed, amigos, y bebed, carísimos, hasta saciaros», sino que con precepto formal nos obliga a ello por estas palabras: «Tomad y comed, este es mi cuerpo». Y para inclinarnos a ello, nos alienta con las promesas del paraíso: «El que come mi carne tiene la vida eterna». «El que come este pan vivirá eternamente.»

   Y si rehusamos recibirle, nos amenaza con excluirnos del paraíso: «Si no comiereis la carne del Hijo del Hombre..., no tendréis vida en vosotros». Estas invitaciones, estas promesas, hasta las mismas amenazas nacen del gran deseo que tiene Jesucristo de unirse con nosotros en este Sacramento; este deseo proviene del grande amor que nos profesa; porque, como dice San Francisco de Sales, el fin del amor no es otro que unirse con el objeto amado; y por eso Jesucristo se une al alma por medio de este Sacramento. «El que come mi carne y bebe mi sangre —dice por San Juan— en Mí permanece y Yo en él». Por esto desea con tantas ansias que le recibamos en el Santísimo Sacramento. «No hay abeja —dijo un día el Señor a Santa Matilde— que con tanta avidez se arroje a libar las flores, para hacer la miel, como me lanzo Yo a las almas que me desean.
   ¡Oh, si los cristianos entendiesen el gran provecho que saca el alma de la santa Comunión! Jesucristo es el dueño de todas las riquezas; «y habiendo el Padre Eterno puesto el tesoro de sus riquezas en manos de Jesús», cuando este divino Señor entra en el alma por la Comunión, lleva consigo inmensos tesoros de gracia, pudiendo entonces exclamar con Salomón, hablando de la sabiduría eterna: «Junto con ella vinieron a mi alma todos los bienes».

   Dice San Dionisio Aeropagita «que la Eucaristía tiene gran virtud para santificar las almas». Y San Vicente Ferrer dejó escrito que más mejorada sale el alma después de tina Comunión que tras larga semana de ayuno a pan y agua. El Sagrado Concilio de Trento asegura que la Comunión es general medicina que nos libra de los pecados veniales y nos preserva de los mortales». Por donde San Ignacio mártir vino a llamar al Santísimo Sacramento «medicina de la inmortalidad». E Inocencio III añade que si Jesucristo, padeciendo muerte de cruz, nos rescató de la esclavitud del pecado, con la Eucaristía nos libra de la voluntad de pecar».

   Pero el efecto principal de este Sacramento es encender en el alma el fuego del divino amor. «Metióme dentro de la bodega del vino y ordenó en mí la caridad», exclama la Esposa de los Cantares, y añade: «Fortalecedme con flores, confortadme con manzanas, porque desfallezco de amor.» Sobre estas palabras dice San Gregorio Niseno que esta bodega es precisamente la Comunión, donde el alma de tal suerte queda embriagada en divino amor, que le hace olvidar todas las bajezas de la tierra, que esto significa aquel languidecer de amor de que habla la Esposa. Decía el venerable Padre Francisco Olimpio, teatino, que no hay cosa que así inflame el alma en divino amor como la santa Comunión.

     «Dios es caridad», escribe San Juan, y es también «fuego consumidor». Pues este fuego de amor es el que el Hijo de Dios vino a prender en la tierra. «Fuego vine a poner en la tierra, ¿y qué he de querer sino que arda? ».

   ¡Qué llamas de amor divino enciende Jesucristo en las almas de los que lo reciben en este Sacramento! Vio cierto día Santa Catalina de Sena a Jesús Sacramentado en manos de un sacerdote como globo de fuego, y quedó maravillada la Santa al ver cómo tan gran incendio no inflamaba y consumía en santo amor todos los corazones de los hombres. Santa Rosa de Lima decía que, al comulgar, le parecía recibir el sol; y despedía de su rostro tales rayos de luz, que deslumbraban la vista del que la veía; y tanto era el ardor que de su boca salía, que quien, después de haber comulgado, le acercaba la mano a la boca, sentía quemársele, como si la metiese en el fuego. Del rey San Wenceslao(4) se refiere que, con sólo visitar en la iglesia al Santísimo Sacramento, se inflamaba aun exteriormente en tanto ardor, que el paje que le acompañaba, caminando sobre la nieve, no sentía los rigores del frío con sólo poner los pies en las huellas que dejaba el santo rey. Es que la Eucaristía, según expresión de San Juan Crisóstomo, «es una hoguera que de tal manera inflama a los que a ella se acercan, que como leones que echan fuego por la boca debemos levantarnos de aquella mesa, hechos fuertes y terribles contra los demonios».

   Pero dirá alguno: «Si no comulgo con más frecuencia es porque me siento frío en el amor divino» «Y porque te sientes frío —te diré con Gersón—, ¿por eso te separas del fuego? Cabalmente porque te sientes frío debes acercarte con mayor motivo a este Sacramento, siempre que alimentes en tu corazón el deseo de amar a Dios». «Si te preguntan —dice San Francisco de Sales a su Pilotea— por qué comulgas con tanta frecuencia, respóndeles que dos clases de personas deben comulgar con frecuencia: los perfectos y los imperfectos; los perfectos, para conservarse en la perfección, y los imperfectos, para lograr alcanzarla». «Acércate al sagrado Banquete —dice San Buenaventura—, por frío que estés, fiándolo todo a la misericordia divina; porque cuanto más aquejado está uno de mortal dolencia, tanto más necesita de la asistencia del médico». Un día dijo nuestro Señor a Santa Matilde: «Cuando te acerques a comulgar, desea tener en tu corazón todo el amor que ha cabido en el de mis amantes, que Yo por mi parte te lo recibiré tan grande como tú querrías que fuese».

AFECTOS Y PETICIONES

   ¡Oh Jesús mío, enamorado de las almas!, ya no os queda nada que hacer para demostrarnos el grande amor que nos tenéis. ¿Qué otras invenciones o maravillas pudierais obrar para conquistar nuestro amor? Haced, ¡oh Bondad infinita!, que de hoy en adelante os ame con todas mis fuerzas y con toda la ternura de mi corazón. ¿Ya quién debo amar con más tierno afecto que a Vos, Redentor mío, que después de haber dado la vida por mí os habéis entregado todo entero en este Sacramento? ¡Ah Señor mío!, traedme siempre a la memoria lo que me habéis amado, para desprenderme de todo y no amar más que a Vos sin interrupción y con toda mi alma. Os amo, Jesús mío, sobre todas las cosas y sólo a Vos quiero amar. Arrancad de mi corazón, yo os lo ruego, todos los afectos que a Vos no se dirijan. Gracias os doy porque todavía me dais tiempo para amaros y para llorar los disgustos que os he dado. Deseo, Jesús mío, que Vos seáis el único objeto de todos mis amores. Socorredme y salvadme, y mi salvación consista en amaros con todo mi corazón en esta vida y en la otra.

   ¡Oh María, Madre mía, ayudadme a amar a Jesús; rogadle por mí!



(4) Christiannus de Scala, Vita, cap. II, n. 15. Inter. Acta SS. Bollandina, 28 de septiembres. El autor  era sobrino del Santo por parte de su hermano fratricida. Véase también Breviarium Romanum, die 28 septembris.
(5) S. Pedro de Alcántara, Tratado de la oración y meditación y devoción, I, cap. IV: el Lunes.
(6) Sobre las revelaciones de Santa Margarita, véase: Languet, Vie, liv. IV. n. 57. Vie et Oeuvres, I, Paray-le-Monial, 1876, p. 123-124.
(7) S. Pedro de Alcántara, 1. cit.
(8) Véase: Luis de Granada, Vida del Maestro Juan de Avila, lib. III, c. 15, Madrid. 1674

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