PUNTO SEGUNDO
Del amor con que Jesucristo nos
otorgó
este don de la Eucaristía.
Consideremos, en segundo lugar, el grande
amor que Jesucristo nos manifestó al hacernos este don. El Santísimo Sacramento
es un don que procede únicamente del amor. Para salvar a] hombre fue necesario,
según los divinos decretos, que el Redentor muriese y aplacase con el
sacrificio de su vida a la divina Justicia, irritada por nuestros pecados. Pero
¿qué necesidad había que Jesucristo, después de su muerte, se nos diese como
alimento? Mas así lo quiso el amor. «Jesucristo —dice San Lorenzo Justiniano— instituyó
la Eucaristía para darnos a entender el inmenso amor que nos tiene». Esto es
cabalmente lo que dice San Juan: «Sabiendo Jesucristo que había llegado la hora
de pasar de éste mundo al Padre, como hubiese amado a los suyos, los amó hasta
el fin». Al saber nuestro amoroso Redentor que había llegado la hora de su
muerte, quiso dejarnos la mayor prueba que nos podía dar de su amor, que fue
este don del Santísimo Sacramento. Aquellas palabras de San Juan, los amó
hasta el fin, significan, según la explicación de Teofilaeto y San Juan
Crisóstomo, «que amó a los hombres con extremado amor, con amor sumo».
Adviértase,
además, como lo nota el Apóstol, la ocasión en que Jesucristo instituyó este
Sacramento, que fue en el tiempo de su muerte. «En aquella misma noche en que
debía ser vendido, tomó el pan y, dando gracias, lo partió y dijo: «Tomad y
comed, éste es mi cuerpo». Mientras que los hombres se preparaban para
azotarle, coronarle de espinas y hacerle morir en cruz, nuestro amoroso
Redentor quiso darles esta última prueba de su amor. ¿Y por qué en la muerte y
no antes instituyó este Sacramento ? «Lo hizo —dice San Bernardino—porque los
testimonios de afecto que se dan a los amigos en los solemnes momentos de la
muerte, fácilmente se graban en la memoria y se tienen en más aprecio».
Jesucristo —dice el Santo— ya antes se nos había dado de muy diversas maneras:
por compañero, por maestro, por padre, por guía, por ejemplo, por víctima:
«pero el dársenos en alimento fue el último grado de amor, porque no puede
darse unión más cabal y perfecta que la unión que hay entre el manjar y aquel
que lo come». Por manera que nuestro Redentor no se contentó solamente con
unirse a nuestra naturaleza humana: quiso hallar la manera de unirse por medio
de este Sacramento con todos y cada uno de los hombres en particular.
«En ninguna otra acción —dice San Francisco
de Sales— puede considerarse a nuestro amantísimo Redentor ni más tierno ni más
amoroso que en ésta, en la cual se aniquila, por decirlo así, y se convierte en
alimento para introducirse en nuestras almas y unirse al corazón de sus
fieles». «De suerte que por medio de la Comunión nos unimos —dice San Juan
Crisóstomo— con aquel Señor en cuyo rostro no se atreven a fijar sus miradas
los mismos serafines, y quedamos hechos con El un mismo cuerpo y una misma
carne». «¿Hay por ventura algún pastor —añade el Santo— que alimente
a sus ovejas con su propia sangre? Pero ¡qué digo un pastor! ¿Cuántas
madres hay que entregan sus hijos a las nodrizas para que los alimenten! Mas
Jesucristo, en el Santísimo Sacramento, no consintió en esto, sino que nos
alimenta con su propia sangre. ¿Por
qué se hizo alimento nuestro? —prosigue diciendo el Santo—. Porque nos amaba
con ardor, y por esto quiso unirse a nosotros de tal suerte que nosotros y El
no fuésemos más que una cosa: esto es, de amadores amantes por todo extremo».
Jesucristo, pues, quiso obrar el mayor de los milagros. «Memoria eterna dejó de
sus maravillas —dice el Salmista—: ha darlo alimento a los que le temen», a
fin de satisfacer el ansia amorosa que tenía de estar con nosotros y de unir al
nuestro su adorado Corazón. «¡ Oh Dios, enamorado de nuestras almas! —exclama
San Lorenzo Justiniano—, de tal manera quisiste incorporarnos con tu carne
virginal, que tu Corazón y el nuestro, unidos entre sí, no formasen más que
uno». Decía el Padre De la Colombiére, gran siervo de Dios, que, «si alguna
cosa hiciera vacilar su fe en el misterio de la Eucaristía, no dudaría del
poder de Cristo, sino más bien del amor que nos ha manifestado en este
Sacramento. Cómo el pan se convierte en la carne de Cristo, cómo está a la vez
en muchos lugares, lo comprendo — añadía—, porque Dios lo puede todo. Pero si
me preguntaran cómo ama Jesucristo al hombre con tan extremado amor, hasta
llegar a hacerse su alimento, no acertaría a responder; diría que no lo
entiendo y que el amor de Jesucristo es incomprensible.» Pero, Señor, que tan
grande exceso de amor, cual es convertiros en nuestro alimento, no conviene a
vuestra Majestad; pero «el amor —responde San Bernardo— hace olvidarse al
amante de su propia dignidad». El amor — dice también el Crisóstomo— no busca
razones de propia conveniencia cuando trata de darse a conocer al amado; va, no
adonde le conviene, sino adonde se siente arrastrado». Razón, pues, tenía Santo
Tomás de llamar a este Sacramento «Sacramento de amor y prenda de caridad»; y
San Bernardo: «Amor de los amores». Santa Magdalena de Pazzi llamaba día de
amor el día del Jueves Santo, en que fue instituido este Santísimo
Sacramento.
AFECTOS Y PETICIONES
¡Oh
amor infinito de Jesús, digno de infinito amor! ¡Ay! ¿Cuándo os amaré como Vos
me habéis amado a mí? A la verdad, nada más podéis añadir a vuestro amor para
obligarme a aMiaros; y yo, con todo, he tenido valor de abandonaros a Vos, Bien
infinito, para ir en pos de bienes viles y miserables. Dadme luces, ¡oh Dios
mío!; descubridme de continuo la grandeza de vuestro amor, a fin de que acabe
por enamorarme de Vos y trabaje sin cesar por agradaros. Os amo, ¡oh Jesús,
amor mío y mi todo!; quiero unirme con frecuencia a Vos en este Sacramento,
para desprenderme de todo y amaros a Vos sólo, vida mía. Ayudadme, ¡oh Redentor
mío!, por los méritos de vuestra Pasión.
Ayudadme también Vos, ¡oh Madre de Jesús y Madre mía!; decidle que me inflame
del todo en su santo amor.
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