viernes, 10 de abril de 2020

9.1. PAZ DEL JUSTO EN LA HORA DE LA MUERTE

                        Justorum animae in manu Dei sunt et
                                       non tangent illos tormentum mortis;
                                      visi sunt oculis insipientium mori...,
                                illi autem sunt in pace.
                                    Las almas de los justos están en las
                   manos de Dios y no llegará a ellos
                      el tormento de la muerte eterna; a los
                                    ojos de los insensatos pareció que  
                                     morían, mas ellos, a la verdad,
                                           viven en paz. 
Sap., III, 1-2


PUNTO PRIMERO
El justo, protegido en la muerte contra
las tentaciones, muere con confianza

   Justorum animae in manu Dei sunt. Si Dios tiene en sus manos las almas de los justos, ¿quién podrá arrebatárselas? Cierto es que el infierno no deja de tentar y perseguir hasta a los Santos en la hora de la muerte; Pero Dios, dice San Ambrosio, no cesa de asistirlos y de aumentar su socorro a medida que crece el peligro de sus fieles siervos (Jos., 5). Aterrado quedóse el criado de Elíseo cuando vio la ciudad cercada de enemigos. Pero el Santo le animó, diciéndole: «No temas, porque muchos más son con nosotros que con ellos» (2 R., 6,16), y le hizo ver un ejército de ángeles enviados por Dios para defenderle.

   Irá, pues, el demonio a tentar al moribundo, pero acudirá también el ángel de la Guarda para confortarle; irán los Santos protectores; irá San Miguel, destinado por Dios para defensa de los siervos fieles en el postrer combate; irá la Virgen Santísima, y acogiendo bajo su manto al que le fue devoto, derrotará a los enemigos; irá el mismo Jesucristo a librar de las tentaciones a aquella ovejuela inocente o penitente, por cuya salvación dio la vida. Él le dará la esperanza y el esfuerzo necesario para vencer en la tal batalla, y el alma, llena de valor, exclamará: «El Señor se hizo mi auxiliador» (Sal. 39, 12). «El Señor es mi iluminación y mi salud, ¿a quién temeré?» (Sal. 26, 1). Más solícito es Dios para salvarnos que el demonio para perdemos; porque mucho más nos ama Dios de lo que nos aborrece el demonio.

   Dios es fiel —dice el Apóstol (1 Co., 10, 13)—, y no permite que seamos tentados más allá de nuestras fuerzas. Quizá me diréis que muchos Santos murieron temiendo por su salvación. Yo os respondo que hay poquísimos ejemplos de que mueran con ese temor los que hubieren tenido buena vida. Vicente de Beauvais dice que permite el Señor a veces que ocurra esto a ciertos justos, para purificarlos en la hora de la muerte de algunas faltas ligeras. Por otra parte, leemos que casi todos los siervos de Dios murieron con la sonrisa en los labios. Todos temeremos al morir el juicio divino; pero así como los pecadores pasan de ese temor a la desesperación horrenda, los justos pasan del temor a la esperanza. Temía San Bernardo, estando enfermo, según refiere San Antonino, y se veía tentado de desconfianza; pero pensando en los merecimientos de Jesucristo, desechaba todo temor y decía: Tus llagas son mis méritos. San Hilarión temía también, pero pronto exclamó lleno de gozo: Sal, pues, alma mía, ¿qué temes? Cerca de setenta años has servido a Cristo, ¿y ahora temes la muerte? Es decir: ¿qué temes, alma mía, después de haber servido a un Dios fidelísimo que no sabe abandonar a los que le fueron fieles durante la vida? El Padre José de Scamaca, de la Compañía de Jesús, respondió a los que le preguntaban si moría con esperanza: «Pues qué, ¿he servido acaso a Mahoma para dudar de la bondad de mi Dios, hasta el punto de temer que no quisiera salvarme?»

   Si en la hora de la muerte viniese a atormentarnos el pensamiento de haber ofendido a Dios, recordemos que el Señor ha ofrecido olvidar los pecados de los penitentes (Ez., 18, 31-32).

   Dirá alguien tal vez: ¿Cómo podremos estar seguros de que Dios nos ha perdonado? Eso mismo se preguntaba San Basilio, y se respondió diciendo: He odiado la iniquidad y la he abominado. Pues el que aborrece el pecado puede estar seguro de que le ha perdonado Dios. El corazón del hombre no vive sin amor: o ama a Dios, o ama a las criaturas. ¿Y quién ama a Dios? El que guarda sus mandamientos (Jn., 14, 21). Por tanto, el que muere en la observancia de los preceptos muere amando a Dios; y quien a Dios ama, nada teme (1 Jn., 4, 18).

AFECTOS Y PETICIONES

   ¡Oh Jesús! ¿Cuándo llegará el día en que os diga: Dios mío, ya no os puedo perder? ¿Cuando podré contemplaros cara a cara, seguro de amaros con todas mis fuerzas por toda la eternidad? ¡Ah Sumo Bien mío y mi único amor! Mientras viva, siempre estaré en peligro de ofenderos y perder vuestra gracia. Hubo un tiempo desdichado en que no os amé, en que desprecié vuestro amor... Me pesa de ello con toda mi alma, y espero que me habréis perdonado, pues os amo de todo corazón y deseo hacer cuanto pueda para amaros y complaceros. Mas como todavía estoy en peligro negaros mi amor y huir de Vos otra vez, os ruego, Jesús mío, mi vida y mi tesoro, que no lo permitáis. Si hubiere de sucederme esa inmensa desgracia, hacedme morir ahora mismo con la más dolorosa muerte que eligiereis, que así lo deseo y os lo pido. Padre mío: por el amor de Jesucristo, no me dejéis caer en tan espantosa ruina. Castigadme como os plazca. Lo merezco y lo acepto; pero libradme del castigo de verme privado de vuestro amor y gracia. ¡ Jesús mío, encomendadme a vuestro Padre!

   ¡María, Madre mía!, rogad por mí a vuestro divino Hijo; alcanzadme la perseverancia en su amistad y la gracia de amarle, y haga luego de mí lo que le agrade. 

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