Justorum
animae in manu Dei sunt et
non
tangent illos tormentum mortis;
visi sunt oculis
insipientium mori...,
illi autem sunt in pace.
Las almas de los justos están en las
manos
de Dios y no llegará a ellos
el tormento de la muerte eterna; a los
ojos de
los insensatos pareció que
morían, mas ellos, a la verdad,
viven
en paz.
Sap., III,
1-2
PUNTO PRIMERO
El justo, protegido en la muerte
contra
las tentaciones, muere con
confianza
Justorum
animae in manu Dei sunt. Si Dios tiene en
sus manos las almas de los justos, ¿quién podrá arrebatárselas? Cierto es que
el infierno no deja de tentar y perseguir hasta a los Santos en la hora de la
muerte; Pero Dios, dice San Ambrosio, no cesa de asistirlos y de aumentar su
socorro a medida que crece el peligro de sus fieles siervos (Jos., 5). Aterrado
quedóse el criado de Elíseo cuando vio la ciudad cercada de enemigos. Pero el
Santo le animó, diciéndole: «No temas, porque muchos más son con nosotros que
con ellos» (2 R., 6,16), y le hizo ver un ejército de ángeles enviados por Dios
para defenderle.
Irá, pues, el demonio a tentar al moribundo,
pero acudirá también el ángel de la Guarda para confortarle; irán los Santos
protectores; irá San Miguel, destinado por Dios para defensa de los siervos
fieles en el postrer combate; irá la Virgen Santísima, y acogiendo bajo su
manto al que le fue devoto, derrotará a los enemigos; irá el mismo Jesucristo a
librar de las tentaciones a aquella ovejuela inocente o penitente, por cuya
salvación dio la vida. Él le dará la esperanza y el esfuerzo necesario para
vencer en la tal batalla, y el alma, llena de valor, exclamará: «El Señor se
hizo mi auxiliador» (Sal. 39, 12). «El Señor es mi iluminación y mi salud, ¿a
quién temeré?» (Sal. 26, 1). Más solícito es Dios para salvarnos que el demonio
para perdemos; porque mucho más nos ama Dios de lo que nos aborrece el demonio.
Dios es fiel —dice el Apóstol (1 Co., 10,
13)—, y no permite que seamos tentados más allá de nuestras fuerzas. Quizá me
diréis que muchos Santos murieron temiendo por su salvación. Yo os respondo que
hay poquísimos ejemplos de que mueran con ese temor los que hubieren tenido
buena vida. Vicente de Beauvais dice que permite el Señor a veces que ocurra
esto a ciertos justos, para purificarlos en la hora de la muerte de algunas
faltas ligeras. Por otra parte, leemos que casi todos los siervos de Dios
murieron con la sonrisa en los labios. Todos temeremos al morir el juicio
divino; pero así como los pecadores pasan de ese temor a la desesperación
horrenda, los justos pasan del temor a la esperanza. Temía San Bernardo,
estando enfermo, según refiere San Antonino, y se veía tentado de desconfianza;
pero pensando en los merecimientos de Jesucristo, desechaba todo temor y decía:
Tus llagas son mis méritos. San Hilarión temía también, pero pronto exclamó
lleno de gozo: Sal, pues, alma mía, ¿qué temes? Cerca de setenta años has
servido a Cristo, ¿y ahora temes la muerte? Es decir: ¿qué temes, alma mía,
después de haber servido a un Dios fidelísimo que no sabe abandonar a los que
le fueron fieles durante la vida? El Padre José de Scamaca, de la Compañía de Jesús,
respondió a los que le preguntaban si moría con esperanza: «Pues qué, ¿he
servido acaso a Mahoma para dudar de la bondad de mi Dios, hasta el punto de
temer que no quisiera salvarme?»
Si en la hora de la muerte viniese a
atormentarnos el pensamiento de haber ofendido a Dios, recordemos que el Señor
ha ofrecido olvidar los pecados de los penitentes (Ez., 18, 31-32).
Dirá alguien tal vez: ¿Cómo podremos estar
seguros de que Dios nos ha perdonado? Eso mismo se preguntaba San Basilio, y se
respondió diciendo: He odiado la iniquidad y la he abominado. Pues el que
aborrece el pecado puede estar seguro de que le ha perdonado Dios. El corazón
del hombre no vive sin amor: o ama a Dios, o ama a las criaturas. ¿Y quién ama
a Dios? El que guarda sus mandamientos (Jn., 14, 21). Por tanto, el que muere
en la observancia de los preceptos muere amando a Dios; y quien a Dios ama,
nada teme (1 Jn., 4, 18).
AFECTOS Y PETICIONES
¡Oh Jesús! ¿Cuándo llegará el día en que os
diga: Dios mío, ya no os puedo perder? ¿Cuando podré contemplaros cara a cara,
seguro de amaros con todas mis fuerzas por toda la eternidad? ¡Ah Sumo Bien mío
y mi único amor! Mientras viva, siempre estaré en peligro de ofenderos y perder
vuestra gracia. Hubo un tiempo desdichado en que no os amé, en que desprecié
vuestro amor... Me pesa de ello con toda mi alma, y espero que me habréis
perdonado, pues os amo de todo corazón y deseo hacer cuanto pueda para amaros y
complaceros. Mas como todavía estoy en peligro negaros mi amor y huir de Vos
otra vez, os ruego, Jesús mío, mi vida y mi tesoro, que no lo permitáis. Si
hubiere de sucederme esa inmensa desgracia, hacedme morir ahora mismo con la
más dolorosa muerte que eligiereis, que así lo deseo y os lo pido. Padre mío:
por el amor de Jesucristo, no me dejéis caer en tan espantosa ruina. Castigadme
como os plazca. Lo merezco y lo acepto; pero libradme del castigo de verme
privado de vuestro amor y gracia. ¡ Jesús mío, encomendadme a vuestro Padre!
¡María,
Madre mía!, rogad por mí a vuestro divino Hijo; alcanzadme la perseverancia en
su amistad y la gracia de amarle, y haga luego de mí lo que le agrade.
No hay comentarios:
Publicar un comentario