viernes, 10 de abril de 2020

9.2. PAZ DEL JUSTO EN LA HORA DE LA MUERTE (Cont)


PUNTO SEGUNDO
El justo, en la hora de la muerte, tiene un
gusto anticipado de las dulzuras del paraíso

   «Las almas de los justos están en las manos de Dios y no llegará a ellos el tormento de la muerte eterna; a los ojos de los insensatos pareció que morían, mas ellos, a la verdad, están en paz» (Sb., 3, 1). Parece a los insensatos mundanos que los siervos de Dios mueren afligidos y contra su voluntad, como suelen morir aquéllos. Mas no es así, porque Dios bien sabe consolar a sus hijos en ese trance, y comunicarles, aun entre los dolores de la muerte, cierta maravillosa dulzura, como anticipado sabor de la gloria que luego ha de darles. Y así como los que mueren en pecado comienzan ya en el lecho mortuorio a sentir algo de las penas infernales, por el remordimiento, terror y desesperación, los justos, al contrario, con sus actos frecuentísimos de amor de Dios, sus deseos y esperanzas de gozar de la presencia del Señor, ya antes de morir empiezan a disfrutar de aquella santa paz que después plenamente gozarán en el Cielo. La muerte de los Santos no es castigo, sino premio. Cuando diere sueño a sus amados, he aquí la herencia del Señor (Sal. 126, 2-3). La muerte del que ama a Dios no es muerte, es sueño; de suerte, que puede exclamar: En paz dormiré juntamente y reposaré (Sal. 4, 9).

   El Padre Suárez murió con tan dulce paz, que poco antes dijo: «No podía imaginar que la muerte me trajese tanta suavidad.» Al Cardenal Baronio amonestó su médico que no pensase tanto en la muerte, y él respondió: «¿Y por qué? ¿Acaso he de temerla? No la temo; al contrario, la amo.» Según refiere Santero, el Cardenal Ruffense, estando a punto de morir por la fe, mandó que le trajesen su mejor traje, diciendo que iba a las bodas. Y cuando vio el patíbulo, arrojó el báculo en que se apoyaba y exclamó: Andad, pies; andad ligeros, que el Paraíso está cerca. Antes de morir cantó el Te Deum en acción de gracias a Dios porque le hacía mártir de la fe, y luego, con suma alegría, puso la cabeza bajo el hacha del verdugo. San Francisco de Asís cantaba en la hora de la muerte, e invitaba a que le acompañasen a los demás religiosos presentes. «Padre —le dijo fray Elías—, al morir, más debemos llorar que cantar.» «Pues yo —replicó el Santo— no puedo menos de cantar cuando veo que en breve iré a gozar de Dios.» Una religiosa teresiana, al morir en la flor de su edad, decía a las monjas que alrededor de ella lloraban: «¡Oh Dios mío! ¿Por qué lloráis vosotras? Voy a unirme a mi Señor Jesucristo. Alegraos conmigo si me amáis.

   Refiere el Padre Granada que un día un cazador halló a un solitario moribundo cubierto de lepra y que estaba cantando. «¿Cómo —le dijo el cazador— podéis cantar estando así?» Y el ermitaño respondió: «Hermano, entre Dios y yo no se interpone otra muralla que este cuerpo mío, y como veo ahora que se cae a pedazos, que se desmorona la cárcel y que pronto veré a Dios, me regocijo y canto.» Este anhelo de ver al Señor movía a San Ignacio, mártir, cuando dijo que si las fieras no venían a devorarle, él mismo las excitaría para que fuesen. Santa Catalina de Génova no podía soportar el que se tuviese por desgracia la muerte, y decía: « ¡Oh muerte amada, y cuan mal te aprecian! ¿Por qué no vienes a mí, que día y noche te estoy llamando ?» Y Santa Teresa de Jesús (Vida, c. 7) deseaba tanto dejar este mundo, que decía que el no morir era su muerte, y con ese pensamiento compuso su célebre poesía: Que muero porque no muero. Tal es la muerte de los Santos.

AFECTOS Y PETICIONES

   ¡Ah mi Dios y Sumo Bien! Aunque en lo pasado no os amé, ahora me entrego a Vos; despídeme de toda criatura y os elijo a Vos como mi amor único, amabilísimo Señor mío. Decidme lo que de mí queréis, que yo quiero cumplir vuestra santa voluntad... No más ofenderos, pues en serviros a Vos deseo emplear la vida que me queda. Dadme fuerza y ánimo para compensar con mi amor la ingratitud de que fui culpable. Merecía muchos años ha estar ardiendo en las llamas infernales; pero me habéis esperado y buscado de tal modo, que me atraéis a Vos enteramente. Haced que arda en el fuego de vuestro santo amor. Os amo, Bondad infinita, y pues queréis que a Vos sólo ame, y justamente lo queréis, porque me habéis amado más que nadie, y porque únicamente Vos merecéis amor, 85 a Vos solo amaré, y haré cuanto pueda para complaceros. Haced de mí lo que queráis. Bástame amaros y que me améis.

   ¡María, Madre mía, ayudadme y rogad por mí a Jesús!

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