PUNTO TERCERO
Hemos de vivir como si cada
momento
fuera el último de nuestra vida
Es preciso que procuremos
hallarnos a todas horas como quisiéramos estar a la hora de la Muerte.
«bienaventurados los muertos que mueren en el señor» (ap., 14, 15). dice a este
propósito San Ambrosio que los que bien mueren son, aquellos que a morir están
ya muertos al mundo, o sea desprendidos de los bienes que por fuerza entonces
dejarán. Por eso es necesario que desde ahora aceptemos el abandono de nuestra
hacienda, la separación de nuestros parientes y de todos los bienes terrenales.
Si no lo hacemos así voluntariamente en la vida, forzosa y necesariamente la
haremos al morir; pero entonces no será sin gran dolor y grave peligro de
nuestra salvación eterna. Adviértenos,
además, San Agustín que ayuda mucho para morir tranquilo arreglar en vida los
intereses temporales, haciendo las disposiciones relativas a los bienes que
hemos de dejar, a fin de que en la hora postrera sólo pensemos en unirnos a Dios,
convendrá entonces no ocuparse sino en las cosas de Dios y de la gloria, que
son harto preciosos los últimos momentos de la vida para disiparlos en asuntos
terrenos. En el trance de la muerte se completa y perfecciona la corona de los
justos, porque entonces se obtiene la mejor cosecha de méritos, abrazando los
dolores y la misma muerte con resignación o amor.
Mas no podrá tener al morir
estos buenos sentimientos quien no se hubiere en vida ejercitado en ellos. para
este fin, algunos fieles practican con gran aprovechamiento la devoción de
renovar cada mes la protestación de muerte, con todos los actos en tal trance
propios de un cristiano, y después de haber confesado y comulgado, imaginando
que se hallan moribundos y a punto de salir de esta vida. Lo que viviendo no se hace, difícil es
hacerlo al morir. La gran sierva de dios Sor Catalina de San Alberto, hija de Santa
Teresa, suspiraba en la hora de la muerte, y exclamaba: «no suspiro, hermanas
mías, por temor de la muerte, que desde hace veinticinco años la estoy
esperando; suspiro al ver tantos engañados pecadores, que esperan para
reconciliarse con Dios a que llegue esta hora de la muerte, en que apenas puedo
pronunciar el nombre de Jesús.»
Examina, pues, hermano mío, si
tu corazón tiene apego todavía a alguna cosa de la tierra, a determinadas
personas, honras, hacienda, casa, conversación o diversiones, y considera que
no has de vivir aquí eternamente. Algún día, muy pronto, lo dejarás todo; ¿por
qué, pues, quieres mantener el afecto en esas cosas aceptando el riesgo de
tener muerte sin paz? Ofrécete, desde luego, por completo a Dios, que puede,
cuando le plazca, privarte de esos bienes. El que desee morir resignado ha de
tener resignación desde ahora en cuantos accidentes contrarios puedan
acaecerle, y ha de apartar de sí los afectos a las cosas del mundo. Figuraos
que vais a morir —dice San Jerónimo—, y fácilmente lo despreciaréis todo.
Si aún no habéis hecho la
elección de estado, elegid el que en la hora de la muerte querríais haber
escogido, el que pudiera procuraros más dichoso tránsito a la eternidad. Si ya
lo habéis elegido, haced lo que al morir quisierais haber hecho en vuestro
estado. Proceded como si cada día fuese el último de vuestra vida, cada acción
la postrera que hiciereis; la última oración, la última confesión, la última
comunión. Imagínate que estás moribundo, tendido en el lecho, y que oyes
aquellas imperiosas palabras: sal de este mundo. ¡ cuanto pueden ayudar estos
pensamientos para dirigirnos bien y menospreciar las cosas mundanas! «Bienaventurado
el siervo a quien hallare su señor así haciendo cuando viniere» (Mt., 24, 46).
el que espera la muerte a todas horas, aun cuando muera de repente, no dejará
de morir bien.
AFECTOS Y PETICIONES
Todo cristiano, cuando se le
anuncia la hora de la muerte, debe estar preparado para decir: «me quedan, Señor,
pocas horas de vida; quiero emplearlas en amaros cuanto pueda, para seguiros
amándoos en la eternidad. poco me queda que ofreceros, pero os ofrezco estos
dolores y el sacrificio de mi vida, en unión del que os ofreció por mí Jesucristo
en la Cruz. Pocas y breves son, Señor, las penas que padezco, en comparación de
las que he merecido; mas tales como son, las abrazo en muestra del amor que os
tengo. Resignóme a cuantos castigos queráis darme en esta y en la otra vida. y
con tal que pueda amaros eternamente, castigadme cuanto os plazca; pero no me
privéis de vuestro amor. Reconozco que no merezco amaros por haber tantas veces
despreciado vuestro amor; mas vos no sabéis desechar a un alma arrepentida. Duélame,
¡oh suma bondad!, de haberos ofendido. Os amo con todo mi corazón, y en vos
confío enteramente. Vuestra muerte es mi esperanza, ¡oh Redentor mío! y en
vuestras manos taladradas encomiendo mi alma. ¡Oh Jesús mío!, para salvarme
disteis vuestra sangre toda. No permitáis que me aparte de vos. Os amo, eterno Dios,
y espero que os amaré en toda la eternidad.
¡Virgen
y Madre mía, ayudadme en mi última hora! ¡os entrego mi alma! ¡pedid a vuestro Hijo
que se apiade de mí! ¡A Vos me encomiendo; libradme de la eterna condenación!
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