PUNTO TERCERO
En gran peligro se pone el
insensato
que comete un nuevo pecado.
«Hijo, ¿pecaste? no vuelvas a pecar otra
vez; mas ruega para que las culpas antiguas, te sean perdonadas» (Ecl., 21, 1).
Ve lo que te advierte, ¡oh cristiano!, Nuestro Señor, porque desea salvarte. «No
me ofendas, hijo, nuevamente, y pide en adelante perdón de tus pecados.» Y
cuando más hubieres ofendido a Dios, hermano mío, tanto más debes temer la
reincidencia en ofenderle; porque tal vez otro nuevo pecado que cometieres hará
caer la balanza de la divina justicia, y serás condenado. No digo
absolutamente, porque no lo sé, que no haya perdón para ti si cometes otro
pecado; pero afirmo que eso puede muy bien acaecer. De suene que, cuando
sintieres la tentación, debes decirte: ¿quién sabe si Dios no me perdonará más
y me condenaré?
Dime, por tu vida: ¿tomarías un manjar si
creyeras ser probable que estuviera envenenado? Si presumieras fundadamente que
en un camino estaban apostados tus enemigos para matarte, ¿pasarías por allí
pudiendo utilizar otra más segura vía? pues ¿qué certidumbre ni qué
probabilidad puedes tener de que volviendo a pecar sentirás luego verdadera
contrición y no volverás a la culpa aborrecible? O que si nuevamente pecares,
¿no te hará Dios morir en el acto mismo del pecado, o te abandonará después? ¡Oh
Dios, qué ceguedad!
Al comprar una casa, tomas prudentemente las
necesarias precauciones para no perder tu dinero. si vas a usar de alguna
medicina, procurarás estar seguro de que no te puede dañar. al cruzar un río,
cuidas de no caer en él. Y luego, por un vil placer, por un deleite brutal,
arriesgas tu eterna salvación, diciendo: ya me confesaré de eso. Mas yo
pregunto: ¿y cuándo te confesarás? —el domingo. —¿Y quién te asegura que
vivirás el domingo? —mañana mismo. —¿Y cómo con tal certeza tratas de
confesarte mañana, cuando no sabes siquiera si tendrás una hora más de vida? «¿Tienes
un día —dice San Agustín— cuando no tienes una hora?» Dios —sigue diciendo el Santo—promete
perdonar al que se arrepiente, mas no promete el día de mañana al que le ha
ofendido. Si ahora pecas, tal vez Dios te dará tiempo de hacer penitencia, o
tal vez no. Y si no te lo da, ¿qué será de ti eternamente?
Sin embargo, por un mísero placer pierdes tu
alma y la pones en peligro de quedar perdida por toda la eternidad. ¿Arriesgarías
mil ducados por esa vil satisfacción? Digo más: ¿Lo darías todo, hacienda,
casa, poder, libertad y vida, por un breve gusto ilícito? Seguramente, no. Con
todo, por ese mismo deleznable placer quieres en un punto dar por perdidos para
ti a Dios, el alma y la gloria. Dime, pues: estas cosas que enseña la fe, ¿son
altísimas verdades o no es más que pura fábula el que haya gloria, infierno y
eternidad? ¿crees que si la muerte te sorprende en pecado estarás para siempre
perdido?... ¡Qué temeridad, qué locura condenarte tú mismo a perdurables penas
con la vana esperanza de remediarlo luego! «Nadie quiere enfermar con la
esperanza de curarse», dice San Agustín. ¿No tendríamos por loco a quien
bebiese veneno, diciendo: quizá con un remedio me salvaré? ¿Y tú quieres la
condenación a eterna muerte, fiado en que tal vez luego puedas librarte de
ella?... ¡Oh locura terrible, que tantas almas ha llevado y lleva al infierno,
según la amenaza del Señor! «Pecaste confiando temerariamente en la divina misericordia;
de improviso, vendrá al castigo sobre ti, sin que sepas de dónde viene» (Is., 47,
10-11).
AFECTOS Y PETICIONES
Ved, Señor, a uno de esos locos que tantas
veces ha perdido el alma y vuestra gracia con la esperanza de recuperarla
después. Y si me hubieseis enviado la muerte en aquel instante en que pequé,
¿qué hubiera sido de mí? Agradezco con todo mi corazón vuestra clemencia en
esperarme y en darme a conocer mi locura. Conozco que deseáis salvarme, y yo me
quiero salvar. Duélame, ¡oh Bondad Infinita!, de haberme tantas veces apartado
de Vos. Os amo fervorosamente, y espero, ¡oh Jesús!, que, por los merecimientos
de vuestra Preciosa Sangre, no recaeré en tal demencia. Perdonadme, Señor, y
acogedme en vuestra gracia, que no quiero separarme de vos. In te, domine,
speravi, non confundar in aetemum. Así espero, Redentor mío, no sufrir ya la
desdicha y confusión de verme otra vez privado de vuestro amor y gracia. Concededme
la santa perseverancia, y haced que siempre os la pida, especialmente en las
tentaciones, invocando vuestro sagrado nombre, o el de vuestra Santísima Madre;
«¡Jesús mío, ayudadme!... ¡María, Madre nuestra, amparadme!...» Sí, Reina y Señora
mía; acudiendo a Vos nunca seré vencido. Y si persiste la tentación, haced, Madre
mía, que persista yo en invocaros.
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