viernes, 10 de abril de 2020

36.2. DE LA CONFORMIDAD CON LA VOLUNTAD DE DIOS (Cont)


PUNTO SEGUNDO
Debemos conformarnos con la voluntad de
Dios en todas las adversidades de la vida.

   No sólo debernos recibir con resignación los padecimientos que directamente nos vienen de la mano de Dios, corno las enfermedades, las desolaciones de espíritu, la pérdida casual de la hacienda o de los parientes, sino también los que nos vienen de Dios indirectamente, o sea por medio de los hombres, como las calumnias, los desprecios, las injusticias y todas las otras suertes de persecuciones. Estemos bien advertidos que, cuando nos ofenden en la honra o en la hacienda, Dios no quiere el pecado del ofensor, pero sí quiere nuestra pobreza y humillación. No hay duda que todo cuanto sucede es por voluntad de Dios. «Yo soy el Señor que formó la luz y creó las tinieblas; Yo soy el que hago la paz y envío los castigos». Y ya antes dijo el Eclesiástico: «Los bienes v los males, la muerte y la vida..., vienen de Dios». En suma, todo viene de Dios, así los bienes como los males.

   Llamamos males a ciertos acaecimientos de la vida, porque nosotros les damos este nombre y los convertimos en tales; porque si los aceptásemos con resignación, como venidos de la mano de Dios, estos mismos males se trocarían para nosotros en bienes. Las perlas más preciosas engastadas en las coronas de los santos son las tribulaciones que han padecido gustosos, como venidas de la mano de Dios. Cuando avisaron al santo Job que los sabeos le habían robado toda su hacienda, ¿qué respondió? «E1 Señor me lo dio, el Señor me lo quitó.» No dice: «El Señor me dio los bienes y los sabeos me los quitaron, sino que dice: «El Señor me los ha dado, el Señor me los ha quitado.» Y por eso le bendecía, pensando que todo había acaecido según su soberana voluntad. «Se ha hecho lo que es de su agrado; bendito sea el nombre del Señor». Cuando los santos mártires Atón y Epicteto eran torturados con uñas de hierro y teas encendida, no decían más que estas palabras: «Cúmplase, Señor, en nosotros vuestra santísima voluntad.» Y al morir, las últimas palabras que salieron de sus labios fueron éstas: «Bendito seas, Dios eterno, porque nos has dado la gracia de que se cumpla en nosotros tu santa voluntad». Cuenta Cesáreo de cierto monje que, no obstante llevar vida ordinaria y no más austera que los demás, obraba, sin embargo, estupendos milagros. Maravillado de esto el abad, le preguntó un día qué devociones practicaba. Respondióle el santo monje que bien sabía él que era más imperfecto que los demás, pero que tenía particular empeño en conformarse en todo con la voluntad de Dios. «Pero ¿no sentiste ninguna desazón —repuso el Superior— cuando el otro día los enemigos nos causaron tantos destrozos en nuestras tierras?» «No, Padre mío —contestó el monje—; al contrario, di gracias al Señor, porque sé que todo lo hace o lo permite para nuestro bien.» Por estas palabras conoció el abad la santidad de este buen religioso.

   Lo mismo debemos hacer nosotros cuando nos sobreviene alguna adversidad: aceptémoslo todo de la mano de Dios, no sólo con paciencia, sino también con alegría, a ejemplo de los apóstoles, que gozaban al verse maltratados por Cristo. «Se retiraron de la presencia del concilio muy gozosos, porque habían sido hallados dignos de sufrir aquel ultraje por el nombre de Dios». ¿Y qué mayor contento que padecer alguna cruz y saber que abrazándonos con ella damos gusto a Dios? Si queremos gozar de continua y santa paz, procuremos de hoy en adelante abrazarnos con la voluntad de Dios, y en todo lo que nos suceda digamos con Jesucristo: «Bien, Padre mío, por haber sido de tu agrado que fuese así». A esto debemos enderezar todas nuestras meditaciones, comuniones, visitas y plegarias, rogando siempre a Dios que nos haga conformes con su voluntad. Al mismo tiempo ofrezcámonos a El diciendo: «Aquí  me tenéis, Dios mío; haced de mí lo que os plazca.» Santa Teresa(16) se ofrecía a Dios lo menos cincuenta veces al día, para que dispusiera de ella como mejor le agradare.

AFECTOS Y PETICIONES

   ¡Ah divino Rey mío, amantísimo Redentor!, venid y reinad Vos solo en mi pobre alma. Tomad posesión de toda mi voluntad, a fin de que no desee ni quiera sino lo que Vos queréis. ¡Oh Jesús mío!, en mi vida pasada os he disgustado tantas veces contrariando vuestra divina voluntad. Me arrepiento de ello como de la mayor de las desgracias; duélome y me arrepiento de todo corazón. Bien sé que merezco castigo; no lo rehúso, sino que lo acepto; libradme solamente del castigo de privarme de vuestro amor; después haced de mí lo que os agrade.

   Os amo, carísimo Redentor mío; es amo. ¡oh Dios mío!, y porque os amo quiero hacer cuanto queráis. ¡Oh voluntad de Dios!, tú eres todo mi amor. ¡Oh Sangre de mi Jesús!, tú eres mi esperanza y por Ti espero vivir siempre unido a la voluntad de Dios; ella será mi guía, mi deseo, mi amor y mi paz. En ella quiero vivir y reposar siempre. «En su paz dormiré y descansaré». En todos los sucesos de mi vida diré siempre: «Dios mío. Vos así lo habéis querido, así lo quiero yo también; cúmplase siempre en mí vuestra voluntad.» ¡Oh Jesús mío!, por vuestros méritos concededme la gracia de repetir sin cesar esta bella máxima de amor: «Hágase tu voluntad, hágase tu voluntad.»

   ¡Oh María, Madre mía!, cuan dichosa sois por haber hecho siempre la voluntad de Dios. Alcanzadme la gracia de que la cumpla yo también de hoy en adelante; ¡oh Reina mía!, por el amor que tenéis a Jesucristo, impetradme esta gracia; de Vos la espero.

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