PUNTO SEGUNDO
Debemos conformarnos con la voluntad de
Dios en todas las adversidades de la vida.
No sólo debernos recibir con resignación los
padecimientos que directamente nos vienen de la mano de Dios, corno las
enfermedades, las desolaciones de espíritu, la pérdida casual de la hacienda o
de los parientes, sino también los que nos vienen de Dios indirectamente, o sea
por medio de los hombres, como las calumnias, los desprecios, las injusticias y
todas las otras suertes de persecuciones. Estemos bien advertidos que, cuando
nos ofenden en la honra o en la hacienda, Dios no quiere el pecado del ofensor,
pero sí quiere nuestra pobreza y humillación. No hay duda que todo cuanto
sucede es por voluntad de Dios. «Yo soy el Señor que formó la luz y creó las
tinieblas; Yo soy el que hago la paz y envío los castigos». Y ya antes dijo el
Eclesiástico: «Los bienes v los males, la muerte y la vida..., vienen de Dios».
En suma, todo viene de Dios, así los bienes como los males.
Llamamos males a ciertos acaecimientos de la vida, porque nosotros les damos
este nombre y los convertimos en tales; porque si los aceptásemos con resignación,
como venidos de la mano de Dios, estos mismos males se trocarían para nosotros
en bienes. Las perlas más preciosas engastadas en las coronas de los santos son
las tribulaciones que han padecido gustosos, como venidas de la mano de Dios.
Cuando avisaron al santo Job que los sabeos le habían robado toda su hacienda,
¿qué respondió? «E1 Señor me lo dio, el Señor me lo quitó.» No dice: «El Señor
me dio los bienes y los sabeos me los quitaron, sino que dice: «El Señor me los
ha dado, el Señor me los ha quitado.» Y por eso le bendecía, pensando que todo
había acaecido según su soberana voluntad. «Se ha hecho lo que es de su agrado;
bendito sea el nombre del Señor». Cuando los santos mártires Atón y Epicteto
eran torturados con uñas de hierro y teas encendida, no decían más que estas
palabras: «Cúmplase, Señor, en nosotros vuestra santísima voluntad.» Y al
morir, las últimas palabras que salieron de sus labios fueron éstas: «Bendito
seas, Dios eterno, porque nos has dado la gracia de que se cumpla en nosotros
tu santa voluntad». Cuenta Cesáreo de cierto monje que, no obstante llevar vida
ordinaria y no más austera que los demás, obraba, sin embargo, estupendos
milagros. Maravillado de esto el abad, le preguntó un día qué devociones
practicaba. Respondióle el santo monje que bien sabía él que era más imperfecto
que los demás, pero que tenía particular empeño en conformarse en todo con la
voluntad de Dios. «Pero ¿no sentiste ninguna desazón —repuso el Superior—
cuando el otro día los enemigos nos causaron tantos destrozos en nuestras
tierras?» «No, Padre mío —contestó el monje—; al contrario, di gracias al
Señor, porque sé que todo lo hace o lo permite para nuestro bien.» Por estas
palabras conoció el abad la santidad de este buen religioso.
Lo
mismo debemos hacer nosotros cuando nos sobreviene alguna adversidad:
aceptémoslo todo de la mano de Dios, no sólo con paciencia, sino también con
alegría, a ejemplo de los apóstoles, que gozaban al verse maltratados por
Cristo. «Se retiraron de la presencia del concilio muy gozosos, porque habían
sido hallados dignos de sufrir aquel ultraje por el nombre de Dios». ¿Y qué
mayor contento que padecer alguna cruz y saber que abrazándonos con ella damos
gusto a Dios? Si queremos gozar de continua y santa paz, procuremos de hoy en
adelante abrazarnos con la voluntad de Dios, y en todo lo que nos suceda
digamos con Jesucristo: «Bien, Padre mío, por haber sido de tu agrado que fuese
así». A esto debemos enderezar todas nuestras meditaciones, comuniones, visitas
y plegarias, rogando siempre a Dios que nos haga conformes con su voluntad. Al
mismo tiempo ofrezcámonos a El diciendo: «Aquí me tenéis, Dios mío; haced
de mí lo que os plazca.» Santa Teresa(16)
se ofrecía a Dios lo menos cincuenta veces al día, para que dispusiera de ella
como mejor le agradare.
AFECTOS Y PETICIONES
¡Ah divino Rey mío, amantísimo Redentor!,
venid y reinad Vos solo en mi pobre alma. Tomad posesión de toda mi voluntad, a
fin de que no desee ni quiera sino lo que Vos queréis. ¡Oh Jesús mío!, en mi
vida pasada os he disgustado tantas veces contrariando vuestra divina voluntad.
Me arrepiento de ello como de la mayor de las desgracias; duélome y me
arrepiento de todo corazón. Bien sé que merezco castigo; no lo rehúso, sino que
lo acepto; libradme solamente del castigo de privarme de vuestro amor; después
haced de mí lo que os agrade.
Os amo, carísimo Redentor mío; es amo. ¡oh
Dios mío!, y porque os amo quiero hacer cuanto queráis. ¡Oh voluntad de Dios!,
tú eres todo mi amor. ¡Oh Sangre de mi Jesús!, tú eres mi esperanza y por Ti
espero vivir siempre unido a la voluntad de Dios; ella será mi guía, mi deseo,
mi amor y mi paz. En ella quiero vivir y reposar siempre. «En su paz dormiré y
descansaré». En todos los sucesos de mi vida diré siempre: «Dios mío. Vos así
lo habéis querido, así lo quiero yo también; cúmplase siempre en mí vuestra
voluntad.» ¡Oh Jesús mío!, por vuestros méritos concededme la gracia de repetir
sin cesar esta bella máxima de amor: «Hágase tu voluntad, hágase tu voluntad.»
¡Oh María, Madre mía!, cuan dichosa sois por
haber hecho siempre la voluntad de Dios. Alcanzadme la gracia de que la cumpla
yo también de hoy en adelante; ¡oh Reina mía!, por el amor que tenéis a
Jesucristo, impetradme esta gracia; de Vos la espero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario