Non est pax impiis, dicit
Dominus.
No
hay paz para los impíos,
dice el Señor.
Is., 48, 22.
PUNTO PRIMERO
Los bienes del mundo no pueden
satisfacer el corazón del hombre.
Afánanse
en esta vida todos los hombres para hallar la paz. Trabajan el mercader, el
soldado, el litigante, porque piensan que con la hacienda, el lauro merecido o
el pleito ganado obtendrán los favores de la fortuna y alcanzarán la paz. Mas,
¡ah, pobres mundanos, que buscáis en el mundo la paz que no puede daros! Dios
sólo puede dárnosla. Da a tus siervos —dice la Iglesia en sus preces— aquella
paz que el mundo no puede dar.
No,
no puede el mundo, con todos sus bienes, satisfacer el corazón del hombre,
porque el hombre no fue creado para este linaje de bienes, sino únicamente para
Dios; de suerte que sólo en Dios puede hallar ventura y reposo. El ser irracional, creado para la vida de los
sentidos, busca y encuentra la paz en los bienes de la tierra. Dad a un jumento
un haz de hierba; dad a un perro un trozo de carne, y quedarán contentos, sin
desear cosa alguna. Pero el alma, creada para amar a Dios y unirse a Él, no
halla su paz en los deleites sensuales; Dios únicamente puede hacerla
plenamente dichosa.
Aquel
rico de que habla San Lucas (12, 19) había recogido de sus campos ubérrima
cosecha, y se decía a si propio: «Alma mía, ya tienes muchos bienes de repuesto
para muchísimos años; descansa, come, bebe...» Mas este infeliz rico fue llamado
loco, y con harta razón, dice San Basilio. «¡Desgraciado! —exclamó el santo—. ¿Acaso
tienes el alma de un cerdo, o de otra bestia, y pretendes contentarla con beber
y comer, con los deleites sensuales?» El hombre, escribe San Bernardo, podrá
hartarse, mas no satisfacerse con los bienes del mundo. El mismo santo,
comentando aquel texto del evangelio (Mi., 19, 27): «Bien veis que lo abandonamos
todo», dice que ha visto muchos locos con diversas locuras. Todos —añade— padecían
hambre devoradora; pero unos se saciaban con tierra, emblema de los avaros;
otros con aire, figura de los vanidosos; otros, alrededor de la boca de un
horno, atizaban las fugaces llamas, representación de los iracundos; aquellos,
por último, símbolo de los deshonestos, en la orilla de un fétido lago bebían
sus corrompidas aguas. y dirigiéndose después a todos, les dice el
santo: «¿No veis, insensatos, que todo eso antes os acrecienta que os extingue
el hambre?» Los bienes del mundo son bienes aparentes, y por eso no pueden
satisfacer el corazón del hombre (Ag., 1, 6); así, el avaro, cuanto más
atesora, más quiere atesorar, dice San Agustín. El deshonesto, cuanto más se
hunde en el cieno de sus placeres, mayor amargura y, a la vez, más terribles
deseos siente, ¿y cómo podrá aquietarse su corazón con la inmundicia sensual? Lo
propio sucede al ambicioso, que aspira a saciarse con el humo sutil de
vanidades, poder y riquezas; porque el ambicioso más atiende a lo que le falta
que a lo que posee. Alejandro Magno, después de haber conquistado tantos
reinos, se lamentaba por no haber adquirido el dominio de otras naciones. Si
los bienes terrenos bastasen para satisfacer al hombre, los ricos y los
monarcas serían plenamente venturosos; pero la experiencia demuestra lo
contrario. afírmalo Salomón (Ecl., 2, 10), que asegura no había negado nada a
sus deseos, y, con todo, exclama (Ecl., 1, 2): «Vanidad de vanidades, y todo es
vanidad»; es decir, cuanto hay en el mundo es mera vanidad, mentira, locura...
AFECTOS Y PETICIONES
¿Qué me han dejado, Dios mío, las ofensas
que os hice, sino amarguras y penas y méritos para el infierno? No me abruma el
dolor que por ello siento, antes bien, me consuela y alivia, porque es un don
de vuestra gracia, que va unido a la esperanza de que me habéis de perdonar. Lo
que me aflige es lo mucho que os he injuriado a Vos, Redentor mío, que tanto me
amasteis. Merecía yo, Señor, que del todo me abandonaseis; pero, lejos de eso,
veo que me ofrecéis perdón y que sois el primero en procurar la paz.
Sí, Jesús mío, paz deseo con Vos y vuestra
gracia más que todas las cosas. Duéleme,
¡Oh bondad infinita!, de haberos ofendido, y quisiera morir de pura contrición.
Por el amor que me tuvisteis muriendo por mí en la cruz, perdonadme y acogedme
en vuestro corazón, mudando el mío de tal modo, que cuando os ofendí en lo
pasado, tanto os agrade en lo por venir. Renuncio por vuestro amor a todos los
placeres que el mundo pudiera darme, y resuelvo perder antes la vida que
vuestra gracia. decidme qué queréis que haga para serviros, que yo deseo
ponerlo por obra. Nada de placeres, ni honras, ni riquezas; sólo a Vos amo, Dios
mío, mi gozo, mi gloria, mi tesoro, mi vida, mi amor y mi todo. Dadme, Señor,
auxilio para seros fiel, y el don de vuestro amor, y haced de mí lo que os
agrade.
¡Oh María, Madre y
esperanza mía!, después de Jesús, ponedme bajo vuestro amparo y haced que sea
todo de Dios
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