PUNTO TERCERO
El pecador contrista el corazón
de Dios
El
pecador injuria, deshonra a Dios y, además, en cuanto es de su parte, le colma
de amargura, pues no hay amargura más sensible que la de verse pagado con
ingratitud por una persona amada y en extremo favorecida. ¿Y a qué se atreve el
pecador?... Ofende a un Dios que le creó y le amó tanto, que dio por su amor la
sangre y la vida. Y el hombre le arroja de su corazón al cometer un pecado
mortal. Dios habita en el alma que le ama. «Si alguno me ama..., mi Padre le
amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn., 14, 23). Notad la expresión haremos morada. Dios viene
a esa alma y en ella fija su mansión: de suerte que no la deja, a no ser que el
alma le arroje de sí. «No abandona si no es abandonado», Como dice el Concilio
de Trento. Y puesto que vos sabéis, Señor, que aquel ingrato ha de arrojaros de
sí, ¿Por qué no le dejáis desde luego? Abandonadle, partid antes que se os haga
esa gran ofensa... no, dice el Señor; no quiero dejarle, sino esperar a que él
mismo me despida. De suerte que, apenas el alma consiente en el pecado, dice a su
Dios (Jb., 21, 14): Señor, apartaos de mí. No lo dice con palabras, sino con
hechos, como advierte San Gregorio: «Harto sabe el pecador que Dios no puede
vivir con el pecado». Bien ve que si peca tiene Dios que apartarse de él. De
modo que, en rigor, le dice: ya que no podéis estar con mi pecado y habéis de
alejaros de mí, idos cuando os plazca. Y al despedir a Dios del alma hace que
en seguida entre el enemigo a tomar posesión de ella. Por la misma
puerta por donde sale Dios entra el demonio. «Entonces va y toma consigo otros
siete espíritus peores que él, y entran dentro y moran allí» (Mt., 12, 45). Cuando
se bautiza a un niño, el sacerdote exorciza al enemigo diciéndole: «Sal de
aquí, espíritu inmundo, y da lugar al Espíritu Santo»; porque aquella alma del
bautizado, al recibir la gracia, se convierte en templo de Dios (1 co., 3, 16).
Pero cuando el hombre consiente en
pecar, efectúa precisamente lo contrario, diciendo a Dios, que estaba en su alma:
«Sal de aquí, Señor, y da lugar al demonio.» De esto se lamentaba el Señor con Santa
Brígida cuando le dijo que, al despedirle el pecador, procedía como si quitase al
rey su propio trono: «Soy como un rey arrojado de su propio reino; y en mi
lugar se elige a un pésimo ladrón.»
¿Qué pena no sentiríais si recibieseis grave
ofensa de alguien a quien hubieseis favorecido mucho? Pues esa misma pena
causáis a Dios, que llegó hasta dar su vida por salvaros. Clama el Señor a la tierra y al cielo para
que le compadezcan por la ingratitud con que le tratan los pecadores: «Oíd, ¡oh
cielos!, y tú, ¡oh tierra!, escucha... Hijos creé y engrandecí.., pero ellos me
despreciaron» (Is., 1, 2). en suma, los pecadores afligen con sus pecados al corazón
del Señor... (Is., 63, 10). Dios no puede sentir dolor; pero —como dice el Padre
Medina;— si fuese posible que le sintiera, sólo un pecado mortal bastaría para hacerle
morir, por la infinita pesadumbre que le causaría. Sí, pues, afirma San Bernardo,
«El pecado, por cuanto en sí es, da muerte a Dios». De manera que los
pecadores, al cometer un pecado mortal, hieren, por decirlo así, a su Señor, y
nada omiten para quitarle la vida, si pudieran. y según dice San Pablo (He.,
10, 29), pisotean al Hijo de Dios, y desprecian todo lo que Jesucristo hizo y
padeció para quitar el pecado del mundo.
AFECTOS Y PETICIONES
¿De suerte, Redentor mío, que cuantas veces
pequé os arrojé de mi alma y puse por obra todo lo que bastara para daros
muerte si pudieseis morir? Oigo, Señor, que me decís: «¿Qué te hice o en qué te
contristé, para que tanto me hayas contristado?...» ¿Me preguntáis, Señor, qué
mal me habéis hecho?... Me disteis el ser, y habéis muerto por mí: ¡ tal es el
mal que hicisteis!... ¿Qué he de responderos?... Os digo, Señor, que merezco
mil veces el infierno, y que muy justamente pudierais mandarme a él. Pero
acordaos de aquel amor que os hizo morir por mí en la cruz; acordaos de la
sangre que por mi amor derramasteis, y tened compasión de mi... mas ya
entiendo, Señor que estáis a la puerta de mi corazón (de este corazón que os
arrojó de sí) y que llamáis con vuestras inspiraciones para entrar en él, pidiéndome
que os abra... (Ap., 3, 20; Cant., 5,2), sí, Jesús mío; yo me aparto del
pecado; duéleme de todo corazón de haberos ofendido y os amo sobre todas las cosas.
Entrad, amor mío; abierta tenéis la puerta; entrad, y no os apartéis jamás de
mí. Abrasadme con vuestro amor, y no permitáis que de vos vuelva a separarme...
no, Dios mío, nunca volvamos a separarnos. Os abrazo y estrecho a mi corazón...
Dadme Vos la santa perseverancia...
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