viernes, 10 de abril de 2020

15.3. DE LA MALICIA DEL PECADO MORTAL (Cont)


PUNTO TERCERO
El pecador  contrista el corazón de Dios

   El pecador injuria, deshonra a Dios y, además, en cuanto es de su parte, le colma de amargura, pues no hay amargura más sensible que la de verse pagado con ingratitud por una persona amada y en extremo favorecida. ¿Y a qué se atreve el pecador?... Ofende a un Dios que le creó y le amó tanto, que dio por su amor la sangre y la vida. Y el hombre le arroja de su corazón al cometer un pecado mortal. Dios habita en el alma que le ama. «Si alguno me ama..., mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn., 14, 23).  Notad la expresión haremos morada. Dios viene a esa alma y en ella fija su mansión: de suerte que no la deja, a no ser que el alma le arroje de sí. «No abandona si no es abandonado», Como dice el Concilio de Trento. Y puesto que vos sabéis, Señor, que aquel ingrato ha de arrojaros de sí, ¿Por qué no le dejáis desde luego? Abandonadle, partid antes que se os haga esa gran ofensa... no, dice el Señor; no quiero dejarle, sino esperar a que él mismo me despida. De suerte que, apenas el alma consiente en el pecado, dice a su Dios (Jb., 21, 14): Señor, apartaos de mí. No lo dice con palabras, sino con hechos, como advierte San Gregorio: «Harto sabe el pecador que Dios no puede vivir con el pecado». Bien ve que si peca tiene Dios que apartarse de él. De modo que, en rigor, le dice: ya que no podéis estar con mi pecado y habéis de alejaros de mí, idos cuando os plazca. Y al despedir a Dios del alma hace que en seguida entre el enemigo a tomar posesión de ella. Por la misma puerta por donde sale Dios entra el demonio. «Entonces va y toma consigo otros siete espíritus peores que él, y entran dentro y moran allí» (Mt., 12, 45). Cuando se bautiza a un niño, el sacerdote exorciza al enemigo diciéndole: «Sal de aquí, espíritu inmundo, y da lugar al Espíritu Santo»; porque aquella alma del bautizado, al recibir la gracia, se convierte en templo de Dios (1 co., 3, 16).  Pero cuando el hombre consiente en pecar, efectúa precisamente lo contrario, diciendo a Dios, que estaba en su alma: «Sal de aquí, Señor, y da lugar al demonio.» De esto se lamentaba el Señor con Santa Brígida cuando le dijo que, al despedirle el pecador, procedía como si quitase al rey su propio trono: «Soy como un rey arrojado de su propio reino; y en mi lugar se elige a un pésimo ladrón.»

   ¿Qué pena no sentiríais si recibieseis grave ofensa de alguien a quien hubieseis favorecido mucho? Pues esa misma pena causáis a Dios, que llegó hasta dar su vida por salvaros.  Clama el Señor a la tierra y al cielo para que le compadezcan por la ingratitud con que le tratan los pecadores: «Oíd, ¡oh cielos!, y tú, ¡oh tierra!, escucha... Hijos creé y engrandecí.., pero ellos me despreciaron» (Is., 1, 2). en suma, los pecadores afligen con sus pecados al corazón del Señor... (Is., 63, 10). Dios no puede sentir dolor; pero —como dice el Padre Medina;— si fuese posible que le sintiera, sólo un pecado mortal bastaría para hacerle morir, por la infinita pesadumbre que le causaría. Sí, pues, afirma San Bernardo, «El pecado, por cuanto en sí es, da muerte a Dios». De manera que los pecadores, al cometer un pecado mortal, hieren, por decirlo así, a su Señor, y nada omiten para quitarle la vida, si pudieran. y según dice San Pablo (He., 10, 29), pisotean al Hijo de Dios, y desprecian todo lo que Jesucristo hizo y padeció para quitar el pecado del mundo.

AFECTOS Y PETICIONES

   ¿De suerte, Redentor mío, que cuantas veces pequé os arrojé de mi alma y puse por obra todo lo que bastara para daros muerte si pudieseis morir? Oigo, Señor, que me decís: «¿Qué te hice o en qué te contristé, para que tanto me hayas contristado?...» ¿Me preguntáis, Señor, qué mal me habéis hecho?... Me disteis el ser, y habéis muerto por mí: ¡ tal es el mal que hicisteis!... ¿Qué he de responderos?... Os digo, Señor, que merezco mil veces el infierno, y que muy justamente pudierais mandarme a él. Pero acordaos de aquel amor que os hizo morir por mí en la cruz; acordaos de la sangre que por mi amor derramasteis, y tened compasión de mi... mas ya entiendo, Señor que estáis a la puerta de mi corazón (de este corazón que os arrojó de sí) y que llamáis con vuestras inspiraciones para entrar en él, pidiéndome que os abra... (Ap., 3, 20; Cant., 5,2), sí, Jesús mío; yo me aparto del pecado; duéleme de todo corazón de haberos ofendido y os amo sobre todas las cosas. Entrad, amor mío; abierta tenéis la puerta; entrad, y no os apartéis jamás de mí. Abrasadme con vuestro amor, y no permitáis que de vos vuelva a separarme... no, Dios mío, nunca volvamos a separarnos. Os abrazo y estrecho a mi corazón... Dadme Vos la santa perseverancia...

   ¡María, madre mía, socorredme siempre, rogad por mi a Jesús y alcanzadme que jamás pierda yo su santa gracia!

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