Angustia superveniente, requirtrit pacem et non erit; conturbatio
super conturbationem veniet.
super conturbationem veniet.
Sobreviniendo
la aflicción, buscarán la paz y no la habrá;
turbación sobre turbación vendrá.
turbación sobre turbación vendrá.
Ez., 7, 25-26
PUNTO PRIMERO
El pecador
buscará a Dios
en la muerte y
no le hallará
Rechazan
los pecadores la memoria y el pensamiento de la muerte, y procuran hallar la
paz (aunque jamás la obtienen) viviendo en pecado. Mas cuando se ven cerca de
la eternidad y con las angustias de la muerte, no les es dado huir del tormento
de la mala conciencia, ni hallar la paz que buscan, porque ¿cómo ha de hallarla
un alma llena de culpas, que como víboras la muerden ¿De qué paz podrán gozar
pensando que en breve van a comparecer ante Cristo Juez, cuya ley y amistad han
despreciado? Turbación sobre turbación vendrá (Ez. 7, 26). El anuncio de la
muerte ya recibido, la idea de que ha de abandonar para siempre todas las cosas
de este mundo, el remordimiento de la conciencia, el tiempo perdido, el tiempo
que falta, el rigor del juicio de Dios, la infeliz eternidad que espera al
pecador, todo esto forma tempestades horribles, que abruman y confunden el
espíritu y aumentan la desconfianza. Y así, confuso y desesperado, pasará el
moribundo a la otra vida.
Abrahán, confiando en la palabra divina,
esperó en Dios contra toda humana esperanza, y adquirió por ello mérito insigne
(Ro., 4, 18). Mas los pecadores, por des dicha suya, desmerecen y yerran cuando
tejieran, no sólo contra toda racional esperanza, sino contra la fe, puesto que
desprecian las amenazas que Dios dirige a los obstinados. Temen la mala muerte,
pero no temen llevar mala vida. Y, además, ¿quién les asegura que no morirán de
repente, como heridos por un rayo? Y aunque tuvieren en ese trance tiempo dé
convertirse, ¿quién les asegura de que verdaderamente se convertirán? Doce años
tuvo que combatir San Agustín para vencer sus inclinaciones malas. Pues ¿cómo
un moribundo que ha .tenido casi siempre manchada la conciencia podrá
fácilmente hacer una verdadera conversión, en medio de los dolores, de los
vahídos de cabeza y de la confusión de la muerte? Digo verdadera conversión,
porque no bastará entonces decir y prometer con los labios, sino que será
preciso que palabras y promesas salgan del corazón ¡Oh Dios, qué confusión y
espanto no serán los del pobre enfermo que haya descuidado su conciencia cuando
se vea abrumado de culpas, del temor del juicio, del infierno y de la
eternidad! ¡Cuan confuso y angustiado le pondrán tales pensamientos cuando se
halle desmayado, sin luz en la mente y combatido por el dolor de la muerte ya
próxima! Se confesará, prometerá, gemirá, pedirá a Dios perdón, más sin saber
lo que hace. Y, en medio de esa tormenta de agitación, remordimiento, afanes y
temores, pasará a la otra vida (Jb., 34, 20). Bien dice un autor que las súplicas,
llanto y promesas del pecador moribundo son como los de quien estuviere
asaltado por un enemigo que le hubiere puesto un puñal al pecho para
arrebatarle la vida. ¡Desdichado del que sin estar en gracia de Dios pasa del
lecho a la eternidad!
AFECTOS Y PETICIONES
¡Oh llagas de Jesús! Vosotras sois mi
esperanza. Desesperaría yo del perdón de mis culpas y de alcanzar mi eterna
salvación si no os mirase como fuente de gracia y de misericordia, por medio de
la cual Dios derramó toda su Sangre para lavar mi alma de tantos pecados como
ha cometido. Yo os adoro, pues, ¡oh sacrosantas llagas!, y en vosotras confío.
Mil veces detesto y maldigo aquellos indignos placeres con que ofendí a mi
Redentor y miserablemente perdí su amistad. Mas al contemplaros renace mi
esperanza, y se encaminan a vosotras todos mis afectos. ¡Oh amantísimo Jesús!,
merecéis que los hombres todos os amen con todo su corazón; y aunque yo tanto
os he ofendido y despreciado vuestro amor, Vos me habéis sufrido y piadosamente
invitado a que busque perdón. ¡Ah Salvador mío, no permitáis que vuelva a
ofenderos y que me condene! ¡Qué tormento sufriría yo en el infierno al ver
vuestra Sangre y los actos de misericordia que por mí hicisteis! Os amo, Señor,
y quiero amaros siempre. Dadme la perseverancia; desasid mi corazón de todo
amor que no sea el vuestro, e infundid en mi alma firme deseo y verdadera
resolución de amar desde ahora sólo a Vos, mi Sumo Bien.
¡Oh María, Madre amorosa, guiadme hacia
Dios, y haced que yo sea suyo por completo antes que muera!
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