Omnes enim nos manifestari oportet
ante tribunal Christi
ante tribunal Christi
Porque es necesario que todos nosotros
seamos manifestados ante el tribunal de Cristo
seamos manifestados ante el tribunal de Cristo
II Cor.,
5, 10.
PUNTO PRIMERO
El alma presentada en el juicio
particular.
Consideremos la presentación
del reo, acusación, examen y sentencia de este juicio. Primeramente, en cuanto
a la presentación del alma ante el Juez, dicen comúnmente los teólogos que el
juicio particular se verifica en el mismo instante en que el hombre expira, y
que en el propio lugar donde el alma se separa del cuerpo es juzgada por
nuestro Señor Jesucristo, el cual no delegará su poder, sino que por Sí mismo
vendrá a juzgar esta causa. «A la hora que no penséis vendrá el Hijo del
Hombre» (Lc., 12, 40). «Vendrá Con amor para los buenos —dice San Agustín—, y
con terror para los malos.» ¡Oh, qué espantoso temor sentirá el que, al ver por
vez primera al Redentor, vea también la indignación divina! ¿Quién podrá subsistir ante la faz de su
indignación?» (Nah., 1,6).
Meditando en esto, el P. Luis
de la Puente temblaba de tal modo que la celda en que estaba se estremecía. El
V. P. Juvenal Ancina se convirtió oyendo
cantar el Dies irae, porque al considerar el terror que tendrá el alma cuando
vaya al juicio, resolvió apartarse del mundo; y así, en efecto, lo abandonó.
El enojo del Juez, nuncio será
de eterna desventura (Pr., 16, 14); y hará padecer más a las almas que las
mismas penas del infierno, dice San Bernardo.
Causa a veces el miedo sudor
glacial en los criminales presentados ante los jueces de la tierra. Pisón, con
traje de reo, comparece ante el Senado, y es tal su confusión y vergüenza, que
allí mismo se da muerte. ¡ Qué aflicción profunda siente un hijo o un buen
vasallo cuando ve al padre o a su señor gravemente enojado!... ¡Pues mucha mayor pena sentirá el alma cuando
vea indignado a Jesucristo, a quien despreció! (Jn., 19, 37). Airado e implacable, se le presentará
entonces este Cordero divino, que fué en el mundo tan paciente y amoroso, y el
alma, sin esperanza, clamará a los montes que caigan sobre ella y la oculten al
enojo de Dios (Ap., 6, 16).
Hablando del juicio, dice San
Lucas (21, 27): Entonces verán el Hijo del Hombre. Ver a su Juez en forma
humana acrecentará el dolor de los pecadores; porque la presencia de aquel
Hombre que murió por salvarlos les recordará vivamente la ingratitud con que le
ofendieron. Después de la gloriosa
Ascensión del Señor, los ángeles dijeron a los discípulos (Hch., 1, 11): «Este
Jesús, que ante vuestra vista ha subido a la gloria, así vendrá como le habéis
visto ir al Cielo.» Vendrá, pues, el Salvador a juzgarnos ostentando aquellas
mismas sagradas llagas que tenía cuando dejó la tierra. «Grande gozo para los que le contemplen,
temor grande para los que esperan», dice Ruperto. Esas benditas llagas
consolarán a los justos e infundirán espanto a los pecadores.
Cuando José dijo a sus
hermanos (Gn., 45, 3): Yo soy José, a quien vendisteis, quedaron ellos —dice la
Escritura— mudos
e inmóviles de terror. ¿Qué
responderá el pecador a Jesucristo? ¿Podrá acaso pedirle misericordia cuando
antes le habrá dado cuenta de lo mucho que despreció esa misma clemencia?. ¿Qué
hará, pues —dice San Agustín—, adonde huirá cuando vea al Juez enojado, debajo
el infierno abierto, a un lado los pecados acusadores, al otro al demonio
dispuesto a ejecutar la sentencia, y dentro de sí mismo la conciencia que
remuerde y castiga?
AFECTOS Y PETICIONES
¡Oh Jesús mío! Así quiero siempre llamaros,
pues vuestro nombre me consuela y reanima, recordándome que fuisteis mi
Salvador y que moristeis por redimirme.
A vuestras plantas me humillo, y reconozco que soy reo de tantos
infiernos cuantas veces os ofendí con pecados mortales. No merezco perdón, ¡
pero Vos habéis muerto para perdonarme!... Recordare, Jesu pie, quod sum causa tuae viae.
Perdóname, ¡oh Jesús!, ahora,
antes que vengas a juzgarme. Entonces no
me será dado pediros clemencia; ahora puedo implorarla y la espero. Entonces
vuestras llagas me atemorizarán; ahora me infunden esperanza. Amadísimo Redentor mío, me arrepiento sobre
todo mal de haber injuriado a vuestra Bondad infinita. Propongo sufrir
cualquier trabajo, cualquier tribulación, antes que perder vuestra gracia,
porque os amo con todo mi corazón. Tened misericordia
de mí. Miserere mei, Deus, secundum magnam misericordiam tuam...
¡Oh
María, Madre de misericordia y Abogada de pecadores!: alcanzadme gran dolor de
mis culpas, el perdón de ellas y la perseverancia en el divino amor. Os amo,
Reina mía, y en Vos confío.
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