viernes, 10 de abril de 2020

24.1. DEL JUICIO PARTICULAR

                             Omnes enim nos manifestari oportet 
ante tribunal Christi
                           Porque es necesario que todos nosotros 
seamos manifestados ante el tribunal de Cristo
II Cor., 5, 10.

PUNTO PRIMERO
El alma presentada en el juicio particular.

   Consideremos la presentación del reo, acusación, examen y sentencia de este juicio. Primeramente, en cuanto a la presentación del alma ante el Juez, dicen comúnmente los teólogos que el juicio particular se verifica en el mismo instante en que el hombre expira, y que en el propio lugar donde el alma se separa del cuerpo es juzgada por nuestro Señor Jesucristo, el cual no delegará su poder, sino que por Sí mismo vendrá a juzgar esta causa. «A la hora que no penséis vendrá el Hijo del Hombre» (Lc., 12, 40). «Vendrá Con amor para los buenos —dice San Agustín—, y con terror para los malos.» ¡Oh, qué espantoso temor sentirá el que, al ver por vez primera al Redentor, vea también la indignación divina!  ¿Quién podrá subsistir ante la faz de su indignación?» (Nah., 1,6).

   Meditando en esto, el P. Luis de la Puente temblaba de tal modo que la celda en que estaba se estremecía. El V.  P. Juvenal Ancina se convirtió oyendo cantar el Dies irae, porque al considerar el terror que tendrá el alma cuando vaya al juicio, resolvió apartarse del mundo; y así, en efecto, lo abandonó.

   El enojo del Juez, nuncio será de eterna desventura (Pr., 16, 14); y hará padecer más a las almas que las mismas penas del infierno, dice San Bernardo.

   Causa a veces el miedo sudor glacial en los criminales presentados ante los jueces de la tierra. Pisón, con traje de reo, comparece ante el Senado, y es tal su confusión y vergüenza, que allí mismo se da muerte. ¡ Qué aflicción profunda siente un hijo o un buen vasallo cuando ve al padre o a su señor gravemente enojado!...  ¡Pues mucha mayor pena sentirá el alma cuando vea indignado a Jesucristo, a quien despreció! (Jn., 19, 37).  Airado e implacable, se le presentará entonces este Cordero divino, que fué en el mundo tan paciente y amoroso, y el alma, sin esperanza, clamará a los montes que caigan sobre ella y la oculten al enojo de Dios (Ap., 6, 16).

   Hablando del juicio, dice San Lucas (21, 27): Entonces verán el Hijo del Hombre. Ver a su Juez en forma humana acrecentará el dolor de los pecadores; porque la presencia de aquel Hombre que murió por salvarlos les recordará vivamente la ingratitud con que le ofendieron.  Después de la gloriosa Ascensión del Señor, los ángeles dijeron a los discípulos (Hch., 1, 11): «Este Jesús, que ante vuestra vista ha subido a la gloria, así vendrá como le habéis visto ir al Cielo.» Vendrá, pues, el Salvador a juzgarnos ostentando aquellas mismas sagradas llagas que tenía cuando dejó la tierra.  «Grande gozo para los que le contemplen, temor grande para los que esperan», dice Ruperto. Esas benditas llagas consolarán a los justos e infundirán espanto a los pecadores.

   Cuando José dijo a sus hermanos (Gn., 45, 3): Yo soy José, a quien vendisteis, quedaron ellos —dice la Escritura— mudos e inmóviles de terror. ¿Qué responderá el pecador a Jesucristo? ¿Podrá acaso pedirle misericordia cuando antes le habrá dado cuenta de lo mucho que despreció esa misma clemencia?. ¿Qué hará, pues —dice San Agustín—, adonde huirá cuando vea al Juez enojado, debajo el infierno abierto, a un lado los pecados acusadores, al otro al demonio dispuesto a ejecutar la sentencia, y dentro de sí mismo la conciencia que remuerde y castiga?

AFECTOS Y PETICIONES

      ¡Oh Jesús mío! Así quiero siempre llamaros, pues vuestro nombre me consuela y reanima, recordándome que fuisteis mi Salvador y que moristeis por redimirme.  A vuestras plantas me humillo, y reconozco que soy reo de tantos infiernos cuantas veces os ofendí con pecados mortales. No merezco perdón, ¡ pero Vos habéis muerto para perdonarme!... Recordare, Jesu pie, quod sum causa tuae viae.

   Perdóname, ¡oh Jesús!, ahora, antes que vengas a juzgarme.  Entonces no me será dado pediros clemencia; ahora puedo implorarla y la espero. Entonces vuestras llagas me atemorizarán; ahora me infunden esperanza.  Amadísimo Redentor mío, me arrepiento sobre todo mal de haber injuriado a vuestra Bondad infinita. Propongo sufrir cualquier trabajo, cualquier tribulación, antes que perder vuestra gracia, porque os amo con todo mi corazón.  Tened misericordia de mí. Miserere mei, Deus, secundum magnam misericordiam tuam...

   ¡Oh María, Madre de misericordia y Abogada de pecadores!: alcanzadme gran dolor de mis culpas, el perdón de ellas y la perseverancia en el divino amor. Os amo, Reina mía, y en Vos confío.

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