viernes, 10 de abril de 2020

13.3. VANIDAD DEL MUNDO (Cont)


PUNTO TERCERO
Los bienes de este mundo no valen para nada en la eternidad

   El tiempo es corto —dice San Pablo— ; los que gozan del mundo vivan como si no gozasen de él, porque la apariencia de este mundo pasa en un momento. ¿Qué es nuestra vida en este mundo, sino una comedia que pasa pronto y se acaba? La apariencia de este mundo pasa luego, es decir, la comedia, la escena teatral. «Es el mundo —dice Cornelio Alápide— a la manera de una pieza de teatro: pasa una generación y le sucede otra». Quien apareció en la escena como rey no lleva consigo la púrpura. Dime tú, ¡oh casa, oh quinta!, ¿cuántos señores tuviste? No bien se acaba la representación, el que hizo oficio de rey ya no es rey, el que apareció como señor dejó de serlo. Tuya es ahora aquella quinta, tuyo aquel palacio; vendrá luego la muerte y pasarán a manos de otros dueños.

   Una hora de mal —dice el Eclesiástico— hace olvidar los mayores deleites. En la hora funesta de la muerte pasan al olvido y se desvanecen todas las grandezas, los títulos honoríficos y el fausto del mundo. Para Casimiro, rey de Polonia, se acabó la escena de este mundo en un día que daba un banquete a los magnates de su reino y al punto de llevar la copa a los labios. El emperador Celso fue asesinado a los ocho días de su elección, y para él acabó la escena. Dieciocho años tenía Ladislao, rey de Bohemia, y mientras preparaba grandes festejos para recibir a la hija del rey de Francia, que había de ser su esposa, he aquí que una mañana se siente acometido de un gran dolor y muere. Despachan correos en seguida por todas partes para que anuncien a la futura esposa que torne a Francia, pues para Ladislao se había acabado la comedia de este mundo. Este pensamiento de la vanidad del mundo bastó para santificar a San Francisco de Borja, el cual (como en otro lugar se dijo), al ver a la emperatriz Isabel segada por la muerte en medio de las grandezas y en la flor de la juventud, determinó entregarse totalmente a Dios, diciendo: «¿ En esto vienen a parar los cetros y coronas de este mundo? De hoy en adelante sólo quiero servir a un Señor que no pueda morir.»

   Procuremos, pues, vivir de suerte que no se nos diga en la hora de la muerte lo que dijeron a aquel necio del Evangelio: ¡Insensato!, esta misma noche han de exigir de ti la entrega de tu alma; y cuanto has almacenado, ¿para quién será? De donde concluye San Lucas: Esto es lo que sucede al que atesora para sí y no es rico a los ojos de Dios. A lo cual añade Jesucristo: Atesorad más bien para vosotros tesoros en el cielo, donde no hay orín ni polilla que los consuman. Es decir, trabajad por enriqueceros, no ya de los bienes del mundo, sino del mismo Dios, atesorando virtudes y méritos, bienes que llevaréis al cielo y durarán eternamente. Esforcémonos, pues, por adquirir el gran tesoro del divino amor. «¿Qué es lo que tiene el rico —dice San Agustín— si no tiene caridad? Y al pobre, si tiene caridad, ¿qué es lo que le falta?». Aunque un hombre nade en riquezas, si no tiene a Dios, es el más pobre del mundo; pero el pobre que posee a Dios lo posee todo, ¿Y quién posee a Dios? «¡El que le ama», responde San Juan. El que permanece en la caridad, en Dios permanece y Dios en él.

AFECTOS Y PETICIONES

   ¡Oh Dios mío!, no quiero que Satanás tenga más dominio sobre mi alma; Vos sólo sois y seréis mi dueño y señor; todo lo quiero perder a trueque de conquistar vuestra gracia, pues la tengo en mayor estima que mil coronas y mil reinos. ¿Y qué he de amar si no os amo a Vos, amabilidad infinita, bien infinito, belleza, bondad, amor infinito? En lo pasado os abandoné a Vos para correr detrás de las criaturas; éste será siempre el dolor que traspase mi corazón: el haberos ofendido a Vos, que tanto me habéis amado. Mas, después que me habéis unido a Vos con tantas gracias, espero no verme ya privado de vuestro amor. Tomad, Amor mío, toda mi voluntad y todas mis cosas, y haced de mí lo que os plazca. Si en lo pasado la adversidad me ha turbado, os pido por ello perdón; no quiero jamás quejarme de vuestras disposiciones, pues sé que todas ellas son para mí buenas y santas. Disponed de mí, Dios mío, como os agrade, que yo os prometo recibirlo todo con alegría y daros por ello las gracias. Haced que os ame, y nada más os pido, ¿Para qué riquezas, para qué honores, para qué todo el mundo? Dios, basta Dios; sólo quiero a Dios.

   ¡Oh María!, dichosa Tú, que en este mundo no amaste más que a Dios; alcánzame la gracia de asociarme a Ti, a lo menos en lo que me resta de vida. En Ti confío.

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