PUNTO TERCERO
De las condiciones de la
oración.
Consideremos, por último, las
condiciones de la buena oración. Muchos piden y no alcanzan, porque no ruegan
como es debido (Stg., 4, 3). Para orar bien menester es, ante todo, humildad.
«Dios resiste a los soberbios, y a los humildes da gracia» (Stg., 4, 6). Dios
no oye las peticiones del soberbio; pero nunca desecha la petición de los
humildes (Ecl., 35, 21), aunque hayan sido pecadores. «Al corazón contrito y
humillado no le despreciarás, Señor» (Sal. 50, 19). En segundo lugar, es necesaria
la confianza. «Ninguno esperó en el Señor y fue confundido» (Ecl., 2, 11). Con
este fin nos enseñó Jesucristo que al pedir gracias a Dios le demos nombre de
Padre nuestro, para que le roguemos con aquella confianza que un hijo tiene al
recurrir a su propio padre.
Quien pide confiado, todo lo consigue. Todas cuantas cosas pidiereis en
la oración, tened viva fe de conseguirlas y se os concederán (Mr., 11,
24). ¿Quién puede temer, dice San
Agustín, que falte lo que prometió Dios, que es la misma verdad? No es Dios
como los hombres, que no cumplen a veces lo que prometen, o porque mintieron al
prometer, o porque luego 92 cambian de voluntad (Nm., 23, 19). ¿Cómo había el
Señor —añade el Santo— de exhortarnos tanto a pedirle gracias, si no hubiere de
concedérnoslas? Al prometerlo se obligó a conceder los dones
que le pidamos.
Acaso piense alguno que, por
ser pecador, no merece ser oído. Mas responde Santo Tomás que la oración con
que pedimos gracias no se funda en nuestros méritos, sino en la misericordia
divina. «Todo aquel que pide, recibe» (Lc., 11, 10); es decir, todos, sean
justos o pecadores. El mismo Redentor
nos quitó todo temor y duda en esto cuando dijo (Jn., 16, 23): «En verdad, en
verdad os digo que os dará el Padre todo lo que pidiereis en mi nombre»; o sea:
«si carecéis de méritos, los míos os servirán para con mi Padre. Pedidle en mi
nombre, y os prometo que alcanzaréis lo que pidiereis...» Pero es preciso
entender que tal promesa no se refiere a los dones temporales, como salud,
hacienda u otros, porque el Señor a menudo nos niega justamente estos bienes,
previendo que nos dañarían para salvarnos. Mejor conoce el médico que el
enfermo lo que ha de ser provechoso, dice San Agustín; y añade que Dios niega a
algunos por misericordia lo que a otros concede airado. Por lo cual sólo debemos pedir las cosas
temporales bajo la condición de que convengan al bien del alma. Y, al
contrario, las espirituales, como el perdón, la perseverancia, el amor de Dios
y otras gracias semejantes, deben pedirse absolutamente con firme confianza de
alcanzarlas. «Pues si vosotros, siendo
malos —dice Jesucristo (Lc., 11, 13)—, sabéis dar cosas buenas a vuestros
hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará espíritu bueno a los que se lo
pidieren?» Es, sobre todo, necesaria la perseverancia. Dice Cornelio a Lápide
(In Lc., c. 11) que el Señor «quiere que 94 perseveremos en la oración hasta
ser importunos»; cosa que ya expresa la Escritura Sagrada (10): «Es menester
orar siempre.» «Vigilad orando en todo tiempo.» «Orad sin intermisión»; lo
mismo que el texto que sigue: «Pedid y recibiréis; buscad y hallaréis; llamad y
se os abrirá » (Lc., 11, 9).
Bastaba haber dicho pedid; mas
quiso el Señor demostramos que debemos proceder como los mendigos, que no cesan
de pedir e insisten y llaman a la puerta hasta que obtienen la limosna.
Especialmente la perseverancia final es gracia que no se alcanza sin continua
oración. No podemos merecer por nosotros
mismos esa gracia, mas por la oración, dice San Agustín, en cierto modo la
merecemos. Oremos, pues, siempre, y no dejemos de orar si queremos salvarnos.
Los confesores y predicadores exhorten de continuo a orar si desean que las
almas se salven. Y, como dice San Bernardo, acudamos siempre a la intercesión
de María. «Busquemos la gracia, y busquémosla por intercesión de María, que
alcanza cuanto desea y no puede engañarse.»
AFECTOS Y PETICIONES
Espero, Señor, que me habréis
perdonado, pero mis enemigos no dejarán de combatirme hasta la hora de la
muerte, y si no me ayudáis, volveré a perderme.
Por los merecimientos de Cristo, os pido la santa perseverancia. No permitas que me aparte de Ti. El mismo don
os pido para cuantos se hallan en vuestra gracia. Y confiado en vuestras
promesas, seguro estoy de que me concederéis la perseverancia si continúo
pidiéndoosla... Y con todo, temo, Señor;
temo el no acudir a Vos en las tentaciones y recaer por ello en mis
culpas. Os ruego, pues, que me concedáis
la gracia de que jamás deje de orar. Haced que en los peligros de pecar me encomiende
a Vos e invoque en auxilio mío los nombres de Jesús y María. Así, Dios mío,
propóngome hacerlo, y así espero que lo conseguiré con vuestra gracia. Oídme,
por el amor a Jesucristo..
Y Vos, María, Madre nuestra,
alcanzadme que, en los peligros de perder a Dios, recurra siempre a Vos y a
vuestro Hijo divino.
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