Pretiosa In conspectu Domini
mors sanctorum ejus.
Preciosa
es a los ojos del Señor
la muerte de sus santos.
Ps., 115, 15.
PUNTO PRIMERO
La muerte del justo es el
término de sus trabajos
Mirada la muerte a la luz de este mundo, nos
espanta e inspira temor; pero con la luz de la fe es deseable y consoladora.
Horrible parece a los pecadores; mas a los justos se muestra preciosa y amable.
«Preciosa —dice San Bernardo— como fin de los trabajos, corona de la victoria,
puerta de la vida».
Y en verdad, la muerte es término de penas y
trabajos. El hombre nacido de mujer, vive corto tiempo y está colmado de muchas
miserias (Jb., 14, 1). Así es nuestra vida tan breve como llena de miserias,
enfermedades, temores y pasiones. Los mundanos, deseosos de larga vida —dice
Séneca (Ep., 101)—, ¿qué otra cosa buscan sino más prolongado tormento? Seguir
viviendo— exclama San Agustín —es seguir padeciendo. Porque —como dice San
Ambrosio (Ser. 45)— la vida presente no nos ha sido dada para reposar, sino
para trabajar, y con los trabajos merecer la vida eterna; por lo cual, con
razón afirma Tertuliano que, cuando Dios abrevia la vida de alguno, acorta su
tormento. De suene que, aunque la muerte fue impuesta al hombre por castigo del
pecado, son tantas y tales las miserias de esta vida, que —como dice San
Ambrosio— más parece alivio al morir que no castigo. Dios llama bienaventurados
a los que mueren en gracia, porque se les acaban los trabajos y comienzan a
descansar. «Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor.» «Desde hoy —dice
el Espíritu Santo (Ap., 14, 13)— que descansen de sus trabajos.»
Los tormentos que afligen a los pecadores en
la hora de la muerte no afligen a los Santos. «Las almas de los justos están en
mano de Dios, y no los tocará el tormento de la muerte» (Sb., 3,1). No temen
los Santos aquel mandato de salir de esta vida que tanto amedrenta a los
mundanos, ni se afligen por dejar los bienes terrenos, porque jamás tuvieron
asido a ellos el corazón. «Dios de mi corazón —repitieron siempre—; Dios mío
por toda la eternidad» (Salmo, 72, 26) «¡Dichosos vosotros¡ —escribía el
Apóstol a sus discípulos, despojados de sus bienes por confesar a Cristo—. Con
gozo llevasteis que os robasen vuestras haciendas, conociendo que tenéis
patrimonio más excelente y duradero» (He., 10, 34). No se afligen los Santos a
dejar las honras mundanas, porque antes las aborrecieron ellos y las tuvieron,
como son, por humo y vanidad, y sólo estimaron la honra de amar a Dios y ser
amados de Él. No se afligen al dejar a sus padres, porque sólo en Dios los
amaron, y al morir los dejan encomendados a aquel Padre celestial que los ama
más que a ellos; y esperando salvarse, creen que mejor los podrán ayudar desde
el Cielo que en este mundo. En suma: todos los qué han dicho siempre en la vida
Dios mío y mi todo, con mayor consuelo y ternura lo repetirán al morir.
Quien muere amando a Dios no se inquieta por
los dolores que consigo lleva la muerte; antes bien se complace en ellos,
considerando que ya se le acaba la vida y el tiempo de padecer por Dios y de
darle nuevas pruebas de amor; así, con afecto y paz, le ofrece los últimos
restos del plazo de su vida y se consuela uniendo el sacrificio de su muerte
con el que Jesucristo ofreció por nosotros en la cruz a su Eterno Padre. De
este modo muere dichosamente, diciendo: «En su seno dormiré y descansaré en
paz» (Sal. 4, 9). ¡Oh, qué hermosa paz, morir entregándose y descansando en
brazos de Cristo, que nos amó hasta la muerte, y que quiso morir con amargos
tormentos para alcanzarnos muerte consoladora y dulce
AFECTOS Y PETICIONES
¡Oh amado Jesús mío, que para darme muerte
feliz quisisteis sufrir muerte cruelísima en el Calvario! ¿Cuándo lograré
veros? La primera vez que os vea será cuando me juzguéis en el momento de
expirar. ¿Qué os diré entonces? Y Vos, ¿qué me diréis? No quiero esperar a que
llegue tal instante para pensar en ello; quiero meditarlo ahora.
Os diré: Señor: Vos, amado Redentor mío,
sois el que murió por mi... Tiempo hubo en que os ofendí y fui ingratísimo para
con Vos e indigno de perdón. Mas luego, ayudado por vuestra gracia, procuré
enmendarme, y en el resto de mi vida lloré mis pecados, y Vos me perdonasteis.
Perdonadme de nuevo ahora que estoy a vuestros pies, y otorgadme Vos mismo
absolución general de mis culpas. No merecía volver a amaros por haber
despreciado vuestro amor. Mas Vos, Señor, por vuestra misericordia atrajisteis
mi corazón, que si no os ha amado como merecéis, os amó sobre todas las cosas,
desasiéndose de ellas para complaceros. ¿Qué me diréis ahora?
Veo que la gloría, el contemplaros en
vuestro reino, es altísimo bien de que no soy digno; mas espero que no viviré
alejado de Vos, especialmente ahora que me habéis mostrado vuestra excelsa
hermosura. Os busco en el Cielo, no para más gozar, sino para mejor amaros. Ni
quiero tampoco entrar en esa patria de santidad y verme entre aquellas, almas
purísimas, manchado como estoy ahora por mis culpas. Haced que antes me purifique,
pero no me apartéis para siempre de vuestra presencia. Bástame que algún día,
cuando lo disponga vuestra santa voluntad, me llaméis a la gloria para que allí
cante eternamente vuestras alabanzas. Entre tanto, amado Jesús mío, dadme
vuestra bendición y decidme que soy vuestro, que seréis siempre mío, que os
amaré y me amaréis perdurablemente. Ahora, Señor, voy lejos de Vos, a las
llamas purificadoras ; pero voy gozoso, porque allí he de amaros, Redentor mío,
mi Dios y mi todo. Gozoso voy; mas sabed que en ese tiempo en que he de estar
lejos de Vos, esa separación temporal será mi mayor pena. Contaré, Señor, los
instantes hasta que me llaméis. Tened compasión de un alma que os ama con todas
sus fuerzas y que suspira por veros para más amaros.»
Espero, Jesús mío, que así os podré hablar.
Mientras tanto, os pido la gracia de vivir de tal modo que pueda deciros
entonces lo que ahora he pensado. Concededme la santa perseverancia, otorgadme
vuestro amor y auxiliadme Vos.
¡Oh María, Madre de Dios, rogad a Jesús por
mí!
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