PUNTO SEGUNDO
Dichosa el alma que vive en estado
de gracia.
Dice
Santo Tomás de Aquino que el don de la gracia excede a todos los dones que una
criatura puede recibir, puesto que la gracia es participación de la misma
naturaleza divina. Y antes había dicho San Pedro: «Para que por ella seáis participantes
de la divina naturaleza.» ¡Tanto es lo que por su Pasión mereció Nuestro Señor Jesucristo!
Él nos comunicó en cierto modo el esplendor que de Dios había recibido (Jn.,
17, 22); de manera que el alma que está en gracia se une con Dios íntimamente (1
Co., 6, 17), y como dijo el Redentor (Jn., 14, 33), en ella viene a habitar la
Trinidad Santísima.
Tan hermosa es un alma en estado de gracia,
que el Señor se complace en ella y la elogia amorosamente (Cant., 4, 1): «¡Qué
hermosa eres, amiga mía; qué hermosa!» Diríase que el Señor no sabe apartar sus
ojos de un alma que le ama ni dejar de oír cuanto le pida (Sal. 33, 16). Decía Santa
Brígida que nadie podría ver la hermosura de un alma en gracia sin que muriese
de gozo. Y Santa Catalina de Sena, al contemplar un alma en tan feliz estado,
dijo que preferiría dar su vida a que aquella alma hubiese de perder tanta
belleza. Por eso la santa besaba la
tierra por donde pasaban los sacerdotes, considerando que por medio de ellos
recuperaban las almas la gracia de Dios.
¡Qué tesoro de merecimientos puede adquirir
un alma en estado de gracia! en cada instante le es dado merecer la gloria;
pues, como dice Santo Tomás, cada acto de amor hecho por tales almas merece la
vida eterna. ¿Por qué envidiar, pues, a los poderosos de la tierra? Si estamos
en gracia de Dios podemos continuamente conquistar harto mayores grandezas
celestiales. Un hermano coadjutor de la Compañía de Jesús, según refiere el p.
patrignani en su menologio, aparecióse después de su muerte y reveló que se
había salvado, así como Felipe II, rey de España, y que ambos gozaban ya de la
gloria eterna; pero que cuanto menor
había él sido en el mundo comparado con el rey, tanto más alto era su lugar en
el cielo.
Sólo el que la disfruta puede entender cuan
suave es la paz de que goza, aun en este mundo, un alma que está en gracia (Sal.
33, 9). Así lo confirman las palabras del Señor (Sal. 118, 165): «Mucha paz
para los que aman tu ley.» La
paz que nace de esa unión con Dios excede a cuantos placeres pueden dar
los sentidos en el mundo.
AFECTOS Y PETICIONES
¡Oh Jesús mío! Vos sois el Buen Pastor que
se dejó crucificar por dar la vida a sus ovejas. Cuando yo huía de Vos me
buscabais con amorosa diligencia. Acogedme ahora que os busco y vuelvo arrepentido
a vuestros pies. Concededme de nuevo
vuestra gracia, que míseramente perdí por mi culpa. Al considerar que tantas
veces me he apartado de Vos, quisiera morir de dolor, y de todo corazón me
arrepiento. Perdonadme, por la muerte olorosísima que para mi bien sufristeis
en la cruz. Prendedme con las suaves cadenas de vuestro amor, y no consintáis
que otra vez huya de Vos. Dadme ánimo para sufrir con paciencia cuantas cruces
me enviéis, ya que merecí las penas eternas del infierno, y haced que abrace con
amor los desprecios que reciba de los hombres, puesto que he merecido ser
eternamente hollado por los demonios. Haced, en suma, que obedezca en todo a vuestras
inspiraciones, y venza todos los humanos respetos por amor a vos. Resuelto
estoy a no servir más que a vos. Pidan
los otros lo que quisieren, yo solamente quiero amaros a vos, Dios mío
amabilísimo. Sólo a Vos deseo complacer. Ayudadme, Señor, que sin vos nada
puedo. Os amo, Jesús mío, con todo mi corazón, y confío en vuestra Sangre Preciosa...
María, mi esperanza, auxiliadme con vuestra intercesión. Y puesto que os
gloriáis de salvar a los pobres pecadores que recurren a Vos, y yo, de ser
vuestro humilde siervo, socorredme y salvadme.
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