PUNTO SEGUNDO
María es una abogada
misericordiosa.
Consideremos en segundo lugar cómo María es una abogada tan clemente como
poderosa, que no sabe rehusar su protección a cuantos a Ella acuden. «El Señor
—dice David tiene puestos sus ojos sobre los justos»; mas «esta Madre de
misericordia —dice Ricardo de San Lorenzo— tiene puestos sus ojos en los justos
y en los pecadores, como la madre los tiene puestos en su hijo para que no
caiga; y si por desgracia cayere, para levantarlo por su intercesión».
Decía
San Buenaventura que, contemplando a María, parecía ver retratada en Ella la
misma misericordia. Por esto nos exhorta San Bernardo a encomendarnos con gran
confianza en todas nuestras necesidades a esta poderosa Abogada nuestra, porque
es todo dulzura y bondad con los que a Ella, se encomiendan. «¿Por qué —
exclama el Santo — teme acercarse a María nuestra humana flaqueza? Nada hay en
Ella de austero, nada de terrible; todo en Ella es bondad». Por esto María es
comparada al olivo, como hermoso olivo en los campos; así como del olivo
no sale más que aceite, símbolo de la misericordia, así de las manos de María
no brotan más que gracias y misericordias para dispensarlas a todos los que se
ponen bajo su protección. Con razón, pues, llama Dionisio Cartujano a María «la
Abogada de todos los pecadores que a Ella acuden». ¡Qué pena, ¡oh Dios mío,
experimentará en el infierno el cristiano que se ha condenado, al pensar que
podía haberse salvado con tanta facilidad recurriendo sin cesar a esta Madre de
Misericordia y que entonces ya no tiene remedio! Cierto día dijo la Virgen a
Santa Brígida: «Todos me llaman Madre de misericordia, y, en efecto, lo soy,
porque la misericordia de mi Hijo me ha hecho misericordiosa.» Y, a la verdad,
;,a quién somos deudores de esta abogada y defensora, sino a la misericordia de
Dios, que qiiiere salvarnos a todos ? «Por eso —añade María— es un desgraciado
y lo será eternamente el que, pudiendo en esta vida encomendarse a Mí, que soy
tan benigna y piadosa con todos, no acude a Mí y miserablemente se condena».
¿Temeremos por ventura que nos ha de negar
María su favor si se lo pedimos? «No —dice San Buenaventura—, que María no
sabe, ni jamás ha sabido, dejar de compadecer y ayudar a cualquier miserable
que a Ella recurre». No sabe, y ni puede hacerlo, porque Dios la ha crea do
para ser Reina y Madre de la misericordia; y como Reina de misericordia, está
obligada a cuidar de los miserables. «Tú eres la Reina de la misericordia —la
dice San Bernardo, ¿y quiénes sino los miserables son los súbditos de la
misericordia?». «Y pues que Vos sois la Reina de la misericordia —prosigue
diciendo el Santo con humildad— y yo el más miserable pecador, debéis tener de
mí especial cuidado. Gobiérnanos, pues, ¡oh Reina de misericordia!». Es también
María Madre de la misericordia, y como tal debe velar a sus hijos enfermos para
librarlos de la muerte, pues su sola bondad la ha hecho Madre de todos los que
sufren.
Por
esto la llama San Basilio «público hospital». Los hospitales públicos están
hechos para los enfermos pobres, y el más pobre tiene más derecho a ser en
ellos recogido. Así María debe acoger, según San Basilio, con más cariño y con
más compasión a los mayores pecadores que a Ella acuden.
No
dudemos, pues, ni un instante de la misericordia de María. Un día oyó Santa
Brígida al Señor que decía a su Madre: «Aun al mismo demonio concedieras
misericordia si con humildad te la pidiese». Jamás el soberbio Lucifer se
humillará hasta este punto; pero si el des venturado se humillase a esta divina
Madre, Ella con su intercesión lo sacaría del infierno. Con estas palabras
quería el Señor dar a entender lo que después dijo la misma Virgen María a la
Santa: «Cuando un pecador, por grande que sea, acude a Mí con la sincera
intención de enmendarse, estoy desde luego dispuesta a recibirle; y no miro a
los pecados con que viene cargado, sino sólo a la intención con que viene; y no
me desdeño de ungirle y curarle todas sus llagas, porque me llamo, y en realidad
lo soy, la Madre de misericordia». Apoyado en esto, nos alienta San
Buenaventura diciendo: «Confiad en Ella, pecadores, en la seguridad de que os
ha de conducir al puerto». Pobres pecadores que habéis naufragado en el mar de
la culpa, no desesperéis, alzad los ojos a María, cobrad ánimo y poned vuestra
confianza en la bondad de esta buena Madre.
«Busquemos la gracia —dice San Bernardo—, pero busquémosla por medio de María».
La gracia que nosotros hemos perdido, María la ha hallado; «si queremos, pues,
recobrarla —dice Ricardo de San Lorenzo—, debemos acudir a la que la encontró».
Cuando el arcángel San Gabriel anunció a la Virgen Santísima que había de ser
Madre de Dios, entre otras cosas lo dijo: «No temas, María, que has hallado la
gracia». Pues si la Virgen jamás estuvo privada de la gracia, puesto que
siempre estuvo llena de ella, ¿cómo pudo decir que la había hallado? A esto
responde el cardenal Hugo que María no halló la gracia para Sí, porque siempre
la había tenido, sino para nosotros, que la habíamos perdido. «Por eso debernos
acudir a María —dice el citado autor— y decirle: «Bien sabéis, Señora, que los
bienes hay que restituirlos al que los ha perdido; la gracia que habéis hallado
no es vuestra, porque jamás la habéis perdido, sino que es nuestra, que la
hemos perdido por el pecado; por consiguiente, debéis devolvérnosla.» Acudan,
pues, los pecadores, acudan presurosos a los pies de María, pues pecando
perdieron la gracia, y díganle sin temor: «Restituidnos lo que has hallado, que
es nuestro».
AFECTOS Y PETICIONES
¡Oh gran Madre de Dios!, he aquí postrado a
vuestros pies a un gran pecador que no una, sino mil veces ha perdido la divina
gracia, que vuestro. Hijo le había merecido con su muerte preciosísima. ¡Oh
Madre de misericordia!, a Vos acudo con el alma herida y llagada. No os
desdeñéis de recibirme por esta causa, sino moveos por ello a mayor compasión y
ayudadme. Mirad que todo lo fío a Vos; no me abandonéis.
No os
pido bienes de la tierra, os pido la gracia de Dios y el amar a vuestro Hijo.
Madre mía, rogad por mí y no ceséis de encomendarme a Dios. Los méritos de
Jesucristo y vuestra intercesión me han de salvar. Oficio vuestro es interceder
por los pecadores. «¡ Oh Abogada nuestra —os diré con Santo Tomás de
Villanueva—, cumple tu oficio», encomendadme a Dios y defendedme. No hay causa,
por desesperada que sea, que se pierda cuando Vos la defendéis. Ya que sois la
esperanza de los pecadores, sed también la esperanza mía.
¡Oh María!, yo no
me cansaré de serviros, de amaros y de recurrir siempre a Vos; y Vos no ceséis
de socorredme, especialmente cuando me vea en peligro de volver a perder la
gracia de Dios. ¡Oh María, oh gran Madre de Dios!, tened compasión de mí.
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