PUNTO TERCERO
Los malos hábitos conducen a la
impenitencia final.
Perdida la luz que nos guía, y
endurecido el corazón, ¿es extraño que el pecador tenga mal fin y muera
obstinado en sus culpas? (Ecl., 3, 27). Los justos andan por el camino recto
(ls., 26, 7), y, al contrario, los que pecan habitualmente caminan siempre por
extraviados senderos. Si. se apartan del pecado por un poco de tiempo, vuelven
presto a recaer; por lo cual San Bernardo les anuncia la condenación.
Querrá tal vez alguno de ellos
enmendarse antes que le llegue la muerte. Pero en eso se cifra precisamente la
dificultad: en que el habituado a pecar se enmiende aun cuando llegue a la
vejez. «El mancebo, según tomó su camino —dice el Espíritu Santo (Pr.t 22, 6)—,
aun cuando se envejeciere, no se apartará de él.» Y la razón de esto —dice
Santo Tomás de Villanueva—consiste en que nuestras fuerzas son harto débiles,
y, por tanto, el alma privada de la gracia no puede permanecer sin cometer
nuevos pecados.
Y, además, ¿no sería enorme
locura que nos propusiéramos jugar y perder voluntariamente cuanto poseernos,
esperando que nos desquitaríamos en la última partida? Pues no es menos necedad
la de quien vive en pecado y espera que en el postrer instante de la vida lo
remediará todo. ¿Puede el etíope mudar el color de su piel, o el leopardo sus
manchas? Pues tampoco podrá llevar vida virtuosa el que tiene perversos e
inveterados hábitos (Jer., 13, 23), sino que al fin se entregará a la
desesperación y acabará desastrosamente sus días (Pr., 28, 14).
Comentando San Gregorio aquel
texto del libro de Job (16, 15): «Me laceró con herida sobre herida; se arrojó
sobre mí como gigante», dice: Si alguno se ve asaltado por enemigos, aunque
reciba una herida, suele quedarle quizá aptitud para defenderse; pero si otra y
más veces le hieren, va perdiendo las fuerzas, hasta que, finalmente, queda
muerto. Así obra el pecado. En la primera, en la segunda vez, deja alguna
fuerza al pecador (siempre por medio de la gracia que le asiste); pero si
continúa pecando, el pecado se conviene en gigante; mientras que el pecador, al
contrario, cada vez más débil y con tantas heridas, no puede evitar la muerte. Compara Jeremías (Jm., 33, 53) el pecado con
una gran piedra que oprime el espíritu; y tan difícil —añade San Bernardo— es
convertirse a quien tiene hábito de pecar, como al hombre sepultado bajo rocas
ingentes y falto de fuerzas para moverlas, el verse libre del peso que le
abruma.
¿Estoy, pues, condenado y sin
esperanza?..., preguntará tal vez alguno de estos infelices pecadores. No,
todavía no, si de veras quieres enmendarte. Pero los males gravísimos requieren
heroicos remedios. Hallase un enfermo en peligro de muerte, y si no quiere
tomar medicamentos, porque ignora la gravedad del mal, el médico le dice que,
de no usar el remedio que se le ordena, ha de morir indudablemente. ¿Qué
replicará el enfermo? «Dispuesto me
hallo a obedecer en todo... ¡Se trata de la vida!» Pues lo mismo, hermano mío,
has de hacer tú. Si incurres habitualmente en cualquier pecado, enfermo estás,
y de aquel mal que, como dice Santo Tomás de Villanueva, rara vez se cura. En
gran peligro te hallas de condenarte.
Si quieres, sin embargo,
sanar, he aquí el remedio. No has de
esperar un milagro de la gracia. Debes resueltamente esforzarte en dejar las
ocasiones peligrosas, huir de las malas compañías y resistir a las tentaciones,
encomendándote a Dios.
Acude a los medios de
confesarte a menudo, tener cada día lectura espiritual y entregarte a la
devoción de la Virgen Santísima, rogándole continuamente que te alcance fuerzas
para no recaer. Es necesario que te domines y violentes. De lo contrario, te
comprenderá la amenaza del Señor: Moriréis en vuestro pecado (Jn., 8, 21). Y si
no pones remedio ahora, cuando Dios te ilumina, difícilmente podrás remediarlo
más tarde.
Escucha al Señor, que te dice
como a Lázaro: Sal afuera. ¡Pobre
pecador ya muerto! Sal del sepulcro de tu mala vida. Responde presto y
entrégate a Dios, y teme que no sea éste su último llamamiento.
AFECTOS Y PETICIONES
¡Ah Dios mío! ¿He de aguardar
a que me abandonéis y enviéis al infierno? ¡Oh Señor! Esperadme, que me
propongo mudar de vida y entregarme a Vos. Decidme qué debo hacer, pues quiero
ponerlo por obra... ¡Sangre de Jesucristo, ayúdame! ¡Virgen María, abogada de
pecadores, socórreme! ¡Y Vos, Eterno Padre, por los méritos de Jesús y María,
tened misericordia de mí! Me arrepiento,
¡oh Dios infinitamente bueno!, de haberos ofendido, y os amo sobre todas las
cosas. Perdonadme, por amor de Cristo, y concededme el don de vuestro amor, y
también gran temor de mi condenación eterna, si volviese a ofenderos.
Dadme, Dios mío, luz y
fuerzas, que todo lo espero de vuestra misericordia. Ya que tantas gracias me
otorgasteis cuando viví alejado de Vos, muchas más espero ahora, cuando a Vos
acudo resuelto a que seáis mi único amor. Os amo, Dios mío, mi vida y mi
todo. Os amo a Vos también, Madre nuestra
María; en vuestras manos encomiendo mi alma para que con vuestra intercesión la
preservéis de que vuelva a caer en desgracia de Dios.
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