viernes, 10 de abril de 2020

22.3. DE LOS MALOS HÁBITOS (Cont)


PUNTO TERCERO
Los malos hábitos conducen a la impenitencia final.

   Perdida la luz que nos guía, y endurecido el corazón, ¿es extraño que el pecador tenga mal fin y muera obstinado en sus culpas? (Ecl., 3, 27). Los justos andan por el camino recto (ls., 26, 7), y, al contrario, los que pecan habitualmente caminan siempre por extraviados senderos. Si. se apartan del pecado por un poco de tiempo, vuelven presto a recaer; por lo cual San Bernardo les anuncia la condenación.

   Querrá tal vez alguno de ellos enmendarse antes que le llegue la muerte. Pero en eso se cifra precisamente la dificultad: en que el habituado a pecar se enmiende aun cuando llegue a la vejez. «El mancebo, según tomó su camino —dice el Espíritu Santo (Pr.t 22, 6)—, aun cuando se envejeciere, no se apartará de él.» Y la razón de esto —dice Santo Tomás de Villanueva—consiste en que nuestras fuerzas son harto débiles, y, por tanto, el alma privada de la gracia no puede permanecer sin cometer nuevos pecados.

   Y, además, ¿no sería enorme locura que nos propusiéramos jugar y perder voluntariamente cuanto poseernos, esperando que nos desquitaríamos en la última partida? Pues no es menos necedad la de quien vive en pecado y espera que en el postrer instante de la vida lo remediará todo. ¿Puede el etíope mudar el color de su piel, o el leopardo sus manchas? Pues tampoco podrá llevar vida virtuosa el que tiene perversos e inveterados hábitos (Jer., 13, 23), sino que al fin se entregará a la desesperación y acabará desastrosamente sus días (Pr., 28, 14).

   Comentando San Gregorio aquel texto del libro de Job (16, 15): «Me laceró con herida sobre herida; se arrojó sobre mí como gigante», dice: Si alguno se ve asaltado por enemigos, aunque reciba una herida, suele quedarle quizá aptitud para defenderse; pero si otra y más veces le hieren, va perdiendo las fuerzas, hasta que, finalmente, queda muerto. Así obra el pecado. En la primera, en la segunda vez, deja alguna fuerza al pecador (siempre por medio de la gracia que le asiste); pero si continúa pecando, el pecado se conviene en gigante; mientras que el pecador, al contrario, cada vez más débil y con tantas heridas, no puede evitar la muerte.  Compara Jeremías (Jm., 33, 53) el pecado con una gran piedra que oprime el espíritu; y tan difícil —añade San Bernardo— es convertirse a quien tiene hábito de pecar, como al hombre sepultado bajo rocas ingentes y falto de fuerzas para moverlas, el verse libre del peso que le abruma.

   ¿Estoy, pues, condenado y sin esperanza?..., preguntará tal vez alguno de estos infelices pecadores. No, todavía no, si de veras quieres enmendarte. Pero los males gravísimos requieren heroicos remedios. Hallase un enfermo en peligro de muerte, y si no quiere tomar medicamentos, porque ignora la gravedad del mal, el médico le dice que, de no usar el remedio que se le ordena, ha de morir indudablemente. ¿Qué replicará el enfermo?  «Dispuesto me hallo a obedecer en todo... ¡Se trata de la vida!» Pues lo mismo, hermano mío, has de hacer tú. Si incurres habitualmente en cualquier pecado, enfermo estás, y de aquel mal que, como dice Santo Tomás de Villanueva, rara vez se cura. En gran peligro te hallas de condenarte.

   Si quieres, sin embargo, sanar, he aquí el remedio.  No has de esperar un milagro de la gracia. Debes resueltamente esforzarte en dejar las ocasiones peligrosas, huir de las malas compañías y resistir a las tentaciones, encomendándote a Dios.

   Acude a los medios de confesarte a menudo, tener cada día lectura espiritual y entregarte a la devoción de la Virgen Santísima, rogándole continuamente que te alcance fuerzas para no recaer. Es necesario que te domines y violentes. De lo contrario, te comprenderá la amenaza del Señor: Moriréis en vuestro pecado (Jn., 8, 21). Y si no pones remedio ahora, cuando Dios te ilumina, difícilmente podrás remediarlo más tarde.

   Escucha al Señor, que te dice como a Lázaro: Sal afuera.  ¡Pobre pecador ya muerto! Sal del sepulcro de tu mala vida. Responde presto y entrégate a Dios, y teme que no sea éste su último llamamiento.

AFECTOS Y PETICIONES

   ¡Ah Dios mío! ¿He de aguardar a que me abandonéis y enviéis al infierno? ¡Oh Señor! Esperadme, que me propongo mudar de vida y entregarme a Vos. Decidme qué debo hacer, pues quiero ponerlo por obra... ¡Sangre de Jesucristo, ayúdame! ¡Virgen María, abogada de pecadores, socórreme! ¡Y Vos, Eterno Padre, por los méritos de Jesús y María, tened misericordia de mí!  Me arrepiento, ¡oh Dios infinitamente bueno!, de haberos ofendido, y os amo sobre todas las cosas. Perdonadme, por amor de Cristo, y concededme el don de vuestro amor, y también gran temor de mi condenación eterna, si volviese a ofenderos.

   Dadme, Dios mío, luz y fuerzas, que todo lo espero de vuestra misericordia. Ya que tantas gracias me otorgasteis cuando viví alejado de Vos, muchas más espero ahora, cuando a Vos acudo resuelto a que seáis mi único amor. Os amo, Dios mío, mi vida y mi todo.  Os amo a Vos también, Madre nuestra María; en vuestras manos encomiendo mi alma para que con vuestra intercesión la preservéis de que vuelva a caer en desgracia de Dios.


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