PUNTO SEGUNDO
El que abusa de la misericordia
de Dios
para pecar merece ser de Él
abandonado.
Dirá, quizá, alguno: «Puesto que Dios ha
tenido para mi tanta clemencia en lo pasado, espero que la tendrá también en lo
venidero.» mas yo respondo: «y por haber sido Dios tan misericordioso contigo,
¿quieres volver a ofenderle?»
«¿De ese modo —dice San Pablo—
desprecias la bondad y paciencia de Dios? ¿ignoras que si el Señor te ha sufrido
hasta ahora no ha sido para que sigas ofendiéndole, sino para que te duelas del
mal que hiciste?» (Ro., 2, 4). y aun cuando tú, fiado en la
divina misericordia, no temas abusar de ella, el Señor te la retirará. «Si
vosotros no os convirtiereis, entensará su arco y le preparará (sal. 7, 13). Mía
es la venganza, y yo les daré el pago a su tiempo (Dt., 32, 35). Dios espera;
mas cuando llega la hora de la justicia, no espera más y castiga.
Aguarda Dios al pecador a fin de que se
enmiende (Is., 30, 18); pero al ver que el tiempo concedido para llorar los pecados
sólo sirve para que los acreciente, válese de ese mismo tiempo para ejercitar
la justicia (Lm., 1, 15). de suerte que el propio tiempo concedido, la misma
misericordia otorgada, serán parte para que el castigo sea más riguroso y el
abandono más inmediato. «Hemos medicinado a Babilonia y no ha sanado. Abandonémosla»
(Jer., 51, 9). ¿Y cómo nos abandona Dios? O envía la muerte al pecador, que así
muere sin arrepentirse, o bien le priva de las gracias abundantes y no le deja
más que la gracia suficiente, con la cual, si bien podría el pecador salvarse,
no se salvará. Obcecada la mente, endurecido el corazón, dominado por malos
hábitos, será la salvación moralmente imposible; y así seguirá, si no en absoluto,
a lo menos moralmente abandonado. «Le quitará su cerca, y será talada...» (is.,
5, 5). ¡Oh, qué castigo! triste señal es que el dueño rompa el cercado y deje
que en la viña entren los que quisieren, hombres y ganados: prueba es de la
abandona. Así, Dios, cuando deja
abandonada un alma, le quita la valla del temor, de los remordimientos de
conciencia, la deja en tinieblas sumida, y luego penetran en ella todos los
monstruos del vicio (Sal. 103, 20). El pecador, abandonado en esa oscuridad, lo
desprecia todo: la gracia divina, la gloria, avisos, consejos y excomuniones;
se burlará de su propia condenación (Pr., 18, 3). Le dejará Dios en esta vida
sin castigarle, y en esto consistirá su mayor castigo. «Apiadémonos del
impío...; no aprenderá (jamás) justicia» (Is. 26, 10). Refiriéndose a ese pasaje,
dice San Bernardo: «No quiero esa misericordia, más terrible que cualquier
ira». Terrible castigo es que Dios deje al pecador en sus pecados y, al
parecer, no le pida cuenta de ellos (Sal. 10, 4). Diríase que no se indigna
contra él (Ez., 16, 42) y que le permite alcanzar cuanto de este mundo desea (Sal.
80, 13). ¡Desdichados los pecadores que prosperan en la vida mortal! ¡Señal es
de que Dios espera a ejercitar en ellos su justicia en la vida eterna! Pregunta
Jeremías (Jer., 12, 1): «¿Por qué el camino de los impíos va en prosperidad?» y
responde enseguida (Jer., 12, 3): «congrégalos como el rebaño para el matadero.»
No hay, pues, mayor castigo que el de que Dios permita al pecador añadir
pecados a pecados, según lo que dice David (Sal. 68, 28-29): «Ponles maldad
sobre maldad. .. borrados sean del libro de los vivos»; acerca de lo cual dice San
Belarmino: «No hay castigo tan grande como que el pecado sea pena del pecado.»
más le valiera a alguno de esos infelices que cuando cometió el primer pecado
el señor le hubiera hecho morir; porque muriendo después, padecerá tantos
infiernos como pecados hubiere cometido.
AFECTOS Y PETICIONES
Bien veo, Dios mío, que en este miserable
estado he merecido que me privaseis de vuestras luces y gracias. Mas por la
inspiración que me dais, y oyendo que me llamáis a penitencia, reconozco que
todavía no me habéis abandonado. y puesto que así es, acrecentad, Señor mío,
vuestra piedad en mi alma, aumentadme la divina luz y el deseo de amaros y
serviros. Transformadme, ¡oh Dios mío!,
y de traidor y rebelde que fui, mudadme en fervoroso amante de vuestra bondad,
a fin de que llegue para mí el venturoso día en que vaya al cielo para alabar
eternamente vuestras misericordias. Vos, Señor, queréis perdonarme, y yo sólo
deseo que me otorguéis vuestro perdón y vuestro amor. Duéleme, ¡oh Bondad
infinita!, de haberos ofendido tanto. Os
amo, ¡oh Sumo Bien!, porque así lo mandáis y porque sois dignísimo de ser
amado. Haced, pues, Redentor mío, que os ame este pecador tan amado de Vos, y
con tal paciencia por Vos esperado. Todo lo espero de vuestra piedad
inefable. Confío en que os amaré siempre
en lo sucesivo, hasta la muerte y por toda la eternidad (Sal. 83, 3), y que
vuestra clemencia, Jesús mío, será perdurable objeto de mis alabanzas.
Siempre
también alabaré, ¡oh María!, vuestra misericordia, por las gracias innumerables
que me habéis alcanzado. A vuestra intercesión las debo. Seguid, Señora mía,
ayudándome y alcanzadme la santa perseverancia.
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