viernes, 10 de abril de 2020

25.3. DEL JUICIO UNIVERSAL (Cont)


PUNTO TERCERO
De la sentencia en el juicio final.

   Comenzará el juicio abriéndose los libros del proceso, es decir, las conciencias de todos (Dn., 7, 10). Los primeros testimonios contra los reprobos serán del demonio, que dirá, según San Agustín: «Justísimo Juez, sentencia que son míos los que no quisieron ser tuyos.» Acusará después la propia conciencia de los hombres (Ro., 2, 15). Darán luego testimonio clamando venganza, los lugares en que, los pecadores ofendieron a Dios (Hab., 2, 11)» y testigo será por último, el mismo Juez que estuvo presente en, cuantas ofensas le hicieron.  Dice San Pablo (1 Co., 4, 5) que en aquel momento el Señor «esclarecerá aun las cosas escondidas en las tinieblas». Manifestará ante todos los hombres las culpas de los réprobos, hasta las más secretas y vergonzosas que en la vida ocultaron ellos a los mismos confesores (Nah., 3, 5).

   Los pecados de los elegidos, en sentir del Maestro de las Sentencias y otros muchos teólogos, no serán descubiertos, sino continuarán ocultos, según lo que dice David (Sal. 31, 1): Bienaventurados aquéllos cuyas iniquidades han sido perdonadas y cuyos pecados han sido encubiertos.

   Y, por el contrario —dice San Basilio (Lib. de Ver.  Vir.)—, las culpas de los réprobos serán vistas por todos de una sola ojeada, como si estuvieran en un cuadro representadas.

   Exclama Santo Tomás: «Si en el huerto de Getsemaní, al decir Jesús: Yo soy, cayeron en tierra todos los soldados que iban a prenderle, ¿qué sucederá cuando, en su trono de Juez, diga a los condenados: Yo soy Aquel que tanto despreciasteis?» Llegada la hora de la sentencia, Jesucristo dirá a los elegidos aquellas dulces palabras (Mt., 25, 34): Venid, benditos de mi Padre; poseed el reino que os está preparado desde el principio del mundo. Cuando San Francisco de Asís supo por revelación que estaba predestinado, sintió altísimo e inefable consuelo.  ¿Qué consolación no sentirán los que oyeren que el Juez les dice: «Venid, hijos benditos, venid a mi reino. No más trabajos ni temor. Conmigo estáis y estaréis eternamente. Bendigo las lágrimas que por vuestros pecados derramasteis. Vamos a la gloria, donde unidos viviremos por toda la eternidad»?

   La Virgen Santísima bendecirá a sus devotos y los invitará a entrar con Ella en el Cielo. Y así, los justos, entonando gozosos Aleluya, irán a la gloria celestial para poseer, alabar y amar a Dios eternamente.  Los réprobos, al contrario, dirán a Jesucristo: «Y nosotros, desventurados, ¿qué hemos de hacer?» Y el Eterno Juez les responderá: «Vosotros, ya que despreciasteis y rechazasteis mi gracia, apartaos de Mí, malditos; id al fuego eterno (Mt., 25, 41). Apartaos de Mí, que no quiero ni veros ni oíros. Huid, huid, malditos, que menospreciasteis mis bendiciones...» ¿Y adonde, Señor, irán estos desdichados?... Al fuego del infierno, para arder allí en cuerpo y alma... ¿Y por cuántos años o siglos?...  Por toda la eternidad, mientras Dios sea Dios.  Después de la sentencia, dice San Efrén, los réprobos se despedirán de los ángeles, de los Santos y de la Santísima Virgen, Madre de Dios. «¡Adiós, justos; adiós, cruz; adiós, gloria; adiós, padres e hijos; ya no hemos de vernos jamás! ¡Adiós, Madre de Dios, María Santísima !» Y en medio de la tierra se abrirá una inmensa fosa, por donde, juntos y mezclados, se hundirán demonios y réprobos. Los cuales verán cómo tras ellos se cierra aquella puerta que jamás ha de abrirse... ¡Nunca en la eternidad!...  ¡Oh maldito pecado! ¡A qué desdichado fin llevarás un día a tantas pobres almas!... ¡Oh almas desventuradas a quienes aguarda tan espantoso fin! S. Efrén. De variis torm. inf.

AFECTOS Y PETICIONES

   ¡Ah Dios y Salvador mío! ¿Qué sentencia se me dará en el día del juicio? Si ahora me pidiereis, Señor, cuenta de mi vida, ¿qué podría responder, sino que merezco mil infiernos? Así es, Redentor mío; mil infiernos merezco; pero sabed que os amo más que a mí mismo, y que de las ofensas que os hice de tal modo me duelo, que preferiría haber padecido todos los males antes que haberos injuriado.

   Vos, Jesús mío, condenáis a los pecadores obstinados, pero no a los que se arrepienten y os quieren amar.  Aquí estoy, a vuestros pies, arrepentido... Decidme que me perdonáis... Mas ya me lo dijisteis por vuestro Profeta (Zc., 1, 3): Volveos a Mí, y Yo me volveré a vosotros.  Todo lo dejo, renuncio a todos los deleites y bienes del mundo y me conviene y me abrazo a Vos, amado Redentor mío.

   Recibidme en vuestro Corazón, e inflamadme allí en vuestro amor santísimo, de tal suerte, que no piense jamás en apartarme de Vos..., Salvadme, Jesús mío, y sea mi salvación el amaros siempre y siempre alabar vuestras misericordias (Sal. 88).

   María, esperanza, refugio y Madre mía, auxiliadme y alcanzadme la santa perseverancia. Nadie se ha perdido recurriendo a Vos... A Vos, pues, me encomiendo. Tened piedad de mí.

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