Tristitia vestra vertatur in gaudium.
Vuestra tristeza se convertirá en alegría.
PUNTO PRIMERO
Gozo de un alma al entrar en el
cielo.
Procuremos ahora sufrir con
paciencia las tribulaciones de esta vida, ofreciéndolas a Dios, en unión de los
dolores que Jesucristo sufrió por nuestro amor, y alentémonos con la esperanza
de la gloria. Algún día acabarán estos trabajos, penas, angustias,
persecuciones y temores, y si nos salvamos, se nos convertirá en gozo y alegría
inefables en el reino de los bienaventurados.
Así nos alienta y reanima el Señor (Jn., 16, 20): «Vuestra tristeza se
convertirá en alegría.» Meditemos, pues, sobre la felicidad de la gloria...
Mas, ¿qué diremos de esta felicidad, si ni aun los Santos más inspirados han acertado
a expresar las delicias que Dios reserva a los que le aman?... David sólo supo
decir (Sal. 83, 3) que la gloria es el bien infinitamente deseable... ¡Y tú, San Pablo, insigne, que tuviste la
dicha de ser arrebatado a los Cielos, dinos algo siquiera de lo que viste allí!
. «No —responde el gran Apóstol (2 Co., 12, 4)— lo que vi no es posible
explicarlo. Tan altas son las delicias de la gloria, que no puede comprenderlas
quien no las disfrute. Sólo diré que nadie en la tierra ha visto, ni oído, ni
comprendido las bellezas y armonías y placeres que Dios tiene preparados para
los que le aman» (1 Co., 2, 9), No podemos acá imaginar los bienes del Cielo,
porque sólo formamos idea de los que este mundo nos ofrece... Si, por maravilla, un ser irracional pudiese
discurrir, y 76 supiese que un rico señor iba a celebrar espléndido banquete,
imaginaría que los manjares dispuestos habían de ser exquisitos y selectos,
pero semejantes a los que él usara, porque no podría concebir nada mejor como
alimento.
Así discurrimos nosotros,
pensando en los bienes de la gloría... ¡Qué hermoso es contemplar en noche
serena de estío la magnificencia del cielo cubierto de estrellas ! ¡ Cuan grato admirar las apacibles aguas de
un lago transparente, en cuyo fondo se descubren peces que nadan y peñas
vestidas de musgo! ¡Cuánta hermosura la de un jardín lleno de flores y frutos,
circundado de fuentes y arroyuelos y poblado de lindos pajarillos que cruzan el
aire y le alegran con su canto armonioso!... Diríase que tantas bellezas son el
paraíso...
Mas no: muy otros son los bienes y hermosura de la gloria. Para
entender confusamente algo de ello, considérese que allí está Dios omnipotente,
colmando, embriagando de gozo inenarrable a las almas que Él ama... ¿Queréis columbrar lo que es el Cielo? —decía
San Bernardo—, pues sabed que allí no hay nada que nos desagrade, y existe todo
bien que deleita. ¡Oh Dios! ¿Qué dirá el
alma cuando llegue a aquel felicísimo reino?... Imaginemos que un joven o una
virgen, consagrados toda su vida al amor y servicio de Cristo, acaban de morir
y dejan ya este valle de lágrimas.
Presentase el alma al juicio; abrázala el Juez, y le asegura que está
santificada. El ángel custodio le acompaña y felicita y ella le muestra su
gratitud por la asistencia que le debe. «Ven, pues, alma hermosa —le dice el
ángel—; regocíjate, porque te has salvado; ven a contemplar a tu Señor.» Y el
alma se eleva, traspone las nubes, pasa más allá de las estrellas y entra en el
Cielo... ¡Oh Dios mío!, ¿qué sentirá el alma al penetrar por vez primera en
aquel venturoso reino y ver aquella ciudad de Dios, dechado insuperable de
hermosura?... Los ángeles y Santos la reciben gozosos y le dan amorosísima
bienvenida... Allí verá con indecible júbilo a sus Santos protectores y a los
deudos y amigos que la precedieron en la vida eterna. Querrá el alma venerarlos
rendida, mas ellos lo impedirán, recordándole que son también siervos del Señor
(Ap., 22, 9). La llevarán después a que
bese los pies de la Virgen María, Reina de los Cielos, y el alma sentirá
inmenso deliquio de amor y de ternura viendo a la excelsa y divina Madre, que
tanto la auxilió para que se salvase, y que ahora le tenderá sus amantes brazos
y que le dejará conocer cuantas gracias le obtuvo. Acompañada por esta soberana Señora,
llegará el alma ante nuestro Rey Jesucristo, que la recibirá como a esposa
amadísima, y le dirá (Cant., 4, 8): «Ven del Líbano, esposa mía; ven y serás
coronada; alégrate y consuélate, que ya acabaron tus lágrimas, penas y temores;
recibe la corona inmarcesible que te conseguí con mi Sangre...» Jesús mismo la
presentará al Eterno Padre, que la bendecirá, diciendo (Mt., 25, 21): Entra en
el gozo de tu Señor, y le comunicará bienaventuranzas sin fin, con felicidad
semejante a la que Él disfruta.
AFECTOS Y PETICIONES
Mirad, Señor, a vuestros pies
a un ingrato que criasteis para la gloria, y que tantas veces por deleites
vilísimos renunció a ella y prefirió ser condenado al infierno... Espero que me habréis perdonado cuantas ofensas
os hice, de las cuales ahora y siempre me arrepiento y deseo dolerme de ellas
hasta la muerte, así como que renovéis vuestro perdón... Pero, ¡oh Dios mío!
Aunque me hayáis perdonado, no es menos cierto que tuve voluntad de ofenderos a
Vos, Redentor mío, que para llevarme a vuestro reino disteis la vida. Sea
siempre alabada y bendita vuestra misericordia, Jesús mío, que con tanta
paciencia me habéis sufrido, y en vez de castigarme habéis multiplicado en mí
las gracias, inspiraciones y llamamientos.
Bien conozco, amado Salvador mío, que deseáis mi salvación, que me
llamáis a la patria celestial para que allí os ame eternamente; pero también
queréis que antes en este mundo os consagre mi amor... Amaros quiero, Dios mío,
y aunque no hubiese gloria, querría amaros mientras viviera con toda mi alma y
con mis fuerzas todas. Básteme saber que
Vos lo deseáis así...
Ayudadme, Jesús mío, con
vuestra gracia y no me abandonéis... inmortal es mi alma, y por serlo, he de
amaros o aborreceros eternamente. ¿Qué he de preferir, sino amaros siempre,
daros mi amor en esta vida, para que en la venidera ese amor viva sin término
ni fin?... Disponed de mí como os
plazca; castigadme como queráis; no me privéis de vuestro amor, y haced de mí
lo que os agrade... Vuestros merecimientos, Jesús mío, son mi esperanza.
¡Oh María, en vuestra intercesión confío! Me librasteis del infierno
cuando estuve en pecado; ahora que amo a Dios me salvaréis y santificaréis.
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