PUNTO TERCERO
Estado miserable del alma que
ha perdido la gracia de Dios.
Consideremos ahora el infeliz
estado de un alma que se halla en desgracia de Dios. está apartada de su Bien Sumo,
que es Dios (Is., 59, 2): de suerte que ella ya no es de Dios, ni Dios es ya
suyo (Os., 1, 9). Y no solamente no la mira como suya, sino que la aborrece y
condena al infierno. No detesta el Señor a ninguna de sus criaturas, ni a las fieras,
ni a los reptiles, ni al más vil insecto (Sb., 11, 25). Mas no puede dejar de
aborrecer al pecador (Sal. 5, 7); porque siendo imposible que no odie al
pecado, enemigo en absoluto contrario a la divina voluntad, debe necesariamente
aborrecer al pecador unido con la voluntad al pecado (Sb., 14, 9).
¡Oh Dios mío! si alguno tiene por enemigo a
un príncipe del mundo, apenas puede reposar tranquilo, temiendo a cada instante
la muerte. y el que sea enemigo de Dios, ¿cómo puede tener paz? De la ira de un
rey se puede huir ocultándose o emigrando a algún otro lejano reino; pero
¿quién puede sustraerse de las manos de Dios? «Señor —decía David (Sal. 138,
8-10)—, si subiere al cielo, allí estás; si descendiere al infierno, estás allí
presente... dondequiera que vaya, tu mano llegará hasta mí.»
¡Desventurados pecadores! malditos son de Dios,
malditos de los ángeles, malditos de los santos, aun en la tierra malditos cada
día por los sacerdotes y religiosos que, al recitar el oficio divino, publican
la maldición (Sal. 118, 21). además, estar en desgracia de Dios lleva consigo
la pérdida de todos los méritos. Aunque hubiese merecido un hombre tanto como
un San Pablo eremita, que vivió noventa y ocho años en una cueva; tanto como un
San Francisco Javier, que conquistó para Dios diez millones de almas; tanto
como San Pablo, que alcanzó por sí solo, como dice San Jerónimo, más merecimientos
que todos los demás Apóstoles, si aquél cometiera un solo pecado mortal, lo
perdería todo (Ez., 18, 24); ¡Tan grande es la ruina que produce el incurrir en
desgracia del Señor! De hijo de Dios, conviértase el pecador en esclavo de
satanás; de amigo predilecto se trueca en odioso enemigo; de heredero de la
gloria, en condenado al infierno. Decía San Francisco de Sales que si los
ángeles pudieran llorar, al ver la desdicha de un alma que cometiendo un pecado
mortal pierde la divina gracia, los ángeles llorarían, compadecidos.
Pero la mayor desventura consiste en que,
aunque los ángeles llorarían, si pudieran llorar, el pecador no llora. El que
pierde un corcel, una oveja —dice San Agustín—, no come, no descansa, gime y se
lamenta. ¡Perderá acaso la gracia de Dios, y come y duerme y no se queja!
AFECTOS Y SÚPLICAS
Ved,
Redentor mío, el lamentable estado a que yo me reduje! Vos, para hacerme digno
de vuestra gracia, pasasteis treinta y tres años de trabajos y dolores, y yo,
en un instante, por un momento de envenenado placer, la he despreciado y
perdido sin reparo.
Gracias
mil os doy por vuestra misericordia, porque me da tiempo de recuperar la gracia
si de veras lo deseo. Sí, Señor mío; quiero hacer cuanto pueda para
reconquistarla. Decidme qué debo poner
por obra para alcanzar el perdón. ¿Queréis que me arrepienta? pues sí, Jesús
mío, me arrepiento de todo corazón de haber ofendido a vuestra infinita
bondad... ¿Queréis que os ame? Os amo sobre todas las cosas. Mal empleé en la
vida pasada mi corazón, amando las criaturas, la vanidad del mundo. De ahora en
adelante viviré sólo para Vos, y a Vos no más amaré Dios mío, mi tesoro, mi
esperanza y mi fortaleza (Sal. 17, 2). Vuestros méritos, vuestras sacratísimas
llagas, serán mi esperanza. De Vos espero la fuerza necesaria para seros fiel. Acogedme,
pues, en vuestra gracia, ¡oh Salvador mío!, y no permitáis que os abandone más
otra vez. Desasidme de los afectos mundanos e inflamad mi corazón en vuestro
santo amor.
María,
Madre nuestra, haced que mi alma arda en amor de Dios, como arde la vuestra
eternamente.
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