Accipite comedite, hoc est
Caorpus
Meum
Tomad y comed,
este es mi Cuerpo
este es mi Cuerpo
Mt., 26, 26.
PUNTO PRIMERO
Del gran don de la Eucaristía.
Tres cosas hemos de considerar
en la Eucaristía: el gran don del Santísimo Sacramento, el grande amor que
Jesucristo nos ha manifestado al darnos este don y el gran deseo que tiene de
que recibamos este don por excelencia.
Consideremos en primer lugar la grandeza del
don que nos ha hecho Jesucristo dándosenos a Sí mismo en alimento en la santa
Comunión. «Aunque Jesucristo es omnipotente —dice San Agustín—, no puede darnos más». «¿Y qué mayor tesoro —añade San Bernardino de Sena— podrá desear o
recibir un alma que el cuerpo sacrosanto de Jesucristo?». «Dad a conocer
—exclama Isaías— a las gentes sus designios». Publicad, ¡oh hombres', las
amorosas invenciones de nuestro Dios. Si nuestro divino Redentor no nos hubiera
hecho este don, ¿quién se hubiera atrevido a pedírselo? ¿quién hubiera jamás
tenido la osadía de decirle: «Si queréis, Señor, darnos a conocer vuestro amor,
ocultaos bajo las apariencias de pan y permitid que os recibamos como
alimento»? El, sólo pensarlo se tendría por locura. «Porque, a la verdad, ¿no
parece insigne locura —nota San Agustín— decir: «Comed mi carne, bebed mi
Sangre?». Cuando Jesucristo reveló a los discípulos este don del Santísimo
Sacramento que intentaba darles, no pudieron alcanzar a comprenderlo, y se
separaron de El diciendo: «¿Cómo puede Este darnos a comer su propia carne?
Dura es esta doctrina; ¿quién podrá oírla?». Mas lo que los hombres no pudieron
siquiera imaginar, lo ha pensado y llevado a cabo el grande amor de Jesucristo.
El
Señor se ha quedado en este Sacramento como recuerdo del amor que en su Pasión
nos manifestó. Por eso San Bernardino llama a este Sacramento «el memorial de
su amor». Esto es muy conforme con lo que dijo el mismo Jesucristo por San
Lucas: «Haced esto en memoria mía»: «No se contentó con esto— dice San
Bernardino—, sino que, ardiendo Jesucristo de amor por nosotros, no quedó
satisfecho su amor con darnos su vida por nuestra salud sino que se vio como
forzado por el ímpetu del amor a ejecutar antes de morir la obra más estupenda
que jamás había obrado, cual era darnos en alimento su sacratísimo cuerpo».
Dice el abad Guérrico «que Jesucristo, instituyendo este Sacramento, hizo el
último esfuerzo de amor en favor de sus amigos». Mejor se expresa todavía el
Concilio de Trento, diciendo «que Jesucristo quiso como derramar sobre los
hombres todos los tesoros de su amor».
«¿Qué fineza tan grande de amor no fuera
—dice San Francisco de Sales— si un príncipe, estando a la mesa, mandase aun
pobre una porción de sus platos? ¿Qué si le mandase toda su comida? ¿Qué,
finalmente, si le mandase como manjar un pedazo de carne arrancado de su propio
brazo?» Pues bien, Jesucristo en la santa Comunión nos da en alimento, no un
plato de su mesa, no una parte dé su cuerpo, sino toda su carne sacrosanta.
«Tomad y comed —nos dice—, éste es mi cuerpo». Y junto con su cuerpo nos
da también su alma y su divinidad; de suerte que, al dársenos el Señor en este
Sacramento, «nos da todo lo que tiene—dice San Juan Crisóstomo—, sin reservarse
nada para Sí». Y el Doctor Angélico añade: «Dios nos ha dado en la Sagrada
Eucaristía todo lo que es y todo lo que tiene». «He aquí —exclama admirado San
Buenaventura— a nuestro soberano Señor, a quien el mundo entero no es bastante
a contener; helo aquí que en el Santísimo Sacramento se queda como nuestro
prisionero». Si el Señor se nos da todo entero en la Eucaristía, ¿cómo podemos
temer que nos niegue ninguna gracia que le pidamos? «¿Cómo dejará de darnos con
El cualquiera otra cosa?».
AFECTOS
Y PETICIONES
¡Oh
Jesús mío! Qué es lo que os ha movido a
darnos vuestro Cuerpo en alimento? Y después de este don, ¿ os queda más que
dar para obligarnos a amaros? ¡Ah Señor!, dadme luces y hacedme comprender el
exceso de amor que os movió a convertiros en alimento para uniros con nosotros,
miserables pecadores. Mas si Vos os habéis dado al hombre todo entero, justo es
que el hombre se entregue enteramente a Vos. ¡Oh Redentor mío!, ¿y cómo he
podido ofenderos a Vos, que tanto me habéis amado y que nada habéis perdonado
para granjearos mi amor? Por mí os hicisteis hombre, por mí moristeis, por mí
os trocasteis en alimento; ¿qué más, decidme, os queda que hacer? Os amo, Bondad
infinita; os amo, Amor infinito. Venid, Señor, con frecuencia a mi alma e
inflamadla en vuestro santo amor; haced que me olvide de todo para no pensar
más que en Vos.
¡Oh
Santísima Virgen María!, rogad por mí, y con vuestra intercesión hacedme digno
de recibir con frecuencia a vuestro Hijo en el Santísimo Sacramento.
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