Cognoscetur Dominus iudicia faciens.
Conocido será el Señor que hace justicia.
II Cor.,
5, 10.
PUNTO PRIMERO
De la resurrección de los
muertos.
No hay en el mundo, si bien se
considera, persona más despreciada que nuestro Señor Jesucristo. Más se atiende
a un pobre villano que al mismo Dios; porque se teme que ese villano, si se
viere demasiado injuriado y oprimido, tome ruda venganza, movido de violento
enojo. Pero a Dios se le ofende y
ultraja sin reparo, como si no pudiera castigar cuando quisiere (Jb., 22,
17). Por estas causas, el Redentor ha
destinado el día del juicio universal (llamado con razón en la Escritura día
del Señor), en el cual Jesucristo se hará reconocer por todos como universal y
Soberano Señor de todas las cosas (Sal. 9, 17).
Ese día no se llama día de
misericordia y perdón, sino «día de ira, de tribulación y de angustia; día de
miseria y desventura» (Sof., 1, 15). Porque en él se resarcirá justamente el
Señor de la honra y gloria que los pecadores quisieron arrebatarle en este
mundo. Veamos cómo ha de suceder el juicio en ese gran día.
Antes que se presente el
divino Juez le precederá maravilloso fuego del Cielo (Sal., 96, 3), que
abrasará la tierra y cuanto en ella exista (2 P, 3, 10). De suerte que los
palacios, templos, ciudades, pueblos y reinos, todo se convertirá en montón de
cenizas.
Menester es purificar con
fuego esta gran casa, contaminada de pecados. Tal es el fin que tendrán todas
las riquezas, pompas y delicias de la tierra. Muertos los hombres, resonará la
trompeta y todos resucitarán (1 Co., 15, 52).
Decía San Jerónimo: «Cuando
considero el día del juicio, me estremezco. Paréceme siempre que oigo resonar
aquella trompeta: Levantaos, muertos, y venid a mi juicio» (In Mt., c. 5). Al
sonido pavoroso de esa voz descenderán las almas hermosísimas de los
bienaventurados para unirse a sus cuerpos, con los cuales sirvieron a Dios en
este mundo; y las almas infelices de los condenados saldrán del infierno y se
unirán a sus cuerpos malditos, que fueron instrumentos para ofender a
Dios. ¡Qué diferencia habrá entonces
entre los cuerpos de justos y condenados! Los justos se mostrarán hermosos,
cándidos, resplandecientes más que el sol (Mt., 13, 43). ¡Dichoso el que en esta vida supo mortificar
su carne, negándole los placeres vedados; y aun para mejor enfrenarla, como
hicieron los Santos, la maltrató y le rehusó también los placeres lícitos de
los sentidos!... ¡Cuánto se regocijará
por ello, como se alegró un San Pedro de Alcántara, que poco después de su
muerte se apareció á Santa Teresa de Jesús, y le dijo: «¡Oh feliz penitencia,
que tanta gloria me ha alcanzado!...» Y, al contrario, los cuerpos de los
réprobos se mostrarán deformes, negros y hediondos.
¡Ah, qué pena tendrá el
condenado al reunirse con su cuerpo!... «Cuerpo maldito —dirá el alma—, por
contentarte me perdí.» Y el cuerpo dirá: «Tú, alma maldecida, que estabas
dotada de razón, ¿por qué me concediste aquellos deleites que a ti y a mí nos
han perdido por toda la eternidad?»
AFECTOS Y PETICIONES
¡Ah Jesús y Redentor mío, que
un día habéis de ser mí Juez, perdonadme antes que llegue ese día temible! No apartes de mí tu rostro (Sal. 101, 3). Ahora sois mi Padre, y como tal,
recibid en vuestra gracia a un hijo que vuelve a Vos arrepentido.
Padre mío, os pido perdón. Mal
hice en ofenderos y en dejaros, que no merecíais mi detestable proceder. Duéleme de ello y me arrepiento de todo
corazón. Perdonadme, pues; no apartéis
de mí vuestro rostro ni me despidáis como merezco. Acordaos de la Sangre que
por mí derramasteis, y tened misericordia de mí.. Jesús mío, no quiero más Juez que Vos. Pues,
como decía Santo Tomás de Villanueva, «gustoso me someto al juicio de Aquel que
murió por mí y que para no condenarme, quiso ser Él condenado a la cruz». Ya
San Pablo había dicho: «¿Quién es el que condena? Cristo Jesús, que murió por
nosotros.» Os amo, Padre mío, y deseo no volver jamás a separarme de vuestras
plantas. Olvidad las ofensas que os hice, y dadme gran amor a vuestra bondad.
Quiero que este amor a Vos sea mayor que el desagradecimiento con que os
ofendí. Mas si no me ayudáis, no podré amaros.
Auxiliadme, Jesús mío. Haced que mi vida, sea como quiere vuestro amor,
a fin de que en el día postrero merezca ser contado en el número de vuestros
escogidos...
¡Oh María, mi Reina y mi
Abogada, ayudadme ahora, pues si me perdiere ya no podréis ayudarme en aquel
día! Vos, Señora, por todos rogáis. Rogad también por mí, que me precio de ser
vuestro devoto y que tanto confío en Vos.
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