viernes, 10 de abril de 2020

25.1. DEL JUICIO UNIVERSAL

                                                         Cognoscetur Dominus iudicia faciens.
                                                        Conocido será el Señor que hace justicia.
II Cor., 5, 10.

PUNTO PRIMERO
De la resurrección de los muertos.

   No hay en el mundo, si bien se considera, persona más despreciada que nuestro Señor Jesucristo. Más se atiende a un pobre villano que al mismo Dios; porque se teme que ese villano, si se viere demasiado injuriado y oprimido, tome ruda venganza, movido de violento enojo.  Pero a Dios se le ofende y ultraja sin reparo, como si no pudiera castigar cuando quisiere (Jb., 22, 17).  Por estas causas, el Redentor ha destinado el día del juicio universal (llamado con razón en la Escritura día del Señor), en el cual Jesucristo se hará reconocer por todos como universal y Soberano Señor de todas las cosas (Sal. 9, 17).

   Ese día no se llama día de misericordia y perdón, sino «día de ira, de tribulación y de angustia; día de miseria y desventura» (Sof., 1, 15). Porque en él se resarcirá justamente el Señor de la honra y gloria que los pecadores quisieron arrebatarle en este mundo. Veamos cómo ha de suceder el juicio en ese gran día.

   Antes que se presente el divino Juez le precederá maravilloso fuego del Cielo (Sal., 96, 3), que abrasará la tierra y cuanto en ella exista (2 P, 3, 10). De suerte que los palacios, templos, ciudades, pueblos y reinos, todo se convertirá en montón de cenizas.

   Menester es purificar con fuego esta gran casa, contaminada de pecados. Tal es el fin que tendrán todas las riquezas, pompas y delicias de la tierra. Muertos los hombres, resonará la trompeta y todos resucitarán (1 Co., 15, 52).

   Decía San Jerónimo: «Cuando considero el día del juicio, me estremezco. Paréceme siempre que oigo resonar aquella trompeta: Levantaos, muertos, y venid a mi juicio» (In Mt., c. 5). Al sonido pavoroso de esa voz descenderán las almas hermosísimas de los bienaventurados para unirse a sus cuerpos, con los cuales sirvieron a Dios en este mundo; y las almas infelices de los condenados saldrán del infierno y se unirán a sus cuerpos malditos, que fueron instrumentos para ofender a Dios.  ¡Qué diferencia habrá entonces entre los cuerpos de justos y condenados! Los justos se mostrarán hermosos, cándidos, resplandecientes más que el sol (Mt., 13, 43).  ¡Dichoso el que en esta vida supo mortificar su carne, negándole los placeres vedados; y aun para mejor enfrenarla, como hicieron los Santos, la maltrató y le rehusó también los placeres lícitos de los sentidos!...  ¡Cuánto se regocijará por ello, como se alegró un San Pedro de Alcántara, que poco después de su muerte se apareció á Santa Teresa de Jesús, y le dijo: «¡Oh feliz penitencia, que tanta gloria me ha alcanzado!...» Y, al contrario, los cuerpos de los réprobos se mostrarán deformes, negros y hediondos.

   ¡Ah, qué pena tendrá el condenado al reunirse con su cuerpo!... «Cuerpo maldito —dirá el alma—, por contentarte me perdí.» Y el cuerpo dirá: «Tú, alma maldecida, que estabas dotada de razón, ¿por qué me concediste aquellos deleites que a ti y a mí nos han perdido por toda la eternidad?»

AFECTOS Y PETICIONES

   ¡Ah Jesús y Redentor mío, que un día habéis de ser mí Juez, perdonadme antes que llegue ese día temible! No apartes de mí tu rostro (Sal. 101, 3). Ahora sois mi Padre, y como tal, recibid en vuestra gracia a un hijo que vuelve a Vos arrepentido.

   Padre mío, os pido perdón. Mal hice en ofenderos y en dejaros, que no merecíais mi detestable proceder.  Duéleme de ello y me arrepiento de todo corazón.  Perdonadme, pues; no apartéis de mí vuestro rostro ni me despidáis como merezco. Acordaos de la Sangre que por mí derramasteis, y tened misericordia de mí..  Jesús mío, no quiero más Juez que Vos. Pues, como decía Santo Tomás de Villanueva, «gustoso me someto al juicio de Aquel que murió por mí y que para no condenarme, quiso ser Él condenado a la cruz». Ya San Pablo había dicho: «¿Quién es el que condena? Cristo Jesús, que murió por nosotros.» Os amo, Padre mío, y deseo no volver jamás a separarme de vuestras plantas. Olvidad las ofensas que os hice, y dadme gran amor a vuestra bondad. Quiero que este amor a Vos sea mayor que el desagradecimiento con que os ofendí. Mas si no me ayudáis, no podré amaros.  Auxiliadme, Jesús mío. Haced que mi vida, sea como quiere vuestro amor, a fin de que en el día postrero merezca ser contado en el número de vuestros escogidos...

   ¡Oh María, mi Reina y mi Abogada, ayudadme ahora, pues si me perdiere ya no podréis ayudarme en aquel día! Vos, Señora, por todos rogáis. Rogad también por mí, que me precio de ser vuestro devoto y que tanto confío en Vos.

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