PUNTO SEGUNDO
La muerte de los justos
es su completa victoria
Limpiará Dios toda lágrima de
los ojos de ellos, y la muerte no será ya más (Ap., 21, 4). En la hora de la
muerte enjugará Dios de los ojos de sus siervos las lágrimas que hubieren
derramado en esta vida, en medio de los trabajos, temores, peligros y combates
con el infierno. Y lo que más consolará a un alma amante de su Dios cuando sepa
que llega la muerte será el pensar que pronto ha de estar libre de tanto
peligro de ofender a Dios como hay en el mundo, de tanta tribulación espiritual
y de tantas tentaciones del enemigo. La vida temporal es una guerra continua
contra el infierno, en la cual siempre estamos en riesgo grandísimo de perder a
Dios y a nuestra alma. Dice San Ambrosio que en este mundo caminamos
constantemente entre asechanzas del enemigo, que tiende lazos a la vida de la
gracia. Este peligro hacía temblar a San Pedro de Alcántara cuando ya estaba
agonizando: «Apartaos, hermano mío —dirigiéndose a un religioso que, al
auxiliarle, le tocaba con veneración—, apartaos, pues vivo todavía, y aún hay
peligro de que me condene.» Por eso mismo se regocijaba Santa Teresa cada vez
que oía sonar la hora del reloj, alegrándose de que ya hubiese pasado otra hora
de combate, porque decía: «Puedo pecar y perder a Dios en cada instante de mi
vida.» De aquí que todos los Santos sentían consuelo al conocer que iban a
morir, pues pensaban que presto se acabarían las batallas y riesgos y tendrían
segura la inefable dicha de no poder ya perder a Dios jamás.
Refiérese en la vida de los
Padres que uno de ellos, en extremo anciano, hallándose en la hora de la
muerte, reíase mientras sus compañeros lloraban, y como le preguntaran el
motivo de su gozo, respondió: «Y vosotros, ¿por qué lloráis, cuando voy a
descansar de mis trabajos?». También Santa Catalina de Sena dijo al morir:
«Consolaos conmigo, porque dejo esta tierra de dolor y voy a la patria de paz.»
Si alguno —dice San Cipriano— habitase en una casa cuyas paredes estuvieran
para desplomarse, cuyo pavimento y techo se bambolearan y todo ello amenazase
ruina, ¿no desearía mucho salir de ella? Pues en esta vida todo amenaza la
ruina del alma: el mundo, el infierno, las pasiones, los sentidos rebeldes,
todo la atrae hacia el pecado y la muerte eterna. ¿Quién me librará —exclamaba
el Apóstol (Ro., 7, 24)— de este cuerpo de muerte? ¡Oh, qué alegría sentirá el
alma cuando oiga decir: «Ven, esposa mía; sal del lugar del llanto, de la cueva
de los leones que quisieran devorarte y hacerte perder la gracia divina»
(Cant., 4, 8). Por esto San Pablo (Fil., 1, 21), deseando morir, decía que
Jesucristo era su única vida, y que estimaba la muerte como la mayor ganancia
que pudiera alcanzar, ya que por ella adquiría la vida que jamás tiene fin.
Gran favor hace Dios al alma que está en gracia llevándosela de este
mundo, donde pudiera no perseverar y perder la amistad divina (Sb., 4, 11).
Dichoso en esta vida es el que está unido a Dios; pero así como el navegante no
puede tenerse por seguro mientras no llegue al puerto y salga libre de la
tormenta, así no puede el alma ser verdaderamente feliz hasta que salga de esta
vida en gracia de Dios. Alaba la ventura del caminante; pero cuando haya
llegado al puerto —dice San Ambrosio—. Pues si el navegante se alegra cuando,
libre de tantos peligros, se acerca al puerto deseado, ¿cuánto más no debe
alegrarse el que este próximo a asegurar su salvación eterna?
Además, en este mundo no
podemos vivir sin culpas, por lo menos leves; porque siete veces caerá el justo
(Pr., 24, 16). Mas quien sale de esta vida mortal, cesa de ofender a Dios. ¿Qué
es la muerte —dice el mismo Santo— sino el sepulcro de los vicios? Por eso los
que aman a Dios anhelan vivamente morir. Por eso, el venerable Padre Vicente
Caraffa consolábase al morir diciendo : Al acabar mi vida, acaban mis ofensas a
Dios. Y el ya citado San Ambrosio decía: ¿Para qué deseamos esta vida, si
cuanto más larga fuere, mayor peso de pecados nos abruma? El que fallece en
gracia de Dios alcanza el feliz estado de no saber ni poder ofenderle más. El
muerto no sabe pecar. Por tal causa, el Señor alaba más a los muertos que a los
vivos, aunque fueren santos (Ecl., 4, 2). Y aún no ha faltado quien haya
dispuesto que, en el trance de la muerte, le dijese al que fuese a
anunciársela: «Alégrate, que ya llega el tiempo en que no ofenderás más a
Dios.»
AFECTOS Y PETICIONES
«En tus manos encomiendo mi
espíritu. Tú me has redimido, Señor. Dios de la verdad» (Sal, 30, 6). ¡Oh dulce
Redentor mío! ¿Qué sería de mí si me hubieras enviado la muerte cuando me
hallaba apartado de Vos? Estaría en el infierno, donde no podría amaros.
Inmensa es mi gratitud porque no me habéis abandonado y por las innumerables
gracias que me habéis concedido para que os entregue mi corazón. Duéleme de
haberos ofendido, os amo sobre todas las cosas, y os ruego que siempre me deis
a conocer el mal que cometí despreciándoos, y el grande amor que merece vuestra
infinita bondad. Os amo, y si así os agrada, deseo morir pronto para librarme
del peligro de volver a perder vuestra santa gracia, y para estar seguro de
amaros eternamente. Dadme, pues, ¡oh amado Jesús!, dadme, en el tiempo que me
queda de vida, esfuerzo y ánimo para serviros en algo antes que llegue la
muerte. Dadme fortaleza para vencer la tentación y las pasiones, sobre todo
aquellas que en la vida pasada más me movieron a ofenderos. Dadme paciencia
para sufrir las enfermedades y las ofensas que el prójimo me hiciere. Yo, por
vuestro amor, perdono a los que me han ofendido, y os suplico que les otorguéis
las gracias que desearen. Dadme también mayor esfuerzo para ser diligente y
evitar las faltas veniales que a menudo cometo. Auxiliadme, Salvador mío; todo
lo espero de vuestros méritos.
Y toda mi confianza pongo en
vuestra intercesión, ¡oh María, mi Madre y mi esperanza!
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