viernes, 10 de abril de 2020

8.2. MUERTE DEL JUSTO (Cont)


PUNTO SEGUNDO
La muerte de los justos
es su completa victoria

   Limpiará Dios toda lágrima de los ojos de ellos, y la muerte no será ya más (Ap., 21, 4). En la hora de la muerte enjugará Dios de los ojos de sus siervos las lágrimas que hubieren derramado en esta vida, en medio de los trabajos, temores, peligros y combates con el infierno. Y lo que más consolará a un alma amante de su Dios cuando sepa que llega la muerte será el pensar que pronto ha de estar libre de tanto peligro de ofender a Dios como hay en el mundo, de tanta tribulación espiritual y de tantas tentaciones del enemigo. La vida temporal es una guerra continua contra el infierno, en la cual siempre estamos en riesgo grandísimo de perder a Dios y a nuestra alma. Dice San Ambrosio que en este mundo caminamos constantemente entre asechanzas del enemigo, que tiende lazos a la vida de la gracia. Este peligro hacía temblar a San Pedro de Alcántara cuando ya estaba agonizando: «Apartaos, hermano mío —dirigiéndose a un religioso que, al auxiliarle, le tocaba con veneración—, apartaos, pues vivo todavía, y aún hay peligro de que me condene.» Por eso mismo se regocijaba Santa Teresa cada vez que oía sonar la hora del reloj, alegrándose de que ya hubiese pasado otra hora de combate, porque decía: «Puedo pecar y perder a Dios en cada instante de mi vida.» De aquí que todos los Santos sentían consuelo al conocer que iban a morir, pues pensaban que presto se acabarían las batallas y riesgos y tendrían segura la inefable dicha de no poder ya perder a Dios jamás.
  
   Refiérese en la vida de los Padres que uno de ellos, en extremo anciano, hallándose en la hora de la muerte, reíase mientras sus compañeros lloraban, y como le preguntaran el motivo de su gozo, respondió: «Y vosotros, ¿por qué lloráis, cuando voy a descansar de mis trabajos?». También Santa Catalina de Sena dijo al morir: «Consolaos conmigo, porque dejo esta tierra de dolor y voy a la patria de paz.» Si alguno —dice San Cipriano— habitase en una casa cuyas paredes estuvieran para desplomarse, cuyo pavimento y techo se bambolearan y todo ello amenazase ruina, ¿no desearía mucho salir de ella? Pues en esta vida todo amenaza la ruina del alma: el mundo, el infierno, las pasiones, los sentidos rebeldes, todo la atrae hacia el pecado y la muerte eterna. ¿Quién me librará —exclamaba el Apóstol (Ro., 7, 24)— de este cuerpo de muerte? ¡Oh, qué alegría sentirá el alma cuando oiga decir: «Ven, esposa mía; sal del lugar del llanto, de la cueva de los leones que quisieran devorarte y hacerte perder la gracia divina» (Cant., 4, 8). Por esto San Pablo (Fil., 1, 21), deseando morir, decía que Jesucristo era su única vida, y que estimaba la muerte como la mayor ganancia que pudiera alcanzar, ya que por ella adquiría la vida que jamás tiene fin.

   Gran favor hace Dios al alma que está en gracia llevándosela de este mundo, donde pudiera no perseverar y perder la amistad divina (Sb., 4, 11). Dichoso en esta vida es el que está unido a Dios; pero así como el navegante no puede tenerse por seguro mientras no llegue al puerto y salga libre de la tormenta, así no puede el alma ser verdaderamente feliz hasta que salga de esta vida en gracia de Dios. Alaba la ventura del caminante; pero cuando haya llegado al puerto —dice San Ambrosio—. Pues si el navegante se alegra cuando, libre de tantos peligros, se acerca al puerto deseado, ¿cuánto más no debe alegrarse el que este próximo a asegurar su salvación eterna?
  
   Además, en este mundo no podemos vivir sin culpas, por lo menos leves; porque siete veces caerá el justo (Pr., 24, 16). Mas quien sale de esta vida mortal, cesa de ofender a Dios. ¿Qué es la muerte —dice el mismo Santo— sino el sepulcro de los vicios? Por eso los que aman a Dios anhelan vivamente morir. Por eso, el venerable Padre Vicente Caraffa consolábase al morir diciendo : Al acabar mi vida, acaban mis ofensas a Dios. Y el ya citado San Ambrosio decía: ¿Para qué deseamos esta vida, si cuanto más larga fuere, mayor peso de pecados nos abruma? El que fallece en gracia de Dios alcanza el feliz estado de no saber ni poder ofenderle más. El muerto no sabe pecar. Por tal causa, el Señor alaba más a los muertos que a los vivos, aunque fueren santos (Ecl., 4, 2). Y aún no ha faltado quien haya dispuesto que, en el trance de la muerte, le dijese al que fuese a anunciársela: «Alégrate, que ya llega el tiempo en que no ofenderás más a Dios.»

AFECTOS Y PETICIONES

   «En tus manos encomiendo mi espíritu. Tú me has redimido, Señor. Dios de la verdad» (Sal, 30, 6). ¡Oh dulce Redentor mío! ¿Qué sería de mí si me hubieras enviado la muerte cuando me hallaba apartado de Vos? Estaría en el infierno, donde no podría amaros. Inmensa es mi gratitud porque no me habéis abandonado y por las innumerables gracias que me habéis concedido para que os entregue mi corazón. Duéleme de haberos ofendido, os amo sobre todas las cosas, y os ruego que siempre me deis a conocer el mal que cometí despreciándoos, y el grande amor que merece vuestra infinita bondad. Os amo, y si así os agrada, deseo morir pronto para librarme del peligro de volver a perder vuestra santa gracia, y para estar seguro de amaros eternamente. Dadme, pues, ¡oh amado Jesús!, dadme, en el tiempo que me queda de vida, esfuerzo y ánimo para serviros en algo antes que llegue la muerte. Dadme fortaleza para vencer la tentación y las pasiones, sobre todo aquellas que en la vida pasada más me movieron a ofenderos. Dadme paciencia para sufrir las enfermedades y las ofensas que el prójimo me hiciere. Yo, por vuestro amor, perdono a los que me han ofendido, y os suplico que les otorguéis las gracias que desearen. Dadme también mayor esfuerzo para ser diligente y evitar las faltas veniales que a menudo cometo. Auxiliadme, Salvador mío; todo lo espero de vuestros méritos.

   Y toda mi confianza pongo en vuestra intercesión, ¡oh María, mi Madre y mi esperanza!

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