viernes, 10 de abril de 2020

22.1. DE LOS MALOS HÁBITOS

                                        Impius cum in profundum venerit
                                                 peccatorum, contemnit.
                                El impío, después de haber llegado
                              a lo profundo de los pecados, 
no hace caso.
Pr., 18, 3.

PUNTO PRIMERO
Los malos hábitos ciegan la inteligencia.

   Una de las mayores desventuras que nos acarreó la culpa de Adán es nuestra propensión al pecado. De ello se lamentaba el Apóstol, viéndose movido por la concupiscencia hacia el mismo mal que él aborrecía: «Veo otra ley en mis miembros que... me lleva cautivo a la ley del pecado» (Ro., 7, 23). De aquí procede que para nosotros, infectos de tal concupiscencia y rodeados de tantos enemigos que nos mueven al mal, sea difícil llegar sin culpa a la gloria.

   Reconocida esta fragilidad que tenemos, pregunto yo ahora: ¿Qué diríais de un viajero que debiendo atravesar el mar durante una tempestad espantosa y en un barco medio deshecho, quisiera cargarle con tal peso, que, aun sin tempestades y aunque la nave fuese fortísima, bastaría para sumergirla?...    ¿Qué pronóstico formarías sobre la vida de aquel viajero? Pues pensad eso mismo acerca del hombre de malos hábitos y costumbres, el cual ha de cruzar el mar tempestuoso de esta vida, en que tantos se pierden, y ha de usar de frágil y ruinosa nave, como es nuestro cuerpo, a que el alma va unida.

   ¿Qué ha de suceder si la cargamos todavía con el peso irresistible de los pecados habituales? Difícil es que tales pecadores se salven, porque los malos hábitos ciegan el espíritu, endurecen el corazón y ocasionan probablemente la obstinación completa en la hora de la muerte. Primeramente, el mal hábito nos ciega. ¿Por qué motivo los Santos pidieron siempre a Dios que los iluminara, y temían convertirse en los más abominables pecadores del mundo? Porque sabían que si llegaban a perder la divina luz podrían cometer horrendas culpas.  ¿Y cómo tantos cristianos viven obstinadamente en pecado, hasta que sin remedio se condenan? Porque el pecado los ciega, y por eso se pierden (Sb., 2, 21). Toda la culpa lleva consigo ceguedad, y acrecentándose los pecados, se aumenta la ceguera del pecador. Dios es nuestra luz, y cuanto más se aleja el alma de Dios, tanto más ciega queda. Sus huesos se llenarán de vicios (Jb., 20, 11).

   Así como en un vaso lleno de tierra no puede entrar la luz del sol, así no puede penetrar la luz divina en un corazón lleno de vicios. Por eso vemos con frecuencia que ciertos pecadores, sin luz que los guíe, andan de pecado en pecado, y no piensan siquiera en corregirse. Caídos esos infelices en oscura fosa, sólo saben cometer pecados y hablar de pecados; ni piensan más que en pecar, ni apenas conocen cuán grave mal es el pecado.  «La misma costumbre de pecar—dice San Agustín—no deja ver al pecador el mal que nace.» De suerte que viven como si no creyesen que existe Dios, la gloria, el infierno y la eternidad.

   Y acaece que aquel pecado que al principio causaba horror, por efecto del mal hábito no horroriza luego. «Ponlos como rueda y como paja delante del viento» (Sal. 82, 14). Ved, dijo San Juan, con qué facilidad se mueve una paja por cualquier suave brisa; pues también veremos a muchos que antes de caer resistían, a lo menos por algún tiempo, y combatían contra las tentaciones; mas luego, contraído el mal hábito, caen al instante en cualquier tentación, en toda ocasión de pecar que se les 11 ofrece. ¿Y por qué? Porque el mal hábito los privó de la luz.

   Dice San Anselmo que el demonio procede con ciertos pecadores como el que tiene un pajarillo aprisionado con una cinta; Le deja volar, pero cuando quiere lo derriba otra vez en tierra. Tales son, afirma el Santo, los que el mal hábito domina.

   Y algunos, añade San Bernardino de Sena, pecan sin que la ocasión les solicite. Son, como dice este gran Santo (T. 4, serm. 15), semejantes a los molinos de viento, que cualquier aire los hace girar, y siguen volteando, aunque no haya grano que moler, y aun a veces cuando el molinero no quisiera que se moviesen.  Estos pecadores —observa San Juan Crisóstomo— van forjando malos pensamientos sin ocasión, sin placer, casi contra su voluntad, tiranizados por la fuerza de la mala costumbre.

   Porque, como dice San Agustín, el mal hábito se convierte luego en necesidad (2). La costumbre, según nota San Bernardo, se muda en naturaleza. De suerte que, así como al hombre le es necesario respirar, así a los que ha-bitualmente pecan y se hacen esclavos del demonio, no parece sino que les es necesario el pecar.  He dicho esclavos, porque los sirvientes trabajan por su salario; mas los esclavos sirven a la fuerza, sin paga alguna. Y a esto llegan algunos desdichados: a pecar sin placer ni deseo.

   «El impío, después de haber llegado a lo profundo de los pecados, no hace caso» (Pr., 18, 3). San Juan Crisóstomo explica estas palabras refiriéndolas al pecador obstinado en los malos hábitos, que, hundido en aquella sima tenebrosa, desprecia la corrección, los sermones, las censuras, el infierno y hasta a Dios: lo menosprecia todo, y se hace semejante al buitre voraz, que por no 12 dejar el cadáver en que se ceba, prefiere que los cazadores le maten.

   Refiere el P. Recúpito que un condenado a muerte, yendo hacia la horca, alzó los ojos, y por haber mirado a una joven consintió en un mal pensamiento. Y el P. Gisolfo cuenta que un blasfemo, también condenado a muerte, profirió una blasfemia en el mismo instante en que el verdugo lo arrojaba de la escalera para ahorcarle.  Con razón, pues, nos dice San Bernardo que de nada suele servir el rogar por los pecadores de costumbre, sino que más bien es menester compadecerlos como a condenados.  ¿Querrán salir del precipicio en que están, si no le miran ni le ven? Se necesitaría un milagro de la gracia.  Abrirán los ojos en el infierno, cuando el conocimiento de su desdicha sólo ha de servirles para llorar más amargamente su locura.

AFECTOS Y PETICIONES

   Me habéis, Señor y Dios mío, agraciado con vuestros beneficios, favoreciéndome más que a otros, y yo, en cambio, os colmé de ofensas, injuriándoos más que todos...  ¡Oh herido Corazón de mi Redentor!, que en la cruz tan afligido y atormentado fuiste por la perversión de mis culpas: concédeme, por tus méritos, profundo conocimiento y dolor de mis pecados...
¡Ah Jesús mío! Lleno estoy de vicios; mas Vos sois omnipotente y bien podéis llenar mi alma de vuestro santo amor. En Vos, pues, confío, porque sois de la misma bondad y misericordia infinitas.

   Duélame, Soberano Bien, de haberos ofendido, y quisiera haber muerto antes de haber pecado. Olvídeme de Vos, pero Vos no me habéis olvidado; lo reconozco por la luz con que ilumináis ahora mi alma. Y ya que me dais esa divina luz, concededme también fuerza para serviros fielmente. Resuelvo preferir la muerte antes que apartarme de Vos, y pongo en vuestro auxilio todas mis esperanzas.  In te Domine, speravi, non confundar in aeternum.  En Vos espero, Jesús mío, que no he de verme otra vez en la confusión de la culpa y privado de vuestra gracia.

   A Vos también me encomiendo, ¡oh María, Señora nuestra! In te, Domina, speravi, non confundar in aeternum. Por vuestra intercesión confío, ¡oh Esperanza nuestra!, que no me veré más en la enemistad de vuestro divino Hijo. Rogadle que me envíe la muerte antes que permita esta suma desgracia.

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