Dispone domui tuae, quia morieris
tu, et non
vives
Dispón de tu casa, porque vas a morir
y estás al fin de
tu vida.
Is., 38.
I
PUNTO PRIMERO
Terror y remordimiento del
pecador moribundo
Imagina que estás junto a un enfermo a quien
quedan pocas horas de vida. ¡Pobre enfermo! Mirad cómo le oprimen y angustian
los dolores, desmayos, sofocaciones y falta de respiración y el sudor glacial y
el desvanecimiento, hasta el punto de que apenas siente, ni entiende, ni habla.
Y su mayor desdicha consiste en que, estando ya próximo a la muerte, en vez de
pensar en su alma y apercibir la cuenta para la eternidad, sólo trata de
médicos y remedios que le libren de la dolencia que le va matando. No son
capaces de pensar más que en si mismos, dice San Lorenzo Justiniano al hablar
de tales moribundos. Pero ¿a lo menos, los parientes y amigos le manifestarán
el peligroso estado en que se halla? No; no hay entre todos ellos quien se
atreva a darle la nueva de la muerte y advertirle que debe recibir los santos
sacramentos. Todos rehuyen el decírselo para no molestarle! (¡Oh Dios mío!,
gracias mil os doy porque en la hora de la muerte haréis que me asistan mis
queridos hermanos de mi Congregación, los cuales, sin otro interés que el de mi
salvación, me ayudarán todos a bien morir.) Entre tanto, y aunque no se le haya
dado anuncio de la muerte, el pobre enfermo, al ver la confusión de la familia,
las discusiones de los médicos, los varios, frecuentes y heroicos remedios a
que acuden, se llena de angustia v de terror, entre continuos asaltos de
temores, desconfianza y remordimientos, y duda si habrá llegado el fin de sus
días. ¿Qué no sentirá cuando, al cabo, reciba la noticia de que va a morir?
Arregla las cosas de tu casa, porque morirás y no vivirás. (Is., 38, 1). ¡Qué
pena tendrá al saber que su enfermedad es mortal, que es preciso reciba los
sacramentos, se una con Dios y vaya despidiéndose del mundo! ¡Despedirse del mundo!
Pues ¿cómo? ¿Ha de despedirse de todo: de la casa, de la ciudad, de los
parientes, amigos, conversaciones, juegos, placeres?... Sí, de todo. Diríase
que ante el notario, ya presente, se escribe esa despedida con la fórmula: Dejo
a tal persona; dejo. Y consigo ¿ qué llevará? Sólo una pobre mortaja, que poco
a poco se pudrirá con el muerto en la sepultura. ¡Oh, qué turbación y tristeza
traerán al moribundo las lágrimas de la familia, el silencio de los amigos,
que, mudos cerca de él, ni aun aliento tienen para hablar! Mayor angustia le
darán los remordimientos de la conciencia, vivísimos entonces por lo
desordenado de la vida, después de tantos llamamientos y divinas luces, después
de tantos avisos dados por los padres espirituales, y de tantos propósitos hechos,
mas no cumplidos o presto olvidados. «¡Pobre de mí—dirá el moribundo—, que
tantas luces recibí de Dios, tanto tiempo para arreglar mi conciencia, y no lo
hice! ¡Y ahora me veo en el trance de la muerte! ¿Qué me hubiera costado huir
de aquella ocasión, apartarme de aquella amistad, confesarme todas las semanas?
Y aunque mucho me hubiese costado, ¿no hubiera debido hacerlo todo para salvar
mi alma, que más que todo importa? ¡Oh, si hubiera puesto por obra aquella
buena resolución que forme, si hubiera seguido como empecé entonces, qué
contento estaría ahora! Mas no lo hice, y ya no es tiempo de hacerlo...» Los
sentimientos de esos moribundos que en vida olvidaron su conciencia se asemejan
a los del condenado que, sin fruto ni remedió, llora en el infierno sus pecados
como causa de su castigo.
AFECTOS Y PETICIONES
Estos son, Señor, los sentimientos y
angustias que tendría si en este instante me anunciaran mi próxima muerte. Os
doy fervientes gracias por esta enseñanza y por haberme dado tiempo para enmendarme.
No quiero, Dios mío, huir más de Vos. Bastantes veces me habéis buscado, y si
ahora resisto y no me entrego a Vos, fundadamente debo temer que me
abandonaréis para siempre. Con el fin de que os amara, formasteis mi corazón;
mas yo le empleé mal, amando a las criaturas y no a Vos, Creador y Redentor
mío, que disteis por mí la vida. No sólo dejé de amaros, sino que mil veces os
he menospreciado y ofendido, y sabiendo que el pecado os disgustaba en extremo,
no vacilé en cometerle. ¡Oh Jesús mío, de todo ello me arrepiento, y de todo
corazón aborrezco lo malo! ¡ Mudar quiero de vida, renunciando a todos los
placeres mundanos para sólo a Vos amar y servir, oh Dios de mi alma! Y pues me
habéis dado grandes muestras de vuestro amor, quisiera yo ofreceros antes de mi
muerte algunas del mío. Acepto desde ahora todas las enfermedades y cruces que
me enviéis, todos los trabajos y desprecios que de los hombres recibiere. Dadme
fuerzas para sufrirlo en paz, por amor a Vos, como deseo. Os amo, bondad
infinita; os 62 amo sobre todas las cosas. Aumentad mi amor y concededme la
santa perseverancia. ¡María, mi esperanza, ruega a Jesús por mí!
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