PUNTO SEGUNDO
El cadáver en la tumba
Mas para ver mejor lo que eres, cristiano —dice
San Juan Crisóstomo—, ve a un sepulcro, contempla el polvo, la ceniza y los
gusanos, y llora. Observa cómo aquel cadáver va poniéndose lívido, y después
negro. Aparece luego en todo el cuerpo una especie de vellón blanquecino y
repugnante, de donde sale una materia pútrida, viscosa y hedionda, que cae por
la tierra. Nacen en tal podredumbre multitud de gusanos, que se nutren de la
misma carne, a los cuales, a veces, se agregan las ratas para devorar aquel
cuerpo, corriendo unas por encima de él, penetrando, otras por la boca y las
entrañas. Cáense a pedazos las mejillas, los labios y el pelo; descarnase el
pecho, y luego los brazos y las piernas. Los gusanos, apenas han consumido las
carnes del muerto, se devoran unos a otros, y de todo aquel cuerpo no queda,
finalmente, más que un fétido esqueleto, que con el tiempo se deshace,
separándose los huesos y cayendo del tronco la cabeza. Reducido como a tamo de
una era de verano que arrebató él viento... (Dn., 2, 35). Esto es el hombre: un
poco de polvo que el viento dispersa.
¿Dónde está, pues, aquel caballero a quien
llamaban alma y encanto de la conversación? Entrad en su morada; ya no está
allí. Visitad su lecho; otro lo disfruta. Buscad sus trajes, sus armas; otros
lo han tomado y repartido todo. Si queréis verle, asomaos a aquella fosa, donde
se halla convertido en podredumbre y descamados huesos... ¡Oh Dios mío! Ese
cuerpo alimentado con tan deliciosos manjares, vestido con tantas galas,
agasajado por tantos servidores, ¿se ha reducido a eso?
Bien entendisteis vosotros la verdad, ¡oh
Santos benditos !, que por amor de Dios—fin único que amasteis en el
mundo—supisteis mortificar vuestros cuerpos, cuyos huesos son ahora, como
preciosas reliquias, venerados y conservados en urnas de oro. Y vuestras almas
hermosísimas gozan de Dios, esperando el último día para unirse a vuestros
cuerpos gloriosos, que serán compañeros y partícipes de la dicha sin fin, como
lo fueron de la cruz en esta vida. Tal es el verdadero amor al cuerpo mortal;
hacerle aquí sufrir trabajos para que luego sea feliz eternamente, y negarle
todo placer que pudiera hacerle para siempre desdichado.
AFECTOS Y PETICIONES
¡He aquí, Dios mío, a qué se reducirá
también este mi cuerpo, con que tanto os he ofendido: a gusanos y podredumbre!
Mas no me aflige, Señor; antes bien, me complace que así haya de corromperse y
consumirse esta carne, que me ha hecho perderos a Vos, mi sumo bien. Lo que me
contrista es el haberos causado tanta pena por haberme procurado tan míseros
placeres. No quiero, con todo, desconfiar de vuestra misericordia. Me habéis
guardado para perdonarme (Is., 30, 18), ¿no querréis, pues, perdonarme si me
arrepiento?... Arrepiéntome, sí, ¡oh Bondad infinita!, con todo mi corazón, de
haberos despreciado. Diré, con Santa Catalina de Génova: Jesús mío, no más
pecados, no más pecados. No quiero abusar de vuestra paciencia. No quiero
aguardar para abrazaros a que el confesor me in11 vite a ello en la hora de la
muerte. Desde ahora os abrazo, desde ahora os encomiendo mi alma. Y como esta
alma mía ha estado tantos años en el mundo sin amaros, dadme luces y fuerzas
para que os ame en todo el tiempo de vida que me reste. No esperaré, no, para
amaros, a que llegue la hora de mi muerte. Desde ahora mismo os abrazo y
estrecho contra mi corazón, y prometo no abandonaros nunca...
¡Oh Virgen
Santísima!, unidme a Jesucristo y alcanzadme la gracia de que jamás le pierda.
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