PUNTO TERCERO
De la pena de daño
Todas las penas referidas nada
son si se comparan con la pena de daño. Las tinieblas, el hedor, el llanto y
las llamas no constituyen la esencia del infierno. El verdadero infierno es la
pena de haber perdido a Dios. Decía San
Bruno: «Multiplíquense los tormentos, con tal que no se nos prive de Dios.» Y
San Juan Crisóstomo: «Si dijeres mil infiernos de fuego, nada dirás comparable
al dolor aquél.» Y San Agustín añade que si los réprobos gozasen de la vista de
Dios, «no sentirían tormento alguno, y el mismo infierno se les convertiría en
paraíso».
Para comprender algo de esta
pena, consideremos que si alguno pierde, por ejemplo, una piedra preciosa que
valga cien escudos, tendrá disgusto grande; pero si esa piedra valiese
doscientos, sentiría la perdida mucho más, y más todavía si valiera
quinientos. En suma: cuanto mayor es el
valor de lo que se pierde, tanto más se acrecienta la pena que ocasiona el
haberlo perdido... Y puesto que los réprobos pierden el Bien infinito, que es
Dios, sienten —como dice Santo Tomás— una pena en cierto modo infinita. En este mundo solamente los justos temen esa
pena, dice San Agustín. San Ignacio de Loyola decía: «Señor, todo lo sufriré,
mas no la pena de estar privado de Vos.» Los pecadores no sienten temor ninguno
por tan grande pérdida, porque se contentan con vivir largos años sin Dios,
hundidos en tinieblas. Pero en la hora de la muerte conocerán el gran bien que
han perdido.
El alma, al salir de este
mundo —dice San Antonino—, conoce que fue creada por Dios, e irresistiblemente
vuela a unirse y abrazarse con el Sumo Bien; mas si está en pecado, Dios la
rechaza.
Si un lebrel sujeto y amarrado
ve cerca de sí exquisita caza, se esfuerza por romper la cadena que le retiene
y trata de lanzarse hacia su presa. El alma, al separarse del cuerpo, se siente
naturalmente atraída hacia Dios. Pero el
pecado la aparta y arroja lejos de Él (Is., 1, 2). Todo el infierno, pues, se cifra y resume en
aquellas primeras palabras de la sentencia: Apartaos de Mi, malditos (Mt., 25,
41). Apartaos, dirá el Señor; no quiero que veáis mi rostro. «Ni aun imaginando
mil infiernos podrá nadie concebir lo que es la pena de ser aborrecido de
Cristo».
Cuando David impuso a Absalón
el castigo de que jamás compareciese ante él, sintió Absalón dolor tan
profundo, que exclamó: Decid a mi padre que, o me permita ver su rostro, o me
dé la muerte (2 Rg., 14, 32). Felipe II,
viendo que un noble de su corte estaba en el 55 templo con gran irreverencia,
le dijo severamente: «No volváis a presentaros ante mi»; y tal fue la confusión
y dolor de aquel hombre, que al llegar a su casa murió... ¿Qué será cuando Dios despida al réprobo para
siempre?... «Esconderé de él mi rostro, y hallarán todos los males y
aflicciones» (Dt., 31, 17). No sois ya míos, ni Yo vuestro, dirá Cristo (Os.,
1, 9) a los condenados en el día del juicio.
Aflige dolor inmenso a un hijo
o a una esposa cuando piensan que nunca volverán a ver a su padre o esposo, que
acaban de morir... Pues si al oír los lamentos del alma de un réprobo le
preguntásemos la causa de tanto dolor, ¿qué sentiría ella cuando nos dijese:
«Lloro porque he perdido a Dios, y ya no le veré jamás»? ¡Y si, a lo sumo,
pudiese el desdichado amar a Dios en el infierno y conformarse con la divina
voluntad! Mas no; si eso pudiese hacer, el infierno ya no sería infierno. Ni
podrá resignarse ni le será dado amar a su Dios. Vivirá odiándole eternamente,
y ése ha de ser su mayor tormento : conocer que Dios es el Sumo Bien, digno de
infinito amor, y verse forzado a aborrecerle siempre; «Soy aquel malvado
desposeído del amor de Dios», así respondió un demonio interrogado por Santa
Catalina de Génova.
El réprobo odiará y maldecirá
a Dios, y maldiciéndole maldecirá los beneficios que de Él recibió: la
creación, la redención, los sacramentos, singularmente los del bautismo y
penitencia, y, sobre todo, el Santísimo Sacramento del altar. Aborrecerá a
todos los ángeles y Santos, y con odio implacable a su ángel custodio, a sus
Santos protectores y a la Virgen Santísima. Maldecidas serán por él las tres
divinas Personas, especialmente la del Hijo de Dios, que murió por salvarnos, y
las llagas, trabajos, Sangre, Pasión y muerte de Cristo Jesús.
AFECTOS
Y PETICIONES
Sois, pues, Dios mío, Sumo
Bien, el bien infinito, ¿y yo, voluntariamente, tantas veces os he perdido?...
Sabía yo que con mis culpas os enojaba y perdía vuestra gracia, ¡y, sin
embargo, las cometí!... ¡Ah, Señor, si no supiese que clavado en la cruz
moristeis por mí, no me atrevería a pedir y esperar vuestro perdón!...
¡Oh Eterno Padre! No me miréis
a mí, mirad a vuestro amado Hijo, que por mí ruega, y oídle y perdonadme. Muchos años ha que merecí verme en el
infierno, sin esperanza de amaros ni recuperar la perdida gracia. Me pesa, Dios
mío, de todo corazón, de las injurias que os hice renunciando a vuestra
amistad, despreciando vuestro amor por los viles placeres del mundo... ¡Antes
hubiera muerto mil veces!... ¿Cómo pude estar tan ciego y tan loco?...
Gracias, Señor, que me dais
tiempo de remediar el mal que cometí. Ya que por vuestra misericordia no estoy
en el infierno y puedo amaros todavía, deseo amaros, Dios mío. No he de dilatar
más mi sincera y firme conversión... Os
amo, Bondad infinita; os amo, vida y tesoro mío, mi amor y mi todo... Acordaos siempre, Señor, del amor que me
tuvisteis; y recordadme a mí el infierno en que debiera hallarme, a fin de que
este pensamiento me encienda en vuestro amor y me mueva a repetir mil veces que
de veras os amo...
¡Oh María, Reina, esperanza y
Madre nuestra, si me viese en el infierno, tampoco podría amaros a Vos!... Mas ahora os amo, Madre mía, y espero que
jamás dejaré de amar a Vos y a mi Dios. Ayudadme y rogad a Jesús por mí.
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