viernes, 10 de abril de 2020

26.3. DE LAS PENAS DEL INFIERNO (Cont)


PUNTO TERCERO
De la pena de daño

   Todas las penas referidas nada son si se comparan con la pena de daño. Las tinieblas, el hedor, el llanto y las llamas no constituyen la esencia del infierno. El verdadero infierno es la pena de haber perdido a Dios.  Decía San Bruno: «Multiplíquense los tormentos, con tal que no se nos prive de Dios.» Y San Juan Crisóstomo: «Si dijeres mil infiernos de fuego, nada dirás comparable al dolor aquél.» Y San Agustín añade que si los réprobos gozasen de la vista de Dios, «no sentirían tormento alguno, y el mismo infierno se les convertiría en paraíso».

   Para comprender algo de esta pena, consideremos que si alguno pierde, por ejemplo, una piedra preciosa que valga cien escudos, tendrá disgusto grande; pero si esa piedra valiese doscientos, sentiría la perdida mucho más, y más todavía si valiera quinientos.  En suma: cuanto mayor es el valor de lo que se pierde, tanto más se acrecienta la pena que ocasiona el haberlo perdido... Y puesto que los réprobos pierden el Bien infinito, que es Dios, sienten —como dice Santo Tomás— una pena en cierto modo infinita.  En este mundo solamente los justos temen esa pena, dice San Agustín. San Ignacio de Loyola decía: «Señor, todo lo sufriré, mas no la pena de estar privado de Vos.» Los pecadores no sienten temor ninguno por tan grande pérdida, porque se contentan con vivir largos años sin Dios, hundidos en tinieblas. Pero en la hora de la muerte conocerán el gran bien que han perdido.

   El alma, al salir de este mundo —dice San Antonino—, conoce que fue creada por Dios, e irresistiblemente vuela a unirse y abrazarse con el Sumo Bien; mas si está en pecado, Dios la rechaza.

   Si un lebrel sujeto y amarrado ve cerca de sí exquisita caza, se esfuerza por romper la cadena que le retiene y trata de lanzarse hacia su presa. El alma, al separarse del cuerpo, se siente naturalmente atraída hacia Dios.  Pero el pecado la aparta y arroja lejos de Él (Is., 1, 2).  Todo el infierno, pues, se cifra y resume en aquellas primeras palabras de la sentencia: Apartaos de Mi, malditos (Mt., 25, 41). Apartaos, dirá el Señor; no quiero que veáis mi rostro. «Ni aun imaginando mil infiernos podrá nadie concebir lo que es la pena de ser aborrecido de Cristo».

   Cuando David impuso a Absalón el castigo de que jamás compareciese ante él, sintió Absalón dolor tan profundo, que exclamó: Decid a mi padre que, o me permita ver su rostro, o me dé la muerte (2 Rg., 14, 32).  Felipe II, viendo que un noble de su corte estaba en el 55 templo con gran irreverencia, le dijo severamente: «No volváis a presentaros ante mi»; y tal fue la confusión y dolor de aquel hombre, que al llegar a su casa murió...  ¿Qué será cuando Dios despida al réprobo para siempre?... «Esconderé de él mi rostro, y hallarán todos los males y aflicciones» (Dt., 31, 17). No sois ya míos, ni Yo vuestro, dirá Cristo (Os., 1, 9) a los condenados en el día del juicio.

   Aflige dolor inmenso a un hijo o a una esposa cuando piensan que nunca volverán a ver a su padre o esposo, que acaban de morir... Pues si al oír los lamentos del alma de un réprobo le preguntásemos la causa de tanto dolor, ¿qué sentiría ella cuando nos dijese: «Lloro porque he perdido a Dios, y ya no le veré jamás»? ¡Y si, a lo sumo, pudiese el desdichado amar a Dios en el infierno y conformarse con la divina voluntad! Mas no; si eso pudiese hacer, el infierno ya no sería infierno. Ni podrá resignarse ni le será dado amar a su Dios. Vivirá odiándole eternamente, y ése ha de ser su mayor tormento : conocer que Dios es el Sumo Bien, digno de infinito amor, y verse forzado a aborrecerle siempre; «Soy aquel malvado desposeído del amor de Dios», así respondió un demonio interrogado por Santa Catalina de Génova.

   El réprobo odiará y maldecirá a Dios, y maldiciéndole maldecirá los beneficios que de Él recibió: la creación, la redención, los sacramentos, singularmente los del bautismo y penitencia, y, sobre todo, el Santísimo Sacramento del altar. Aborrecerá a todos los ángeles y Santos, y con odio implacable a su ángel custodio, a sus Santos protectores y a la Virgen Santísima. Maldecidas serán por él las tres divinas Personas, especialmente la del Hijo de Dios, que murió por salvarnos, y las llagas, trabajos, Sangre, Pasión y muerte de Cristo Jesús.

AFECTOS Y PETICIONES
  
   Sois, pues, Dios mío, Sumo Bien, el bien infinito, ¿y yo, voluntariamente, tantas veces os he perdido?... Sabía yo que con mis culpas os enojaba y perdía vuestra gracia, ¡y, sin embargo, las cometí!... ¡Ah, Señor, si no supiese que clavado en la cruz moristeis por mí, no me atrevería a pedir y esperar vuestro perdón!...

   ¡Oh Eterno Padre! No me miréis a mí, mirad a vuestro amado Hijo, que por mí ruega, y oídle y perdonadme.  Muchos años ha que merecí verme en el infierno, sin esperanza de amaros ni recuperar la perdida gracia. Me pesa, Dios mío, de todo corazón, de las injurias que os hice renunciando a vuestra amistad, despreciando vuestro amor por los viles placeres del mundo... ¡Antes hubiera muerto mil veces!... ¿Cómo pude estar tan ciego y tan loco?...

   Gracias, Señor, que me dais tiempo de remediar el mal que cometí. Ya que por vuestra misericordia no estoy en el infierno y puedo amaros todavía, deseo amaros, Dios mío. No he de dilatar más mi sincera y firme conversión...  Os amo, Bondad infinita; os amo, vida y tesoro mío, mi amor y mi todo...   Acordaos siempre, Señor, del amor que me tuvisteis; y recordadme a mí el infierno en que debiera hallarme, a fin de que este pensamiento me encienda en vuestro amor y me mueva a repetir mil veces que de veras os amo...

   ¡Oh María, Reina, esperanza y Madre nuestra, si me viese en el infierno, tampoco podría amaros a Vos!...  Mas ahora os amo, Madre mía, y espero que jamás dejaré de amar a Vos y a mi Dios. Ayudadme y rogad a Jesús por mí.

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