viernes, 10 de abril de 2020

4.1. CERTIDUMBRE DE LA MUERTE



Statutum est hominibus semel
                                        mori ad módícu parens..
                          Está decretado que los hombres 
mueren sólo una vez.
                                  Heb. 9, 27.


PUNTO PRIMERO
Todos tenemos que morir
   Escrita está la sentencia de muerte para todo el humano linaje. El hombre ha de morir. Decía San Agustín (In Salm. 12): La muerte sólo es segura; los demás bienes y males nuestros, inciertos son. No se puede saber si aquel niño que acaba de nacer será rico o pobre, si tendrá buena o mala salud, si morirá joven o viejo. Todo ello es incierto, pero es cosa indudable que ha de morir. Magnates y reyes serán también segados por la hoz de la muerte, a cuyo poder no hay fuerza que resista. Posible es resistir al fuego, al agua, al hierro, a la potestad de los príncipes, mas no a la muerte. Refiere Vicente de Beauvais que un rey de Francia, viéndose en el término de su vida, exclamó: Con todo mi poder no puedo conseguir que la muerte me espere una hora más. Cuando ese trance llega, ni por un momento podemos demorarle.

   Aunque vivieres, lector mío, cuantos años deseas, ha de llegar un día, y en ese día una hora, que será la última para ti. Tanto para mí, que esto escribo, como para ti, que lo lees, está decretado el día y punto en que ni yo podré escribir ni tú leer más. ¿Quién es el hombre que vivirá y no verá la muerte? (Sal. 88, 49). Dada está la sentencia. No ha habido hombre tan necio que se haya forado la ilusión de que no ha de morir. Lo que acaeció a tus antepasados te sucederá también a ti. De cuantas personas vivían en tu patria al comenzar el pasado siglo, ni una sola queda con vida. También los príncipes y monarcas dejaron este mundo. No queda más de ellos que el sepulcro de mármol y una inscripción pomposa, que hoy nos sirve de enseñanza, patentizándonos que de los grandes del mundo sólo resta un poco de polvo detrás de aquellas losas... Pregunta San Bernardo: Dime, ¿dónde están los amadores del mundo? Y responde: Nada de ellos queda, sino cenizas y gusanos.

   Preciso es, por tanto, que procuremos, no la fortuna perecedera, sino la que no tiene fin, porque inmortales son nuestras alma. ¿De qué os servirá ser felices en la tierra—-aunque no puede haber verdadera felicidad en un alma que vive alejada de Dios—, si después habréis de ser desdichados eternamente?... Ya os habéis preparado morada a vuestro gusto. Pensad que pronto tendréis que dejarla para consumiros en la tumba. Habéis alcanzado tal vez la dignidad que os eleva sobre los demás hombres. Pero llegará la muerte y os igualará con los más viles plebeyos del mundo.

AFECTOS Y PETICIONES
   ¡Infeliz de mi!, que durante tantos años sólo he pensado en ofenderos, ¡oh Dios de mi alma !... Pasaron ya esos años; tal vez mi muerte está ya cerca, y no hallo en mí más que remordimiento y dolor. ¡Ah Señor, si os hubiese siempre servido !...¡ Cuan loco fui !... En tantos años como he vivido, en vez de granjear méritos para la otra vida, ¡ me he colmado de deudas para con la divina justicia!... Amado Redentor mío, dadme luz y ánimo para ordenar mi conciencia ahora. Quizá no esté la muerte lejos de mí, y quiero prepararme para aquel momento decisivo de mi felicidad o mi desdicha eterna. Gracias mil os doy por haberme esperado hasta ahora. Y ya que me habéis dado tiempo de remediar el mal cometido, heme aquí, Dios mío; decidme lo que deseáis que haga por Vos. ¿Queréis que me duela de las ofensas que os hice?... Me arrepiento de ellas y las detesto con toda el alma... ¿Queréis que me emplee en amaros estos años o días que me resten? Así lo haré, Señor. ¡Oh Dios mío! También más de una vez formé en lo pasado esas mismas resoluciones, y mis promesas se trocaron en otros tantos actos de traición. No, Jesús mío; no quiero ya mostrarme ingrato a tantas gracias como me habéis dado. Si ahora, al menos, no mudo de vida, ¿cómo podré en la muerte esperar perdón y alcanzar la gloria? Resuelvo, pues, firmemente dedicarme de veras a serviros desde ahora. Y Vos, Señor, ayudadme, no me abandonéis. Ya que no me abandonasteis cuando tanto os ofendía, espero con mayor motivo vuestro socorro ahora que me propongo abandonarlo todo para serviros. Permitid que os ame, ¡oh Dios, digno dé infinito amor! Admitid al traidor que, arrepentido, se postra a vuestros pies y os pide misericordia.

   Os amo, Jesús mío, con todo mi corazón y más que a mi mismo. Vuestro soy; disponed de mí y de todas mis cosas como os plazca. Concededme la perseverancia en obedeceros; concededme vuestro amor, y haced de mí lo que os agrade.

   María, Madre, refugio y esperanza mía, a Vos me encomiendo; os entrego mi alma; rogad a Dios por mí.

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