PUNTO TERCERO
El condenado, desesperado por la
duración de sus
tormentos, llamará a la muerte,
pero en vano
En la vida del infierno, la
muerte es lo que más se desea. Buscarán
los hombres la muerte, y no la hallarán.
Desearán morir, y la muerte huirá de ellos (Ap., 9, 6). Por lo cual
exclama San Jerónimo: «¡Oh muerte, cuán grata serías a los mismos para quienes
fuiste tan amarga! » Dice David (Sal. 48, 15) que la muerte se apacentará con
los réprobos. Y lo explica San Bernardo, añadiendo que, así como al pacer los
rebaños comen las hojas de la hierba y dejan la raíz, así la muerte devora a
los condenados : los mata en cada instante y, a la vez, les conserva la vida
para seguir atormentándolos con eterno castigo. De suerte, dice San Gregorio,
que el réprobo muere continuamente, sin morir jamás.
Cuando a un hombre le mata el
dolor, le compadecen las gentes. Mas el condenado no tendrá quien le
compadezca. Estará siempre muriendo de angustia, y nadie le compadecerá... El emperador Zenón, sepultado vivo en una
fosa, gritaba y pedía, por piedad, que le sacaran de allí, mas no le oyó nadie,
y le hallaron después muerto en ella. Y las mordeduras que en los brazos él mismo,
sin duda, se había hecho patentizaron la horrible desesperación que habría
sentido... Pues los condenados, exclama San Cirilo de Alejandría, gritan en la
cárcel del infierno, pero nadie acude a librarlos, ni nadie los compadece
nunca.
¿Y cuánto durará tanta
desdicha?... Siempre, siempre. Refiérase
en los Ejercicios Espirituales, del Padre Señeri, publicados por Muratori, que
en Roma se interrogó a un demonio (que estaba en el cuerpo de un poseso), y le
preguntaron cuánto tiempo debía estar en el infierno..., y respondió, dando
señales de rabiosa desesperación: ¡Siempre, siempre!... Fue tal el terror de
los circunstantes, que muchos jóvenes del Seminario Romano, allí presentes,
hicieron confesión general, y sinceramente mudaron de vida, convertidos por
aquel breve sermón de dos palabras solas...
¡Infeliz Judas!... ¡Más de mil
novecientos años han pasado desde que está en el infierno, y, sin embargo,
diríase que ahora acaba de empezar su castigo!... ¡Desdichado Caín!... ¡Cerca
de seis mil años lleva en el suplicio infernal, y puede decirse que aún se
halla en el principio de su pena! Un demonio a quien fue preguntado cuánto
tiempo hacía que estaba en el infierno, respondió: Desde ayer. Y como se le
replicó que no podía ser así, porque habían transcurrido ya mas de cinco mil
años desde su condenación, exclamó: «Si supierais lo que es eternidad,
comprenderíais que, en comparación de ella, cincuenta siglos no son ni un
instantes
Si algún ángel dijese a un
réprobo: «Saldrás del infierno cuando hayan pasado tantos siglos como gotas hay
en las aguas de la tierra, hojas en los árboles y arena en el mar», el réprobo
se regocijaría tanto como un mendigo que recibiese la nueva de que iba a ser
rey. Porque pasarán todos esos millones
de siglos, y otros innumerables después, y con todo, el tiempo de duración del
infierno estará comenzando… Los réprobos desearían recabar de Dios que les
acrecentaran en extremo la intensidad de sus penas, y que las dilatase cuanto
quisiera, con tal que les pusiese fin, por remoto que fuese. Pero ese término y
límite no existen ni existirán. La voz de la divina justicia sólo repite en el
infierno las palabras siempre, jamás.
Por burla preguntarán a los
réprobos los demonios: «¿Va muy avanzada la noche? (ls., 21, 11). ¿Cuándo
amanecerá? ¿Cuándo acabarán esas voces, esos llantos y el hedor, los tormentos
y llamas?...» Y los infelices responderán: ¡Nunca, jamás!... Pues ¿cuánto ha de
durar?... ¡Siempre, siempre!... ¡Ah
Señor! Ilumina a tantos ciegos que cuando se les insta para que no se condenen,
responden: «Dejadnos. Si vamos al
infierno, ¿qué le hemos de hacer? ¡Paciencia!...»
¡Oh Dios mío!, no tienen
paciencia para soportar a veces las molestias del calor o del frío, ni sufrir
un leve golpe, ¿y la tendrán después para padecer las llamas de un mar de
fuego, los tormentos diabólicos, el abandono absoluto de Dios y de todos, por
toda la eternidad?
AFECTOS Y PETICIONES
¡Oh Padre de las
misericordias! Vos nunca abandonáis a quien os busca. Si en la vida pasada
tantas veces me aparté de Vos y no me abandonasteis, no me dejéis ahora, que a
Vos acudo. Me pesa, ¡oh Sumo Bien!, de haber menospreciado vuestra gracia
trocándola por cosas de tan poco valor. Mirad las sagradas llagas de vuestro
Hijo, oíd su voz, que demanda perdón para ti, y perdonadme, Señor... Y Tú,
Redentor mío, recuérdame siempre los trabajos que por mi pasaste, el amor que
me tienes y mi vil ingratitud, por la cual tan a menudo he merecido condenación
eterna, a fin de que llore yo mis culpas y viva entregado a tu amor...
¡Ah Jesús mío!, ¿cómo no he de
arder en tu amor al pensar que muchos años ha debiera verme ardiendo en las
llamas infernales por toda la eternidad, y que Tú moriste por librarme de
ellas, y con tan gran clemencia me libraste? Si estuviese en el infierno, te
aborrecería eternamente. Pero ahora te amo y deseo seguir siempre amándote, y
espero, por los méritos de tu preciosa Sangre, que así me lo concederás...
Vos, Señor, me amáis, y yo os
amo también. Y me amaréis siempre si de Vos no me aparto. Libradme, Salvador
mío, de esa gran desdicha de apartarme de Vos, y haced de mí lo que os
agrade... Merecedor soy de todo castigo, y lo acepto gustoso, con tal de que no
me privéis de vuestro amor...
¡Oh María Santísima, amparo y
refugio mío, cuántas veces me he condenado yo mismo al infierno, y Vos me
habéis librado de él!... Libradme desde ahora de todo pecado, causa única que
me puede arrebatar la gracia de Dios y arrojarme al infierno.
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