viernes, 10 de abril de 2020

26.1. DE LAS PENAS DEL INFIERNO

El ibunt hi in supplícíum aeternum.
                                                 E irán éstos al suplicio eterno.
Mt., 25, 46.

PUNTO PRIMERO
De la pena de sentido.

   Dos males comete el pecador cuando peca: deja a Dios, Sumo Bien, y se entrega a las criaturas. Porque dos males hizo mí pueblo: me dejaron a Mi, que soy fuente de agua viva, y cavaron para si aljibes rotos, que no pueden contener las aguas (Jer., 2, 13). Y porque el pecador se dio a las criaturas, con ofensa de Dios, justamente será luego atormentado en el infierno por esas mismas criaturas, el fuego y los demonios; ésta es la pena de sentido. Mas como su culpa mayor, en la cual consiste la maldad del pecado, es el apartarse de Dios, la pena más grande que hay en el infierno es la pena de daño, el carecer de la vista de Dios y haberle perdido para siempre.

   Consideremos primeramente la pena de sentido. Es de fe que hay infierno. En el centro de la tierra se halla esa cárcel, destinada al castigo de los rebeldes contra Dios.

   ¿Qué es, pues, el infierno? El lugar de tormentos (Lucas, 16, 28), como le llamó el rico Epulón, lugar de tormentos, donde todos los sentidos y potencias del condenado han de tener su propio castigo, y donde aquel sentido que más hubiere servido de medio para ofender a Dios será más gravemente atormentado (Sb., 11, 17; Ap., 18, 7). La vista padecerá el tormento de las tinieblas (Jb., 10, 21).

   Digno de profunda compasión sería el hombre infeliz 48 que pasara cuarenta o cincuenta años de su vida encerrado en tenebroso y estrecho calabozo. Pues el infierno es cárcel por completo cerrada y oscura, donde no penetrará nunca ni un rayo de sol ni de luz alguna (Salmo 48, 20).

   El fuego que en la tierra alumbra no será luminoso en el infierno. «Voz del Señor, que corta llama de fuego» (Sal. 28, 7). Es decir, como lo explica San Basilio, que el Señor separará del fuego la luz, de modo que esas maravillosas llamas abrasarán sin alumbrar. O como más brevemente dice San Alberto Magno: «Apartará del calor el resplandor.» Y el humo que despedirá esa hoguera formará la espesa nube tenebrosa que, como nos dice San Judas (1, 3), cegará los ojos de los réprobos. No habrá allí más claridad que la precisa para acrecentar los tormentos. Un pálido fulgor que deje ver la fealdad de los condenados y de los demonios y el horrendo aspecto que éstos tomarán para causar mayor espanto. El olfato padecerá su propio tormento. Sería insoportable que estuviésemos encerrados en estrecha habitación con un cadáver fétido. Pues el condenado ha de estar siempre entre millones de réprobos, vivos para la pena, cadáveres hediondos por la pestilencia que arrojarán de sí (Is., 34, 3).

   Dice San Buenaventura que si el cuerpo de un condenado saliera del infierno, bastaría él solo para que por su hedor muriesen todos los hombres del mundo... Y aún dice algún insensato: «Si voy al infierno, no iré solo...» ¡Infeliz!, cuantos más réprobos haya allí, mayores serán tus padecimientos.

«Allí —dice Santo Tomás— la compañía de otros desdichados no alivia, antes acrecienta la común desventura ». Mucho más penaran, sin duda, por la fetidez asquerosa, por los lamentos de aquella desesperada muchedumbre y por la estrechez en que se hallarán amontonados y oprimidos, como ovejas en tiempo de invierno (Sal. 48, 15), como uvas prensadas en el lagar de la ira de Dios (Ap., 19, 15).

   Padecerán asimismo el tormento de la inmovilidad (Ex., 15, 16). Tal y como caiga el condenado en el infierno, así ha de permanecer inmóvil, sin que le sea dado cambiar de sitio ni mover mano ni pie mientras Dios sea Dios.

   Será atormentado el oído con los continuos lamentos y voces de aquellos pobres desesperados, y por el horroroso estruendo que los demonios moverán (Jb., 15, 21).  Huye a menudo de nosotros el sueño cuando oímos cerca gemidos de enfermos, llanto de niños o ladridos de algún perro... ¡Infelices réprobos, que han de oír forzosamente por toda la eternidad los gritos pavorosos de todos los condenados!...

   La gula será castigada con el hambre devoradora...  (Sal. 58, 15). Mas no habrá allí ni un pedazo de pan. Padecerá el condenado abrasadora sed, que no se apagaría con toda el agua del mar, pero no se le dará ni una sola gota. Una gota de agua no más pedía el rico avariento, y no la obtuvo ni la obtendrá jamás.

AFECTOS Y PETICIONES

   Ved, Señor, postrado a vuestros pies al que tan poco tuvo en cuenta vuestros dones ni vuestros castigos... ¡Desdichado de mí! Si Vos, Jesús mío, no hubieseis tenido misericordia, muchos años ha que estaría yo en aquel horno pestilente, donde arderán tantos pecadores como yo.

   ¡Ah Redentor mío! ¿Cómo podría en lo sucesivo ofenderos otra vez? No suceda así, Jesús de mi vida; antes enviadme la muerte. Y ya que habéis comenzado, acabad la obra; ya que me habéis sacado del lodazal de mis culpas y tan amorosamente me invitáis a que os ame, haced ahora que el tiempo que me deis le invierta todo en serviros.

   ¡Cuánto desearían los condenados un día, una hora de ese tiempo que a mí me concedéis!... Y yo ¿qué haré? ¿Seguiré malgastándole en cosas que os desagraden?...  No, Jesús mío, no lo permitáis, por los merecimientos de vuestra preciosísima Sangre, que hasta ahora me han librado del infierno. Os amo, Soberano Bien, y porque os amo me pesa de haberos ofendido, y propongo no ofenderos más, sino amaros siempre.

   Reina y Madre nuestra, María Santísima, rogad a Jesús por mí, y alcanzadme los dones de la perseverancia y del divino amor.

No hay comentarios:

Publicar un comentario