El ibunt
hi in supplícíum aeternum.
E irán éstos al suplicio eterno.
Mt., 25,
46.
PUNTO PRIMERO
De la pena de sentido.
Dos males comete el pecador
cuando peca: deja a Dios, Sumo Bien, y se entrega a las criaturas. Porque dos
males hizo mí pueblo: me dejaron a Mi, que soy fuente de agua viva, y cavaron
para si aljibes rotos, que no pueden contener las aguas (Jer., 2, 13). Y porque
el pecador se dio a las criaturas, con ofensa de Dios, justamente será luego
atormentado en el infierno por esas mismas criaturas, el fuego y los demonios;
ésta es la pena de sentido. Mas como su culpa mayor, en la cual consiste la
maldad del pecado, es el apartarse de Dios, la pena más grande que hay en el
infierno es la pena de daño, el carecer de la vista de Dios y haberle perdido
para siempre.
Consideremos primeramente la
pena de sentido. Es de fe que hay infierno. En el centro de la tierra se halla
esa cárcel, destinada al castigo de los rebeldes contra Dios.
¿Qué es, pues, el infierno? El
lugar de tormentos (Lucas, 16, 28), como le llamó el rico Epulón, lugar de
tormentos, donde todos los sentidos y potencias del condenado han de tener su
propio castigo, y donde aquel sentido que más hubiere servido de medio para
ofender a Dios será más gravemente atormentado (Sb., 11, 17; Ap., 18, 7). La
vista padecerá el tormento de las tinieblas (Jb., 10, 21).
Digno de profunda compasión
sería el hombre infeliz 48 que pasara cuarenta o cincuenta años de su vida
encerrado en tenebroso y estrecho calabozo. Pues el infierno es cárcel por
completo cerrada y oscura, donde no penetrará nunca ni un rayo de sol ni de luz
alguna (Salmo 48, 20).
El fuego que en la tierra
alumbra no será luminoso en el infierno. «Voz del Señor, que corta llama de
fuego» (Sal. 28, 7). Es decir, como lo explica San Basilio, que el Señor
separará del fuego la luz, de modo que esas maravillosas llamas abrasarán sin
alumbrar. O como más brevemente dice San Alberto Magno: «Apartará del calor el
resplandor.» Y el humo que despedirá esa hoguera formará la espesa nube
tenebrosa que, como nos dice San Judas (1, 3), cegará los ojos de los réprobos.
No habrá allí más claridad que la precisa para acrecentar los tormentos. Un
pálido fulgor que deje ver la fealdad de los condenados y de los demonios y el
horrendo aspecto que éstos tomarán para causar mayor espanto. El olfato
padecerá su propio tormento. Sería insoportable que estuviésemos encerrados en
estrecha habitación con un cadáver fétido. Pues el condenado ha de estar
siempre entre millones de réprobos, vivos para la pena, cadáveres hediondos por
la pestilencia que arrojarán de sí (Is., 34, 3).
Dice San Buenaventura que si
el cuerpo de un condenado saliera del infierno, bastaría él solo para que por
su hedor muriesen todos los hombres del mundo... Y aún dice algún insensato:
«Si voy al infierno, no iré solo...» ¡Infeliz!, cuantos más réprobos haya allí,
mayores serán tus padecimientos.
«Allí —dice Santo Tomás— la compañía de otros desdichados no alivia,
antes acrecienta la común desventura ». Mucho más penaran, sin duda, por la
fetidez asquerosa, por los lamentos de aquella desesperada muchedumbre y por la
estrechez en que se hallarán amontonados y oprimidos, como ovejas en tiempo de
invierno (Sal. 48, 15), como uvas prensadas en el lagar de la ira de Dios (Ap.,
19, 15).
Padecerán asimismo el tormento
de la inmovilidad (Ex., 15, 16). Tal y como caiga el condenado en el infierno,
así ha de permanecer inmóvil, sin que le sea dado cambiar de sitio ni mover
mano ni pie mientras Dios sea Dios.
Será atormentado el oído con
los continuos lamentos y voces de aquellos pobres desesperados, y por el
horroroso estruendo que los demonios moverán (Jb., 15, 21). Huye a menudo de nosotros el sueño cuando
oímos cerca gemidos de enfermos, llanto de niños o ladridos de algún perro...
¡Infelices réprobos, que han de oír forzosamente por toda la eternidad los
gritos pavorosos de todos los condenados!...
La gula será castigada con el
hambre devoradora... (Sal. 58, 15). Mas
no habrá allí ni un pedazo de pan. Padecerá el condenado abrasadora sed, que no
se apagaría con toda el agua del mar, pero no se le dará ni una sola gota. Una
gota de agua no más pedía el rico avariento, y no la obtuvo ni la obtendrá
jamás.
AFECTOS Y PETICIONES
Ved, Señor, postrado a
vuestros pies al que tan poco tuvo en cuenta vuestros dones ni vuestros
castigos... ¡Desdichado de mí! Si Vos, Jesús mío, no hubieseis tenido
misericordia, muchos años ha que estaría yo en aquel horno pestilente, donde
arderán tantos pecadores como yo.
¡Ah Redentor mío! ¿Cómo podría
en lo sucesivo ofenderos otra vez? No suceda así, Jesús de mi vida; antes enviadme
la muerte. Y ya que habéis comenzado, acabad la obra; ya que me habéis sacado
del lodazal de mis culpas y tan amorosamente me invitáis a que os ame, haced
ahora que el tiempo que me deis le invierta todo en serviros.
¡Cuánto desearían los
condenados un día, una hora de ese tiempo que a mí me concedéis!... Y yo ¿qué
haré? ¿Seguiré malgastándole en cosas que os desagraden?... No, Jesús mío, no lo permitáis, por los
merecimientos de vuestra preciosísima Sangre, que hasta ahora me han librado
del infierno. Os amo, Soberano Bien, y porque os amo me pesa de haberos
ofendido, y propongo no ofenderos más, sino amaros siempre.
Reina y Madre nuestra, María
Santísima, rogad a Jesús por mí, y alcanzadme los dones de la perseverancia y
del divino amor.
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