PUNTO SEGUNDO
Los bienes del mundo no pueden
saciar nuestro corazón
En sus manos —dice el Profeta— tiene una balanza engaños.
Debemos pesar los bienes de la tierra en la balanza de Dios, no en la del
mundo, que es falsa y engañosa. Los bienes del mundo son harto miserables y
pronto se acaban, para que puedan dar pleno contento a nuestro corazón. Mis
días han corrido más velozmente que una posta... Pasaron como naves cargadas de
frutas. Pasan y huyen veloces los días de nuestra vida; y, a la postre, de
los bienes de esta tierra, ¿qué es lo que queda ? Pasaron como naves. Pasan
las naves sin dejar en pos de sí huella alguna por donde pasaron. Cual nave
que surca las olas del mar —dice el Sabio—, de cuyo tránsito no hay que
buscar vestigio. Preguntemos a tantos ricos, a tantos sabios, a los
príncipes y emperadores que, están ahora en la eternidad, preguntémosles qué
les queda de su fausto, de su grandeza, de las delicias que en la tierra
gozaron, y todos a una nos responderán: «Nada, absolutamente nada.» «Vosotros —dice
San Agustín— solamente miráis los bienes que tiene ese grande del mundo; pero
mirad también lo que al morir lleva consigo: un cadáver putrefacto y un miserable andrajo, que se ha de
pudrir con él». De los grandes que mueren apenas se oye hablar por un corto
espacio de tiempo; poco después ni siquiera se hace mención de ellos. Desvanecióse
como él sonido su memoria. Y si los desventurados se condenan, en el
infierno ¿qué hacen? ¿Qué dicen? Se lamentarán y dirán con el Sabio: ¿De qué
nos ha servido la soberbia? ¿O qué provecho nos ha traído la vana ostentación
de nuestras riquezas?. . Pasaron como sombra todas estas cosas, y ahora
sólo nos queda pena, llanto y desesperación eterna.
Los hijos de este siglo —dice
Jesucristo— son más prudentes que los hijos de la luz. Es cosa que pone
admiración ver cuan prudentes son los mundanos en las cosas de la tierra.
¡Cuánto no trabajan para escalar aquel puesto honroso, para allegar riquezas!
¡Qué diligencia ponen para conservar la salud del cuerpo! Buscan los medios más
seguros: el mejor médico, los mejores remedios, el más benigno clima, y del
alma no se cuidan para nada. Y, sin embargo, es cierto que la salud, las
riquezas, los honrosos cargos acabarán un día; pero el alma, la eternidad,
jamás acabarán. «Mirad —dice San Agustín—, mirad a cuántos trabajos se expone
el hombre por las cosas que ama desordenadamente». ¿Qué no padece el vengativo,
qué el ladrón, qué el des honesto para llevar a cabo su criminal intento? ¡Y
por el alma no quieren pasar ningún trabajo! ¡Oh Dios, que a la luz de la
candela que se enciende en la hora de la muerte, en aquel tiempo de las grandes
verdades, conocen y confiesan los mundanos su insigne locura! Entonces dirán:
«¡Oh, si yo lo hubiera abandonado todo para hacerme santo!» En la hora de la
muerte decía el Papa León X[: «Más me hubiera valido ser portero de mi convento
que Papa». También el Soberano Pontífice Honorio III dijo al morir: «¡Cuánto
mejor me hubiera sido haberme quedado en la cocina de mi convento lavando la
vajilla!». Felipe II, rey de España, llamó a su hijo en la hora de la muerte y,
quitándose las reales vestiduras, le hizo ver su pecho roído de gusanos y le
dijo: «Mira, príncipe, cómo se muere y cómo acaban las grandezas del mundo.» Y
luego añadió: «¡Oh, si en vez de monarca fuera lego de un convento, cuánto
mejor me hubiera sido!» Luego se hizo colgar al cuello una cuerda, de la cual
pendía una cruz de palo, y, dispuestas todas las cosas para la muerte, dijo a
su heredero: He querido, hijo mío, que estuvieras presente a esta escena para
que veas cómo el mundo trata a los mismos monarcas. Su muerte es igual a la del
más pobre de la tierra. En una palabra, el que mejor vive es el que mayor favor
alcanza delante de Dios.» Este joven príncipe, que después fue también rey de
España con el nombre de Felipe III, al morir a la temprana edad de cuarenta y
tres años, dijo: «Procurad, subditos míos, no decir en la oración fúnebre que
hagáis en mis funerales más que lo que ahora veis. Decid que, en la hora de la
muerte, el habar sido rey no sirve más que para sentir mayor tormento por
haberlo sido.» Y luego exclamó: «¡Ojalá que en vez de ser rey me hubiera
sepultado en un desierto para servir a Dios, porque ahora me presentaría con
mayor confianza delante de su tribunal y no correría tanto riesgo de
condenarme!».
Mas
¿de qué sirven estos deseos en la hora de la muerte, sino para mayor tormento y
desesperación de los que en vida no han amado a Dios? Por esto decía Santa
Teresa: «No se ha de hacer cuenta de lo que pasa con la vida; la verdadera vida
consiste en vivir de tal suerte que no haya por qué temer la muerte»(7). Por tanto, si querernos apreciar en
su justo valor los bienes de la tierra, considerémoslos desde el lecho de
muerte y digamos: «¡Estos honores, estas diversiones estas riquezas nos serán
arrebatadas. Importa, pues, mucho hacernos santos y allegar aquel género de
riquezas que han de acompañarnos y hacernos felices toda la eternidad.»
AFECTOS Y PETICIONES
¡Ah Redentor mío! Vos habéis soportado
tantos trabajos y tantas ignominia por amor mío, y yo he amado con tan grande
amor los placeres y vanidades de este mundo, hasta el punto de haber, por amor
de ellos, pisoteado y menospreciado vuestra gracia. Mas si Vos me buscabais con
tanto afán cuando yo os menospreciaba, ¿cómo puedo temer, ¡oh Jesús mío!, que
me desechéis ahora que os busco, que os amo con todo mi corazón y me arrepiento
de haberos ofendido más que si hubiera padecido cualquiera otra des gracia? ¡Oh
Dios del alma mía!, en adelante no quiero causaros el menor disgusto; dadme a
conocer lo que os desagrada, que por nada del mundo lo volveré a hacer.
Dadme a entender cómo debo obrar para
complaceros, que pronto estoy a hacerlo, pues quiero amaros con todas veras.
Abrazóme, Señor, con todos los dolores y todas las cruces que vengan de vuestra
mano; dadme para ello la resignación necesaria. «Aquí quema, aquí corta», os
diré con San Agustín(8); castigadme en esta
vida para que en la otra pueda eternamente amaros.
A Vos
me encomiendo, María, Madre mía; no ceséis de rogar a Jesús por mí.
(8) El texto De San Agustín lo tornó
probablemente San Alfonso de Dresselio: «Hinc tam serio clamat et precatur
Augustinus: Domine, hic ure. hic seca, modo in aeternum pareas.» (De
aetenitate. Opera, I, Lugduni, 1658, p. 15). La idea se halla en el Doctor
de Hipona: «Medicus est [Dominus], adhuc putre habes nescio quid. Clamas: sed adhuc secat, et non tollit
manum nisi secuerit quantum videtur. Etenim rnedicus crudelis est qui exaudit
hominem, et parcit, vulneri et putredini... Sic et Deus noster plenus est
charitate: sed ideo videtur non exaudire, ut sanet et parcat in sempiternum (S.
Augustinus, Enarratio in Ps. XXXIII, Sermo II, n. 20. ML 36-319).
. (9)
Probablemente tomó San Alfonso este texto del P. Bartoli (L'eternitá
consigliera, Venezia, 1665, p. 36), el cual lo reproduce así: «O infelix
felicitas,quae divitem ad aeternam infelicitatem traxit! O felix infelicitas, quae pauperem
ad aeternitatis fe-licitatem perduxit! (Hom. I de
divite et Lázaro). Sin embargo, ni en Migne (MG
49-963, 1954) ni en ninguna de las ediciones consultadas de San Juan Crisóstomo
he hallado la cita tal cual la reproducen estos dos autores.
(10)
Probablemente se refiere a la conversión de doña Sancha Carrillo, hija de don
Luis Fernández de Córdoba. Cf. Roa
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