Ibit homo in domum
aeternitatis suae.
aeternitatis suae.
Irá el hombre a la casa
de su eternidad
Eccli,. XII,
5.
PUNTO PRIMERO
Vamos camino a la eternidad
Al considerar que en este mundo viven tantos
malvados en la prosperidad y que, por el contrario, tantos justos pasan su vida
entre tribulaciones, aun los mismos gentiles, con la sola luz de la razón, han
llegado a conocer esta verdad: que, existiendo un Dios, y siendo este Dios
justo, debe haber otra vida en la cual sean castigados los impíos y premiados
los buenos. Pues bien, lo que los gentiles han alcanzado a rastrear con la luz
natural lo sabemos nosotros los cristianos con la luz de la fe. No tenernos
aquí ciudad permanente—dice San Pablo—, sino que vamos en busca de la
que está por venir (Hebr., XIII, 14). No es el mundo nuestra verdadera
patria; sólo es lugar de tránsito por donde debemos pasar para llegar en breve
a la casa de la eternidad. Irá el hombre a la casa de su eternidad.
Por
consiguiente, hermano mío, la casa que ahora habitas no es tu casa, es una
posada de la cual muy pronto, y cuando menos lo pienses, tendrás que salir.
Sábelo bien: apenas la muerte te haya cerrado los ojos, los primeros en
arrojarte de casa serán tus parientes y amigos. Y entonces, ¿cuál será tu
verdadera casa? La de tu cuerpo, hasta el día del juicio, será una hoya, y la
de tu alma será la eternidad: el cielo o el infierno. Por esto dice San Agustín
«Huésped eres, pasas y miras». Insigne locura sería la de aquel viajero que,
pasando por un país extranjero, se empeñara en gastar todo su patrimonio en comprar
casas de campo o palacios, que a los pocos días tendría que abandonar.
«Considera, por consiguiente —dice el Santo—, que estás de paso en este mundo;
no dejes prender tu corazón en las cosas que ves; mira y pasa, pero procúrate
una buena casa donde has de vivir por toda la eternidad.»
Si te
salvas, gran dicha será la tuya. ¡Oh, cuan bello y hermoso es el paraíso! Los
más suntuosos palacios de los monarcas no son más que establos comparados con
la ciudad celestial, única que merece llamarse ciudad de perfecta belleza.
Allí ya no tendrás nada que desear; estando en compañía de los santos, de la
Madre de Dios, de Jesucristo, no temerás mal alguno; en una palabra, vivirás
anegado en un océano de delicias y en un gozo sin fin, que durará eternamente. Y
serán coronados con guirnaldas de eterna alegría. Y para colmo de ventura,
este gozo será tan perfecto y tan grande, que a cada momento y por toda la
eternidad parecerá siempre nuevo.
Pero
¡desventurado de ti si te condenas! Te verás sumergido en un mar de fuego y de
tormentos, desesperado, sin Dios y abandonado de todos. ¿Y hasta cuándo ?
¿Acaso acabarán tus tormentos después de haber transcurrido cien años o mil
años? ¡Qué han de acabar! Pasarán ciento y mil millones de años y de siglos, y
estarás al comienzo de tu infierno. Porque ¿qué son mil años comparados con la
eternidad? Menos que un día que ya pasó. Mil años son ante tus ojos como el
día de ayer, que ya pasó. ¿Quieres ahora saber la morada que tendrás en la
eternidad? Será la que tú mismo te merezcas y te fabriques con tus obras.
AFECTOS
Y PETICIONES
¡Oh
Dios mío!, ved la casa que yo merecí con mi mala vida: el infierno, donde,
después del primer pecado que cometí, debería estar sepultado y abandonado de
Vos, sin esperanza de poder amaros nuevamente. Sea por siempre bendita vuestra
misericordia, que me ha aguardado y dado tiempo para remediar el mal que hice.
Bendita sea la sangre de Jesucristo, que tal misericordia me ha obtenido. No,
Dios mío no quiero abusar más de vuestra paciencia. Me arrepiento sobre todo
mal de haberos ofendido, no tanto por el infierno, que merecí, como por haber
ultrajado a vuestra infinita bondad. No más ofensas, Dios mío, no más ofensas;
antes que ofenderos prefiero que me venga la muerte. Si ahora estuviera en el
infierno, no podría amaros, ¡oh Sumo Bien mío!, ni Vos tampoco podríais amarme.
Os amo y quiero ser amado de Vos; no lo merezco, es verdad; pero lo mereció
Jesucristo, que se sacrificó en la cruz para que Vos pudierais perdonarme y
amarme. Eterno Padre, por amor de vuestro Hijo, otorgadme la gracia de amaros
siempre y amaros mucho. Os amo, Padre mío, que me habéis dado a vuestro Hijo.
Os amo, oh Hijo de Dios!, que habéis muerto por mí.
¡Oh
Madre de Jesús!, os amo, porque con vuestra intercesión me habéis alcanzado
espacio de penitencia. Obtenedme ahora, ¡oh María! dolor de mis pecados, amor
de Dios y la santa perseverancia.
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