PUNTO TERCERO
De la sentencia en el juicio
particular.
En suma: para que el alma
consiga la salvación eterna, el juicio ha de patentizar que la vida de esa alma
ha sido conforme a la vida de Cristo (Ro., 8, 29). Por este motivo temblaba
Job, y exclamaba (31, 14): «¿Qué haré cuando Dios se levante a juzgar? Y cuando
me preguntare, ¿qué le responderé?» Reprendiendo Felipe II a uno de sus
servidores, que había tratado de engañarle, le dijo severamente no más que
estas palabras: ¿Y así me engañáis?, .. Aquel infeliz marchóse a su casa y
murió de pena. ¿Qué hará, pues, qué
responderá el pecador a Jesucristo Juez? Hará lo que aquel hombre de que hablan
los Evangelios (Mt., 22, 12), que acudió al banquete sin traje de boda. No supo
qué contestar, y enmudeció. Las mismas culpas le cerrarán la boca (Sal. 106, 42). La ver-güenza—dice San Basilio—dará
al pecador mayor tormento que las mismas llamas infernales. Por último, el Juez dictará la sentencia:
«Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno.» ¡Oh! Cuán terriblemente resonará
aquel trueno... —dice Dionisio el Cartujo—.
«Quien no tiembla por ese horrendo tronar —exclama San Anselmo—, no está
dormido, sino muerto»; y San Eusebio añade que será tan inmenso el terror de
los pecadores al oír su sentencia, que si no fueran ya inmortales, al punto
morirían.
Entonces, como escribe Santo
Tomás de Villanueva, ya no será tiempo de suplicar, ya no habrá intercesores a
quienes recurrir. ¿Y a quién acudirán?... ¿Tal vez a su Dios, que despreciaron?.
¿Tal vez a los Santos, a la Virgen María?... ¡Ah, no! Porque entonces las
estrellas (que son los santos abogados) caerán del Cielo, y la luna (que es
María Santísima) no alumbrará (Mt., 24, 29).
«María —dice San Agustín— huirá de las puertas de la gloria.» «¡Oh Dios!
—exclama el ya citado Santo Tomás de Villanueva—, con qué indiferencia oímos
hablar del juicio, como si no pudiésemos merecer la sentencia de condenación, o
como si no hubiéramos de ser juzgados... ¡ Qué locura estar tranquilos en medio
de tal riesgo!» No digas, hermano mío —nos advierte San Agustín— : ¡Ah! ¿Querrá Dios enviarme al infierno? No lo
digas jamás.
Tampoco los hebreos querían
convencerse de que serían exterminados, y muchos réprobos blasonaban de que no
recibirían las penas eternas. Pero al fin llegó el castigo: «El fin llega,
llega el fin...; ahora enviaré mi furor sobre ti, y te juzgaré» (Ez., 7, 6-8).
Pues eso mismo te acaecerá a
ti. «Llegará el día del juicio y verás lo ciertas que son las amenazas de
Dios.» Ahora todavía nos es dado a nosotros escoger la sentencia que
prefiramos. Y para ello debemos ajustar nuestras cuentas del alma antes que
llegue el juicio (Ecl., 18, 19), porque, como dice San Buenaventura, los
negociantes prudentes, para no errar, revisan y ajustan sus cuentas a menudo :
«Antes del juicio podemos aplacar al Juez; mas en el juicio, no.» Digamos,
pues, al Señor lo que San Bernardo decía: «Quiero presentarme a Vos juzgado ya
y no por juzgar.» Quiero, ¡oh Juez de mi alma!, que en esta vida me juzguéis y
castiguéis, que ahora es tiempo de misericordia y de perdón; después de la
muerte sólo será tiempo de justicia.
AFECTOS Y PETICIONES
Si ahora, Dios mío, no aplaco
vuestro enojo, luego no será posible aplacaros. Mas ¿cómo lo conseguiré, habiendo
tantas veces despreciado vuestra amistad por viles y míseros placeres? Con
ingratitud pagué vuestro inmenso amor... ¿Qué satisfacción meritoria puede
ofrecer la criatura por las ofensas que hizo a su Creador?...
¡Ah Señor mío! ¿Cómo daros
dignamente gracias por esa vuestra misericordia, que me dispuso medios
infalibles de satisfaceros y aplacaros?... Os ofrezco la Sangre y la muerte de
Jesucristo, vuestro Hijo, y queda aplacada y superabundantemente satisfecha
vuestra justicia. Necesario es, además, mi arrepentimiento... Sí, Dios mío; me arrepiento de todo corazón
de cuantas ofensas os hice. Juzgadme ahora, Redentor mío. Detesto mis culpas
sobre todo mal, y os amo sobre todas las cosas con toda mi alma; propongo
amaros siempre, y preferir la muerte a ofenderos otra vez. Habéis prometido
perdonar al que se arrepiente. Juzgadme, pues, ahora, y perdonadme mis pecados.
Acepto la pena que merezco; pero volvedme vuestra gracia, y conservadla en mí
hasta la muerte...
¡Oh María, Madre nuestra!
Gracias por tantos dones como para mí habéis alcanzado de la divina
clemencia. Seguid protegiéndome hasta el
fin de mi vida.
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