PUNTO SEGUNDO
Sobre el condenado descansará de
continuo
todo el peso de la eternidad
El que entra en el infierno
jamás saldrá de allí. Por este pensamiento temblaba el rey David cuando, decía
(Sal. 68, 16): Ni me trague el abismo, ni el pozo cierre sobre mí su boca.
Apenas se hunda el réprobo en aquel pozo de tormentos, se cerrará la entrada y
no se abrirá nunca.
Puerta para entrar hay en el
infierno, mas no para salir, dice Eusebio Emiseno; y explicando las palabras
del Salmista, escribe: «No cierra su boca el pozo, porque se cerrará en lo alto
y se abrirá en lo profundo cuando reciba a los réprobos.» Mientras vive, el
pecador puede conservar alguna esperanza de remedio; pero si la muerte le
sorprende en pecado, acabará para él toda esperanza (Pr., 11, 7). ¡Y si, a lo
menos, pudiesen los condenados forjarse alguna engañosa ilusión que aliviara su
desesperación horrenda!...
El pobre enfermo, llagado e
impedido, postrado en el lecho y desahuciado de los médicos, tal vez se
ilusiona y consuela pensando que ha de llegar algún doctor o nuevo remedio que
le cure. El infeliz criminal condenado a perpetua cadena busca también alivio a
su pesar en la remota esperanza de huir y libertarse. ¡Si lograse siquiera el
condenado engañarse así, pensando que algún día podría salir de su prisión!...
Mas no; en el infierno no hay esperanza, ni cierta ni engañosa; no hay allí un
¿quién sabe? consolador.
El desventurado verá siempre
ante sí escrita su sentencia, que le obliga a estar perpetuamente lamentándose
en aquella cárcel de dolores. Unos para la vida eterna y otros para oprobio,
para que lo vean siempre (Dn., 12, 2).
El réprobo no sólo padece lo que ha de padecer en cada instante, sino en
todo momento, la pena de la eternidad. «Lo que ahora padezco—dirá—he de
padecerlo siempre.» «Sostienen —dice Tertuliano— el peso de la eternidad.»
Roguemos, pues, al Señor, como rogaba San Agustín:
«Quema y corta y no perdones
aquí, para que perdones en la eternidad.» Los castigos de esta vida,
transitorios son: «Tus saetas pasan. La voz del trueno va en rueda por el aire»
(Sal. 76, 19). Pero los castigos de la otra vida no acaban jamás.
Temámoslos, pues. Temamos la
voz de trueno con que el supremo Juez pronunciará en el día del juicio su
sentencia contra los réprobos: «Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno.»
Dice la Escritura en rueda, porque esa curva es símbolo de la eternidad, que no
tiene fin. Gran62 de es el castigo del infierno, pero lo más terrible de él es
ser irrevocable.
Mas ¿dónde?, dirá el
incrédulo; ¿dónde está la justicia de Dios, al castigar con pena eterna un
pecado que dura un instante?... ¿Y cómo, responderemos; cómo se atreve el
pecador, por el placer de un instante, a ofender a un Dios de Majestad
infinita? Aun en el juicio humano, dice Santo Tomás, la pena se mide, no por la
duración, sino por la calidad del delito. «No porque el homicidio se cometa en
un momento ha de castigarse con pena momentánea» (1-2, q. 87, a. 4). Para el pecado mortal, un infierno es poco. A
la ofensa de la Majestad infinita debe corresponder el infinito castigo, dice
San Bernardino de Sena. Y como la criatura, escribe el Angélico Doctor, no es
capaz de recibir pena infinita en intensidad, justamente hace Dios que esa pena
sea infinita en duración.
Además, la pena debe ser
necesariamente eterna, porque el réprobo no podrá jamás satisfacer por su
culpa. En este mundo puede satisfacer el pecador penitente, en cuanto se le
aplican los méritos de Jesucristo; pero el condenado no participa de esos
méritos, y, por tanto, no pudiendo nunca satisfacer a Dios, siendo eterno el
pecado, eterno también ha de ser el castigo (Sed. 48, 8-9).
«Allí, la culpa —dice el Belluacense— podrá ser castigada; pero
expiada, jamás»; porque, como dice San Agustín, «allí, el pecador no podrá
arrepentirse», y por eso el Señor estará siempre airado contra él (Mal., 1, 4).
Y aun dado el caso que Dios quisiera perdonar al réprobo, éste no querría el
perdón, porque su voluntad, obstinada y rebelde, está confirmada en odio contra
Dios.
Dice Inocencio III: «Los
condenados no se humillarán; antes bien, la malignidad del odio crecerá en
ellos.» Y San Jerónimo afirma que «en los réprobos el deseo de pecar es
insaciable». La herida de tales desventurados no tiene curación; ellos mismos
se niegan a sanar (Jer., 15, 18).
AFECTOS Y PETICIONES
Si estuviese ahora condenado,
como tantas veces be merecido, hallaría me obstinado en odio contra Ti,
Redentor y Dios mío, que diste por mi la vida. ¡Oh Señor, qué infierno tan
cruel seria aborrecerte a Ti, que tanto me has amado, que eres belleza infinita
e infinita bondad, digna de infinito amor! ¡Y hallándome en el infierno,
veríame en tan infeliz estado, que ni aun querría el perdón que ahora me
ofrecéis!...
Gracias, Jesús mío, por la
clemencia que conmigo tuviste, y pues que ahora aún puedo amarte y ser
perdonado, tu amor y perdón deseo... Me los ofreces, y yo los pido y espero
alcanzarlos por tus méritos infinitos. Me arrepiento, Bondad Suma, de cuantas
ofensas os hice. Perdonadme, Señor...
¿Qué mal me hiciste para que siempre te aborreciera como a enemigo mío?... ¿Qué
amigo hay que haya hecho y padecido por mí lo que Tú, Jesús mío, hiciste y
padeciste?... No permitas que incurra en tu enojo y pierda tu amor. ¡Antes
morir mil veces que caer en tal desventura!...
¡Oh María, amparadme bajo tu
manto, y no permitáis que de él me aparte para rebelarme contra Dios y contra
Ti!
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