viernes, 10 de abril de 2020

27.2. DE LA ETERNIDAD DEL INFIERNO (Cont)


PUNTO SEGUNDO
Sobre el condenado descansará de continuo
todo el peso de la eternidad

   El que entra en el infierno jamás saldrá de allí. Por este pensamiento temblaba el rey David cuando, decía (Sal. 68, 16): Ni me trague el abismo, ni el pozo cierre sobre mí su boca. Apenas se hunda el réprobo en aquel pozo de tormentos, se cerrará la entrada y no se abrirá nunca.

   Puerta para entrar hay en el infierno, mas no para salir, dice Eusebio Emiseno; y explicando las palabras del Salmista, escribe: «No cierra su boca el pozo, porque se cerrará en lo alto y se abrirá en lo profundo cuando reciba a los réprobos.» Mientras vive, el pecador puede conservar alguna esperanza de remedio; pero si la muerte le sorprende en pecado, acabará para él toda esperanza (Pr., 11, 7). ¡Y si, a lo menos, pudiesen los condenados forjarse alguna engañosa ilusión que aliviara su desesperación horrenda!...

   El pobre enfermo, llagado e impedido, postrado en el lecho y desahuciado de los médicos, tal vez se ilusiona y consuela pensando que ha de llegar algún doctor o nuevo remedio que le cure. El infeliz criminal condenado a perpetua cadena busca también alivio a su pesar en la remota esperanza de huir y libertarse. ¡Si lograse siquiera el condenado engañarse así, pensando que algún día podría salir de su prisión!... Mas no; en el infierno no hay esperanza, ni cierta ni engañosa; no hay allí un ¿quién sabe? consolador.

   El desventurado verá siempre ante sí escrita su sentencia, que le obliga a estar perpetuamente lamentándose en aquella cárcel de dolores. Unos para la vida eterna y otros para oprobio, para que lo vean siempre (Dn., 12, 2).  El réprobo no sólo padece lo que ha de padecer en cada instante, sino en todo momento, la pena de la eternidad. «Lo que ahora padezco—dirá—he de padecerlo siempre.» «Sostienen —dice Tertuliano— el peso de la eternidad.» Roguemos, pues, al Señor, como rogaba San Agustín:

   «Quema y corta y no perdones aquí, para que perdones en la eternidad.» Los castigos de esta vida, transitorios son: «Tus saetas pasan. La voz del trueno va en rueda por el aire» (Sal. 76, 19). Pero los castigos de la otra vida no acaban jamás.
   Temámoslos, pues. Temamos la voz de trueno con que el supremo Juez pronunciará en el día del juicio su sentencia contra los réprobos: «Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno.» Dice la Escritura en rueda, porque esa curva es símbolo de la eternidad, que no tiene fin. Gran62 de es el castigo del infierno, pero lo más terrible de él es ser irrevocable.

   Mas ¿dónde?, dirá el incrédulo; ¿dónde está la justicia de Dios, al castigar con pena eterna un pecado que dura un instante?... ¿Y cómo, responderemos; cómo se atreve el pecador, por el placer de un instante, a ofender a un Dios de Majestad infinita? Aun en el juicio humano, dice Santo Tomás, la pena se mide, no por la duración, sino por la calidad del delito. «No porque el homicidio se cometa en un momento ha de castigarse con pena momentánea» (1-2, q. 87, a. 4).  Para el pecado mortal, un infierno es poco. A la ofensa de la Majestad infinita debe corresponder el infinito castigo, dice San Bernardino de Sena. Y como la criatura, escribe el Angélico Doctor, no es capaz de recibir pena infinita en intensidad, justamente hace Dios que esa pena sea infinita en duración.

   Además, la pena debe ser necesariamente eterna, porque el réprobo no podrá jamás satisfacer por su culpa. En este mundo puede satisfacer el pecador penitente, en cuanto se le aplican los méritos de Jesucristo; pero el condenado no participa de esos méritos, y, por tanto, no pudiendo nunca satisfacer a Dios, siendo eterno el pecado, eterno también ha de ser el castigo (Sed. 48, 8-9).
«Allí, la culpa —dice el Belluacense— podrá ser castigada; pero expiada, jamás»; porque, como dice San Agustín, «allí, el pecador no podrá arrepentirse», y por eso el Señor estará siempre airado contra él (Mal., 1, 4). Y aun dado el caso que Dios quisiera perdonar al réprobo, éste no querría el perdón, porque su voluntad, obstinada y rebelde, está confirmada en odio contra Dios.

   Dice Inocencio III: «Los condenados no se humillarán; antes bien, la malignidad del odio crecerá en ellos.» Y San Jerónimo afirma que «en los réprobos el deseo de pecar es insaciable». La herida de tales desventurados no tiene curación; ellos mismos se niegan a sanar (Jer., 15, 18).

AFECTOS Y PETICIONES

   Si estuviese ahora condenado, como tantas veces be merecido, hallaría me obstinado en odio contra Ti, Redentor y Dios mío, que diste por mi la vida. ¡Oh Señor, qué infierno tan cruel seria aborrecerte a Ti, que tanto me has amado, que eres belleza infinita e infinita bondad, digna de infinito amor! ¡Y hallándome en el infierno, veríame en tan infeliz estado, que ni aun querría el perdón que ahora me ofrecéis!...

   Gracias, Jesús mío, por la clemencia que conmigo tuviste, y pues que ahora aún puedo amarte y ser perdonado, tu amor y perdón deseo... Me los ofreces, y yo los pido y espero alcanzarlos por tus méritos infinitos. Me arrepiento, Bondad Suma, de cuantas ofensas os hice.  Perdonadme, Señor... ¿Qué mal me hiciste para que siempre te aborreciera como a enemigo mío?... ¿Qué amigo hay que haya hecho y padecido por mí lo que Tú, Jesús mío, hiciste y padeciste?... No permitas que incurra en tu enojo y pierda tu amor. ¡Antes morir mil veces que caer en tal desventura!...

   ¡Oh María, amparadme bajo tu manto, y no permitáis que de él me aparte para rebelarme contra Dios y contra Ti!

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